Mi amigo Cornelio ya nos había contado, tangencialmente, que a veces cogía con su fámula, quien ya tiene cuatro años trabajando para él. Una de las veces que estábamos tomando varios amigos en su casa, a raíz de que uno de los amigos comentó al salir del baño. “¡Pinche Cornelio, me apantallas! tu baño y toda la casa está muy limpia, ¿a qué hora lo haces si vives solo?”.
–En primer lugar, procuro no ensuciar tanto, y, aunque me encabrone mucho, tolero que algunos cuates vomiten cuando se emborrachan de más, como tú sabes… –contestó en clara alusión de que alguna vez eso ocurrió con quien le había hecho la pregunta– En segundo lugar, tengo una gata muy diligente que hace el aseo.
–Sí, es gata de dos usos: es su sirvienta y su puta –se apuró a decir otro compañero, recordando que alguna vez Cornelio hacía comentarios sobre ello.
–¡Ay, güey! Si está buena pregúntale si puede “dobletear” –exigió otro–, o dile que si tiene una hermana interesada en conseguir chamba –insistió, y todos reímos, a lo que siguieron frases consecutivas “O dos hermanas”; “¡O tres, yo también quiero una así!” que provocaron carcajadas.
–No, ya en serio, cuéntanos cómo es, cómo la conseguiste y sobre todo, cómo la convenciste –solicité y siguieron las peticiones, cargadas de curiosidad y de morbo, pero con tono de seriedad.
Cornelio, quien ya unas veces había dejado ver que a veces cogía con su sirvienta, aceptó contarnos, pero nos pedía discreción para que nada saliera de allí. Va el relato de cómo ocurrió, pero en boca de Cornelio.
Cuando me divorcié de Stella, conseguí un préstamo para comprar un departamento que encontré como oferta entre los desahucios que hacía una inmobiliaria a la que le trabajamos en la compañía, y lo aparté para mí, evitando que saliera a remate y reitero: que conste que nada debe salir de esta casa, pues me puede afectar, y también a la muchacha que trabaja aquí.
Pronto me hice cliente de una lavandería y de una planchaduría cercanas. En ellas pregunté si conocían a una persona de confianza que quisiera hacerme el aseo de la casa dos o tres días a la semana. En éste último negocio, atendido por una señora muy agradable con la que de inmediato había hecho migas cuando me mudé, me dijo “No, pero déjeme preguntarle a Rosi”, su empleada.
–Oye, Rosi, ¿tu hermana Mary ya encontró el trabajo que buscaba? –gritó al abrir la puerta de la zona de trabajo.
–No sé, señora, pues sólo quiere trabajar poco tiempo para atender a su familia. Quizá no lo vaya a conseguir –alcancé a escuchar.
–A ver, ven y cuéntale al señor las condiciones que ella pide.
La empleada salió a la recepción de clientes y me contó qué era lo que su hermana requería: llegar después de dejar a su hija pequeña en el kínder, y salir a tiempo para recogerla. Es decir, sólo podía trabajar tres horas al día, por eso no conseguía trabajo. En cambio, a mí me pareció muy adecuado a mis necesidades y le pedí los datos para contactarla. Después que hablé por teléfono con Mary, quedamos en que yo iría a su casa para hablar con ella. Así podría darme una idea de saber cómo y dónde vivía: Era en una colonia cercana, en una casa de interés social que pagaba su “esposo”, y como éste tenía otra familia sólo iba a verla eventualmente para darle el gasto (y supongo que un poco de amor), pero que ese dinero no le alcanzaba, por ello necesitaba el trabajo.
Mary se embarazó joven y en ese entonces tenía alrededor de 26 años. Su complexión tendía a la gordura, pero diariamente caminaba y corría durante una hora para no subir de peso. No era muy agraciada con su rostro, más allá de lo que la edad le regalaba, pero tenía unas tetas normales, copa B, y en sus nalgas estaba su mejor atractivo. Cuando la vi no me emocioné ni me interesé en más, se trataba de una relación laboral.
Además, Mary quería que sus dos hijos, el mayor ya en primaria, siguieran estudiando más allá de la secundaria que era la educación que ella tenía y sabía que su presencia en la casa era importante para lograrlo. Me pareció muy franca y con gran visión sobre lo que deseaba para sus críos, ello me cautivó, y comenzó a trabajar conmigo. Yo le pagaba el equivalente, por hora trabajada, lo mismo que un profesor cobraba para regularizar alumnos en clases particulares. Muy poco, viéndolo como profesor, pero mucho si lo viera una sirvienta, por lo que ella quedó encantada con mi propuesta y desde entonces me hace el quehacer. Incluso pronto le di llave para entrar y quitarme la molestia de estar presente cuando llegaba y cuando se iba.
También llegué a caerle bien porque en Navidad y el día del niño no faltaba que yo adquiriera regalos para sus hijos, además de que periódicamente les regalaba libros que compraba exprofeso para cuando los traía al departamento, en vacaciones escolares porque Mary no podía dejarlos solos en su casa. Yo le aumentaba el sueldo cuando a mí me lo aumentaban, y, salvo el seguro social, yo le pagaba las demás prestaciones que marca la ley. Eso le generó fidelidad a su trabajo.
Después de dos años de trabajar conmigo, vino la pandemia. La mandé a confinarse a su casa y le pedí que siguiera todas las indicaciones que la Secretaría de Salud marcaba y le pagaba el mes por adelantado, hasta que ella aseguró que sí podía continuar con el trabajo. Sin embargo, para asegurarme de que se expusieran lo menos posible, yo iba a recogerlos cuando una de sus hermanas no se podía quedar con los niños.
Como hay varios días en los que no voy a trabajar a la oficina, por cuestiones de la pandemia, coincidí varias veces con las mañanas de alguno de los dos días que Mary hacía el quehacer de mi casa. Comenzamos a platicar, principalmente de las ocupaciones de sus hermanos y lo que ella esperaba para su familia. Después, ya con más confianza, me dijo que la dueña de la planchaduría la tenía como empleada ante el seguro, como si ella fuera quien laborara allí para que ella y los niños estuvieran asegurados, porque su hermana Rosi ya tenía el seguro por parte de su marido.
También me enteré, por ella, que su “esposo” había registrado con su apellido a sus hijos, responsabilidad que me causó simpatía por su pareja, pero nunca he sabido si “la otra familia” del señor sabe de la existencia de esta relación con Mary.
–Entonces el marido tuyo sólo va a darte el gasto… –dije socarronamente subrayando el “sólo”.
–Sí, aunque también se queda en la noche… –afirmó dejando implícita la relación sexual y al continuar hablando la dejó explícita–, pero al segundo embarazo, pedí que me ligaran, porque no quería que me metiera “otro gol” –dijo sonriendo–. Aunque eso no se lo dije a mi marido y le sigo poniendo condón, como me sugirió la doctora del seguro.
–¿Y te es suficiente con esas pocas visitas conyugales? –pregunté al sentir las feromonas que ella desplegaba.
–Pues con eso debo conformarme, porque si ando con otro me quedo sin su apoyo económico –confesó sonrojándose.
–Bueno, eso está bien pensado –asentí–, pero ¿lo harías si él no se diera cuenta? –pregunté pasando el dorso de mi mano sobre la suya.
–¡Ay, ya tengo que ir con mis hijos! –exclamó retirándose de inmediato y tomó su bolso para marcharse –, es que mi hermana tiene que atender un asunto y me pidió que llegara a tiempo. Adiós.
Al retirarse de improviso, me dejó sin saber si se había molestado o si podría haber algo más y simplemente había coincidido con la hora de su partida. A las dos semanas volvimos a coincidir, sin sus hijos, y quise salir de la duda.
–¿Me dejas tomarte una foto para estrenar mi cámara? –le pregunté, mostrándole la cámara que había adquirido cuando la luz del piloto avisó que la batería estaba cargada.
–Sí, pero ¿por qué conmigo y no con una de las amigas que a veces vienen a verlo? –me espetó a bocajarro.
–¿Quién te ha contado eso? –pregunté suponiendo que mi vecina, la voyeur del 104, había “soltado la sopa” y a ella se lo habría contado alguna de las otras domésticas que atendían en el edificio.
–Nadie, pero a veces me he encontrado algunas prendas de mujer, o en la basura de los baños cosas que usan las mujeres y condones usados… –dijo en tono acusador y recordé el “escándalo watergate”.
–¡Ah, caray!, ¿ahora debo explicarte por qué tu foto y no las de ellas? –exclamé–. A ellas se las tomo desnudas, o me las envían como les guste que las vea, y tú nunca las podrás ver porque sé cuidar la confidencialidad –concluí en tono de indignación.
–Perdón, no se enoje, no era mi intención molestarlo –dijo en tono apenado.
–No te preocupes, tendré más cuidado cuando alguna borracha deje sus pantaletas olvidadas –dije y guardé la cámara en el estuche donde la había desempacado.
Ella miró con desconsuelo mi molestia y viéndome a los ojos, esbozando tenuemente una sonrisa me dijo.
–¿Entonces ya no quiere tomármela? –preguntó manteniéndome la vista y poniendo su mano sobre la mía que cerraba el estuche–, aunque no sea como se las toma a ellas… –concluyó cambiando la sonrisa por un gesto anhelante de que cambiara de opinión, y resonó en mí la acotación última que hizo.
–¡Claro, te estaba pidiendo que la encueraras! –exclamó uno de los contertulios.
–Sí, así lo entendí y volví a sentir el olor de mujer que quiere coger –dijo Cornelio con solemnidad.
–¿Y qué hiciste? –exigió otro amigo para que Cornelio continuara y todos mantuvimos un silencio atento.
Le sonreí y sin dejar de verla empecé a sacar la cámara. Ella resbaló su mano, subiéndola por mi antebrazo y lentamente la retiró para permitirme movilidad en las manos, continuó con su mirada fija, pero volvió a sonreírme.
–¿Cómo quieres que te la tome? –pregunté volteando a ver dónde había una iluminación adecuada, pero, antes de que le aclarara si de pie o sentada, ella me contestó cambiando al tuteo y en tono gravemente cachondo:
–Como tú quieras y las que quieras… –dijo abriendo un poco los brazos aproximándose a mí y su olor de hembra me doblegó…
La abracé y le di un beso que ella correspondió con cierta torpeza, pero al apretarla un poco para sentir sus tetas en mi pecho, le metí la lengua que me trenzó con la suya y las hicimos navegar en nuestras cavidades bucales, recorriendo dentadura y paladar.
Continuamos besándonos y, de las caricias tiernas, pasamos al manoseo sobre la ropa, luego bajo la vestimenta, pero pronto nos estorbó todo y nos desnudamos mutuamente. Nos fuimos a la recámara y comenzamos a coger; además, ninguno de los dos caímos en cuenta que debíamos cerrar las cortinas.
–¡Ja, ja, ja! ¡Pinche agasajo que se ha de haber dado la vecina del 104!, ja, ja, ja –exclamó otro.
–¿Y las fotos…? –preguntó alguien que “quería pruebas”.
–Ésas nunca las verán, ni las de ella ni de las otras. ¿Qué tal si reconocen a alguien? No, no me gustaría que alguno me dijera “cuñado”.
–Entonces, ahora te habla de tú –concluyó otro.
–No, sólo cuando cogemos, o intercambiamos ternuras. Ella es muy profesional…