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Me embrujaste con tus pantis verdes

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Aunque en la actualidad tengo 50 años, voy a hacer un viaje en el tiempo hasta el año 1991, cuando tenía 18 años.

En aquella época era una mezcla de heavy y punk y mi ocupación era la de músico callejero.

En el metro de Madrid y en el de Barcelona me pasé muchas horas tocando por los pasillos y vagones. También recorrí muchas plazas y paseos de las ciudades medianas.

Tocaba la guitarra, la armónica y también cantaba. No tenía temas propios, solo hacía versiones de cantautores, sobre todo de Bob Dylan.

La experiencia que voy a relatar ocurrió mientras yo actuaba en el metro de Madrid y residía en aquella ciudad.

Como uno de tantos días, coloqué mis bártulos en uno de los largos pasillos que unen las diferentes líneas de metro y comencé a tocar.

A las pocas horas, un grupo de tres chicas se me acercan, me echan unas monedas y entablan conmigo una conversación.

Las tres estaban de lujo, con una estética muy alternativa. Pero mis ojos se dispararon hacia la que llevaba unos pantis verdes.

Los pantis de color verde o rojo me vuelven loco. Me excitan una barbaridad, no puedo resistirlo.

Los conjuntaba con unos botines negros, una minifalda roja y una camiseta negra de Ramones. El pelo, de color castaño, lo llevaba recogido en dos coletitas enroscadas y pegadas al cráneo.

Muy hermosa de cara. Con unas facciones muy aniñadas, aunque tenía un año más que yo.

Luego me enteré que se llamaba Sonia.

Estaba tan absorto en esta chica, que de las otras dos apenas guardo un vago recuerdo de sus fisonomías.

El caso es que me lancé, no tenía nada que perder. Era un vagabundo.

Yo sabía que a alguna de las tres tenía que haberle gustado, sino no se me hubieran acercado. Y aposté por la chica de los pantis verdes, sin dudarlo ni un segundo.

La invité para quedar esa noche e ir a un garito… y para mi sorpresa, aceptó. Con el tiempo descubrí que de las tres, dos estaban receptivas hacia mí. El porcentaje de aciertos era alto. Difícil hacer el ridículo entrándole a la que me hubiera dado calabazas, aunque con lo torpe que soy todo podría pasar.

Nos fuimos conociendo y llegamos a ser un rollete de cuatro meses, después las circunstancias nos separaron.

Durante ese verano incluso actuó conmigo y me ayudaba a recoger las propinillas que nos daba la gente. Sacábamos para malvivir. Luego decidió volver con sus padres y reanudar los estudios e hizo muy bien. Yo también después fui cambiando.

El caso es que a Sonia le encantaban las guarradas, centradas sobre todo, en el fetichismo de la nariz y de los pies. Parafilias que acabé incorporando a mi bagaje vital para siempre. Por lo menos hasta la actualidad.

Quizás sea ese el motivo de que siga firme en mi recuerdo esta relación.

Cada vez que hacíamos el amor, Sonia sabía que tenía terminantemente prohibido quitarse los pantis. Se colocara a cuatro patas, cabalgara sobre mí o lo hiciéramos de lado, tenía que lucir sus esculpidas piernas con unos sensuales pantis de color verde o rojo.

Todos ellos, por cierto, tenían a la altura de la entrepierna un planificado descosido.

Como contrapartida, yo también sabía que siempre que desayunara, almorzara, merendara o cenara, tenía que condimentar mi comida con sus peculiares especias salidas de sus orificios nasales, bucal y vaginal.

Cuando comíamos en casa me servía sus mocos, saliva y orina frescos, recién recogidos de sus respectivos manantiales. Pero cuando comíamos en un restaurante o local de comida rápida llevaba en el bolso tres botes de plástico de estos que te dan en el centro de salud. Los guardaba en el frigorífico para que no se estropease el contenido.

En el primero solo guardaba orina. En el segundo, orina mezclada con moquillo y con mocos largos como lombrices. Y ya por último, en el tercero guardaba saliva, babas y unos gargajos verdes que extraía de lo más profundo de los bronquios, montando un numerito y haciendo unos ruidos guturales para conseguirlos, que no me extrañaba que en público se cortase de hacerlo.

Aunque era verano cuando nos conocimos, siempre estaba acatarrada. A veces se le escurría un poco de moquillo por las fosas nasales, Sonia esperaba a que le llegara a la altura de la comisura del labio superior. Entonces yo, aprovechando para darle un morreo, se lo lamía y me lo tragaba, saboreándolo con gusto, y comprobando lo salobre y ácido del líquido. Esto en público, con cierto recato, era más fácil de hacer.

Un día, mientras comíamos unas hamburguesas en una terraza, la veo abrir el bolso y me espero lo peor. Yo no necesitaba kétchup, mayonesa ni mostaza. Sonia traía mis condimentos dietéticos de casa. Empieza por abrir el bote que contiene saliva, babas y gargajos y con una cucharilla de las del café esparce por la carne y la lechuga, con cierta parsimonia, toda la cantidad que contenía el bote. Era tal el exceso de “salsa”, que gran parte de ella se deslizó por los bordes de la hamburguesa y se fue amontonando en el plato. Saca el que contiene orina mezclada con moquillo y mocos y lo vacía en mi vaso. Por el interior del cristal se observaban los mocos nadando como si fueran lombrices.

Como el vaso se había quedado mediado, sacó el tercer bote, el cual contenía solo orina y lo vacía en el vaso para completarlo.

Con suma delicia, me fui comiendo aquel manjar. Con la cucharilla iba recogiendo los restos de saliva, baba y gargajos que se acumulaban en el fondo del plato. A medida que los deglutía iba tomando conciencia de lo amargo de su sabor. Aquellos gargajos verdes tenían el aspecto de cachitos de guacamole. Las gentes de las mesas de al lado miraban como diciendo “¡Qué pareja más rara! ¡Se traen los condimentos de casa!” Nos reíamos mucho en esas situaciones.

Me congratulaba ver la cara de éxtasis que ponía mi chica. Yo iba bebiendo aquel oro líquido con tropezones a sorbos, poco a poco. Me sentaba de maravilla. En el fondo del vaso quedaban algunas “lombrices” rezagadas, yo las recogía con la cucharilla y me las zampaba paladeando aquella exquisitez.

Sonia estaba tan excitada que no pudo esperar a llegar a casa. Me la tuve que follar en unos baños públicos.

Ella, simplemente, apoyó un pie en el retrete y dándome la espalda, separó un poco los muslos y se reclinó hacia adelante ligeramente. No hacía más que suspirar esperando con ansiedad a que yo le ensartara por detrás toda mi polla en su palpitante y chorretoso coño.

Como los pantis estaban descosidos en el lugar idóneo, por ese lado no tuve complicaciones. Las bragas tampoco resultaron ser un gran impedimento para penetrarla. Aparté un poco la tela con los dedos y listo.

No tardó ni diez minutos en alcanzar el orgasmo. Fue tan intenso que la tuve que sujetar por la cintura porque le flaquearon un poco las piernas y tuve miedo de que se cayera.

Se desacopló de mi verga, se arrodilló y de un solo bocado se engulló toda mi tranca. Me estuvo follando con su boca, a buen ritmo un buen rato. Hasta que ya no pude aguantar más y me descargué todo en ella.

Estuvo un largo espacio de tiempo con mi rabo acoplado en su garganta.

Poco a poco se lo fue sacando mientras me lo exprimía y ordeñaba, para no dejar restos de semen perdidos ni fuera ni dentro de mi falo.

Una vez mi polla estuvo fuera, Sonia juntó los labios e hizo por espacio de 30 segundos el gesto de estar enjuagándose la boca con un colutorio.

Luego, a cámara lenta, se fue tragando mi lefa, saboreando centímetro cubico a centímetro cúbico con gran meticulosidad.

Hasta que por fin, abrió la boca y me la enseñó totalmente limpia de restos espermáticos. La yergo y nos damos un morreo apasionado.

Ya en casa, mientras miramos una película o un documental, Sonia espera a que yo le haga un buen masaje en los pies.

Con mis manos y boca le acaricio, beso y lamo cada uno de sus diez deditos.

En las plantas de los pies intento localizar los puntos erógenos que la vuelvan a encender.

Con los dedos de mis manos y mi lengua, palpo y lamo con fuerza allí en donde noto que empieza a gemir con más profundidad e intensidad.

Me da igual si sus pies están limpios y frescos después de un baño con emolientes o si están recién descalzados después de una buena caminata de tres horas.

Los saboreo y chupo con la misma pasión y dedicación.

La cara de agradecimiento de Sonia bien lo valía.

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