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Mi primera vez con una mamá del prescolar

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El viento azotaba y la fía llovizna calaba hasta los huesos. Detuve el auto donde pude, estacionando lo más cerca que podía del edificio del prescolar. Tenía una hija pequeña y quería evitar que se mojara al ingresar al lugar.

Preparé la niña, nos bajamos del auto y corrimos de la mano hasta la escuela. Siempre me gustaba verla entrar hasta que desaparecía de mi vista y no había clima que detuviera mi costumbre.

Parada bajo la llovizna y el viento noté que detrás de mí alguien renegaba con su auto, que no arrancaba. Una y otra vez escuchaba el rugido del motor que no llegaba a encenderse. Ya el sonido y la insistencia del conductor empezaban a impacientarme. Me agaché para ver quién estaba dentro del auto y conocí a la conductora. Era la madre de una de las amigas de mi hija. La ubicaba porque éramos las dos madres más jóvenes del prescolar.

Golpeé el vidrio del conductor y gesticulé con los labios: “¿todo bien?”. Victoria, la mujer, bajó el vidrio.

- No me arranca el auto – dijo, con fastidio, como si nos hubiéramos conocido de toda la vida.

- ¿Necesitas ayuda? – le pregunté.

- No… Bueno, sí. Olvidé mi teléfono en mi casa, no tengo cómo llamar al mecánico – respondió.

Le presté mi celular, ella agradeció y llamó al mecánico. Habló durante cinco minutos y cada vez su voz se hacía más fuerte y cargada de enojo. Cortó el teléfono.

- Gracias. Pueden venir a verlo dentro de cuatro horas – me contó. – Me llamo Victoria – añadió.

- Yo soy Florencia. La mamá de…

- Sí, ya sé quién eres. Te veo siempre – me interrumpió Victoria. Le sonreí. Yo también la veía siempre. Éramos las dos más jóvenes de todas las madres del prescolar. Ambas rondábamos los 25 años. Además, Victoria tenía una belleza común, pero destacaba siempre por demás. Tenía una larga cabellera castaña hasta la cadera, siempre vestía tops dejando ver un piercing en el ombligo, y pantalones ajustados. Se notaba la juventud en sus curvas.

- Puedes venir a mi casa, vivo no muy lejos de aquí – dije, sin pensar. Me daba pena que deba quedarse con este frío sentada en el auto esperando al mecánico.

- ¿De verdad? Es muy amable de tu parte.

- Sí, vamos en mi auto… tomamos un café en casa, algo calentito. Victoria aceptó. Tomó el abrigo del asiento del acompañante y juntas nos subimos a mi auto.

Por alguna extraña razón me sentía nerviosa mientras conducía. No sé si era por invitar a una desconocida a mi casa, o porque la simple presencia de Victoria hacía que el corazón se me acelerara. Nunca fui de socializar mucho, pero algo en ella había hecho que derribara toda mi timidez. Además, intenté convencerme, no podía haber mirado hacia otro lado cuando sabía que aquella joven tenía que esperar cuatro horas a que vinieran a arreglarle el coche.

En el camino hablamos poco, era Victoria la que sacaba charlas. Me preguntaba dónde vivía, si trabajaba, si tenía otros hijos… “A tu esposo también lo veo siempre, a la salida de la escuela”, me dijo. No sabía que nos tenía tan en cuenta.

El trayecto fue corto. Ingresamos a mi casa, mi marido volvería a la noche.

- Ponte cómoda, siéntete como en casa – le dije, mientras iba a la cocina a preparar café.

Al regresar al living, Victoria se había quitado la campera, el suéter y llevaba, como de costumbre, una sudadera corta que apenas le tapaba el busto, dejando ver su piercing y su pálido vientre. Estaba mirando con interés los cuadros sobre la chimenea.

- Hacen una hermosa pareja – me dijo, mirando una foto de mi boda. – Los dos son muy sexys – bromeó. Yo reí nerviosa. No era una mujer celosa, pero Victoria sabía cómo hacerme poner incómoda.

Tomamos café, hablamos de crianza, de nuestras hijas, de la escuela, de otras madres. Victoria no tenía esposo, estaba criando a la niña sola.

- Mejor así – dijo. - Puedo vivir con total libertad y hacer lo que me plazca. Hasta dormir desnuda sin que nadie me moleste… o estar lista para que cualquiera lo haga – volvió a bromear. Sonreí incómoda.

- Yo nunca, no… es decir, mi marido fue mi primer novio y… bueno. Yo duermo con pijama – dije, como una estúpida. Victoria río fuerte.

- Deberías probarlo. Se duerme bien. Aparte no creo que tengas nada que ocultar o avergonzarte. Eres bellísima – dijo, apoyando la taza de café sobre el plato y mirándome de arriba hacia abajo. Un calor, que no tenía nada que ver con la infusión, invadió mi cuerpo.

- Gracias – respondí con un hilo de voz. Victoria volvió a reír.

- ¡No me tengas miedo! – dijo, con una risotada.

Sonreí tímidamente. Victoria se incorporó y comenzó a levantar las dos tazas y el platito de galletas que habíamos compartido, consciente del momento incómodo que me había hecho pasar. Me quedé sentada en la mesa, mirando un punto fijo y ese punto fijo era la foto de mi boda, que minutos antes ella había observado.

¿Qué me pasaba? Siempre fui tímida, me costaba mucho involucrarme con las personas, pero nunca me había pasado esta situación. Una mezcla entre timidez, sentirme turbada, pero al mismo tiempo con el corazón acelerado que nada tenía que ver con mi incomodidad.

La respuesta vino a mi mente y me golpeó como un rayo. Deseo. ¿Será? No, no podía ser. Jamás me había fijado, ni gustado, ninguna mujer. Siempre me encantaron los hombres. Disfrutaba muchísimo el sexo con mi marido. Sentir su miembro dentro mío, las embestidas, sentir el sabor de su semen en mi boca. Me ruboricé. Mis pensamientos habían ido demasiado lejos.

- Ya lavé tod… ¿te sientes bien? ¿quieres que me vaya? – Victoria interrumpió mis pensamientos.

- No, estoy bien… el café… voy al baño – dije.

Llegué al baño y me miré al espejo, estaba roja y sudada. Qué vergüenza, qué estúpida que era. Me mojé el rostro y salí.

- ¿Estás bien? – volvió a insistir Victoria, que se había quedado esperando en la puerta del baño.

- Sí. Tenemos muchas horas por delante, ¿vemos algo en Netflix? – propuse. Victoria sonrió y asintió.

Nos sentamos en el sillón y elegimos una serie de médicos aburridísima. Estaba segura que ninguna de las dos estábamos prestando atención a la trama. Victoria se movía todo el tiempo, suspiraba, colocaba una pierna encima de la otra y luego cambiaba de opinión. Se estiraba, movía su pierna con nerviosismo, como un tic.

Yo, en cambio, estaba dura como una estatua mirando fijo la televisión.

Victoria rompió el hielo haciendo comentarios graciosos de la serie que estábamos viendo. Tenía que admitir que hacía de todo para que yo me sienta cómoda. Entre chiste y chiste comencé a relajarme. Pronto, las dos bromeábamos y reíamos sobre lo que estábamos viendo, que no era nada gracioso. Comencé a sentirme a gusto.

- ¿Sabes? Podríamos ser grandes amigas – le dije.

- Yo no quiero ser tu amiga, Flor – me dijo.

- Oh – mi ilusión se había pinchado como un globo.

- No, no puedo ser amiga de la gente que me gusta – dijo Victoria, con una sonrisa. No respondí. Sólo mi corazón respondió por mí, dando un respingo.

Victoria se me acercó aún más en el sillón, me miraba con una sonrisa. Yo sólo la observaba con la respiración entrecortada. La tenía cada vez más cerca.

- Siempre te he observado, cuando te quedas en la puerta de la escuela… qué hermoso culo tienes – dijo. No me ruboricé, estaba petrificada, pero disfrutaba oírla decir eso.

Puso su mano en mi rodilla y comenzó a subir con un dedo hacia arriba, como marcando un camino. Luego, retrocedía hacia la rodilla y volvía a subir. La miré a los ojos. Con esa mirada Victoria entendió que podría hacer conmigo lo que quisiera. Yo ya no era yo. No era la Florencia de siempre, la madre dedicada y la devota esposa. Deseaba que esa mujer que tenía a mi lado me bese, sentir sus labios en mi boca, en mi cuello, deseaba sus manos recorriendo mi cuerpo.

Victoria me sonrió con dulzura y se acercó aún más. Cuando estuvo a escasos milímetros de mí, me miró fijamente, su mirada pedía consentimiento. Tragué saliva y asentí.

Victoria me besó con ternura, como pidiendo permiso. Su piel era suave, su perfume me embriagaba. Sin pensarlo demasiado, abrí mi boca y dejé que su lengua jugueteara en la mía. Nuestras lenguas se entrelazaron y ya la respiración caótica se había hecho parte de las dos. Victoria me mordía los labios con deseo. Yo sólo quería que su cuerpo se fundiera con el mío, tal cual lo hacían nuestras bocas.

Comencé a acariciarla mientras nos besábamos, pasaba mi mano por su brazo, su cuello, el contorno de su cintura. Me desconocía a mí misma, pero lo estaba disfrutando. Disfrutaba del cuerpo de aquella mujer que tanto había observado durante meses. Sólo que no sabía, hasta ahora, que la deseaba.

Victoria también comenzó a acariciarme, pero sus caricias fueron más osadas que las mías. Rápidamente sus besos se tornaron más apasionados y su mano comenzó a vagar por debajo de mi ropa, llegando suavemente hacia mis senos. Los acarició con delicadeza y luego los apretó.

Mi sexo comenzó a mojarse rápidamente, Victoria me estaba calentando como nunca antes me había sentido. La imité, pasé mi mano por debajo de su top y acaricié sus turgentes senos, que estaban más al alcance que los míos.

Victoria se detuvo por un segundo para sacarse rápidamente el top y también mi ropa, dejándome en sostén. Era una diosa, llevaba un brasier blanco, sencillo, pero sumamente sensual. Se sentó encima de mí, poniéndome una pierna a cada lado, y quedamos cara a cara. Suavemente comenzó a acariciarme el borde de mi mandíbula, bajando con sus dedos por mi cuello, mi clavícula, acariciándome y apretujándome los senos por encima del brasier. Yo la sostenía por la cintura, sin dar crédito a lo que estaba pasando. Estaba disfrutando muchísimo.

Victoria me quitó el sostén y comenzó a acariciarme con suavidad los pezones, de vez en cuando los pellizcaba con delicadeza. Comenzó a besarme nuevamente, mientras se meneaba encima de mí.

- Qué caliente me pones – susurró.

Mi sexo palpitaba y pedía a gritos atención. Como si fuera telepatía, Victoria acató la orden. Me desabrochó el pantalón y metió su mano por debajo de mi ropa interior. Yo siempre estaba depilada, odiaba tener vello púbico.

Metió dos dedos en mi boca y se los chupé como buena mamadora que era. Una vez mojados, comenzó a acariciarme el clítoris. Vaya, esa mujer sí que sabía lo que hacía. Comencé a jadear. Victoria me miraba fijamente, con deseo y con lujuria mientras jugueteaba con mi clítoris. Yo sólo jadeaba y mordía mis labios.

- Sácame, sácame toda la ropa – imploré. La voz salió de mi boca sin pensarlo.

Victoria sonrió, se bajó de mí y me quitó lentamente el pantalón y mi ropa interior. Estaba completamente desnuda y entregada a aquella mujer, a la madre del prescolar, a la mujer que había visto decenas de veces en la puerta de la escuela.

Me quedé desnuda sentada en el sillón. Ella todavía llevaba brasier y pantalón. Me acerqué lentamente y comencé a besarle el vientre, por debajo del piercing, a veces jugueteaba con mi lengua con su arito en el ombligo. Aspiraba su aroma, su perfume, apoyaba mi mejilla en su vientre sin poder creer lo que estaba sucediendo. Me paré y la besé, tomándola por la cabeza. Lentamente, mis manos fueron bajando y le desabroché el brasier. Victoria suspiraba.

Comencé a bajar nuevamente, y fuera de mí misma, comencé a chupar y besar sus senos y pezones. Eran turgentes, duros, como si nunca hubiera amamantado. Mientras besaba y jugueteaba con mi lengua en uno de sus pezones, con la mano acariciaba el otro. Luego intercambiaba. Victoria gemía.

- No sabía que sabías dar placer a una mujer – dijo.

- No lo sé, eres la primera- admití sonriendo.

Después de dedicarle mucho tiempo a sus pezones (ella, a su vez, acariciaba los míos), me volví a sentar en el sillón, para besar nuevamente su vientre mientras ella estaba parada frente a mí. Desabroché su pantalón y de un tirón se los bajé, con la ropa interior incluida. Frente a mí apareció su sexo, con unos pelitos bien recortados y castaños. La imagen me impactó y me volvió a la realidad. Jamás había estado con una mujer.

Por un segundo, me quedé sin saber qué hacer, petrificada. Victoria tomó la iniciativa, como venía haciendo hasta ahora. Me empujó hacia atrás, me abrió las piernas y se agachó frente a mí.

- Yo te voy a enseñar cómo es estar con una mujer – sentenció.

Comenzó a besarme la parte interna de mis muslos, y fue subiendo lentamente. Cuando llegó a mi sexo se detuvo, sentía su respiración caliente en los labios de mi vagina. Se tomó un segundo para admirar mi sexo y pasó la lengua lentamente, desde abajo hacia arriba. Me estremecí. Amaba que me dieran sexo oral. Pero jamás lo había hecho una mujer.

Victoria lamía mis labios mayores, luego, ayudada con sus dedos, los abrió y comenzó a pasar su lengua por los labios menores, deteniéndose en el clítoris. Luego, comenzaba nuevamente la danza con su lengua. Yo sólo gemía y suspiraba, jamás me habían dado una mamada así.

- Guau, qué buena eres

Victoria sonrió. Acarició con sus dedos mi sexo y comenzó a meter un dedo, luego dos, y después tres. Los metía y los sacaba con un sensual vaivén. Al ritmo de sus dedos, le sumó la lengua sobre mi clítoris. Yo estaba en la gloria. Me lo chupaba haciendo círculos con la lengua, luego hacia los costados, me lo succionaba con delicadeza, mientras hacía un mete-saca con sus dedos en mi vagina. A estas alturas mis gemidos se habían convertido en gritos. Sacó los dedos y volvió a chuparme con lujuria y pasión. Me penetró con su lengua, jamás había sentido una sensación así.

- Síii, síii, dale, dale, sigue por favor, no pares – le rogué. Victoria me estaba comiendo el coño como nunca antes me lo habían comido. Qué mujer. Apreté su cabeza contra mi sexo mientras ella había abarcado mi vagina con su boca y me miraba con lujuria.

- ¡¡Síii por favor, no pares!! ¡Dale! – grité, fuera de mí.

Con una descarga eléctrica, Victoria hizo que me venga en su boca. Había tenido el mejor orgasmo de mi vida.

Suspiré, continuaba con la respiración entrecortada y me di cuenta que estaba empapada. Victoria se incorporó, sonriente y limpiándose la cara con el dorso de la mano. Le hice señas que se acerque y la besé y sentí el sabor de mi sexo en su boca.

Me recosté en el sillón y le pedí que se acerque, quería besarla, tocarla, quería devolverle todo lo que me había hecho. Victoria, en cambio, quiso ir más allá.

- ¿Te animas a chupármela? – preguntó.

- Claro que sí – le respondí.

Victoria me empujó y se fue acercando a mí, hasta que entendí lo que quería hacer: quería sentarse en mi cara. La dejé, ya no me importaba nada.

Me acosté y se subió encima de mi cara y, por primera vez en mi vida, lamí un coño. Estaba súper mojada, era fabuloso. Repetí los mismos movimientos que había hecho ella: con mi lengua recorrí sus labios mayores, y luego, comencé a abrirme paso en su vagina. Mi lengua iba hacia adelante y hacia atrás, pasando por todo su sexo. Victoria gemía y se acariciaba las tetas.

Le dediqué toda mi pasión y lujuria a su clítoris, chupándoselo, haciendo una cruz con mi lengua: hacia arriba, hacia los costados, hacia abajo… Victoria comenzó a menearse en mi rostro. Parece que lo estaba haciendo bien.

Me estaba calentando nuevamente. Me las arreglé y mientras le comía el coño a mi nueva amiga, comencé a masturbarme.

Victoria gemía y se magreaba las tetas mientras yo le chupaba el clítoris y la penetraba con mi lengua. Tenía ganas de hacerle todo a esta mujer. Saqué mis dedos mojados de mi sexo y mientras le comía el coño a Victoria, le metí lentamente un dedo en su ano. Victoria gritó y comenzó a gemir más fuerte. Empezó a balancearse cada vez con más ritmo sobre mi cara: ella se estaba cogiendo mi boca.

Sus tetas estaban rojas de cómo se las había tocado.

- ¡Ay por dios no pares! – gritó.

Mi lengua viajaba frenéticamente de su clítoris hacia su vagina, donde se la metía hasta el fondo. Mi dedo seguía jugueteando en su ano. Pronto sentí un estallido de líquido en mi boca y supe que se había venido.

Victoria suspiró y se bajó de mi cara y se recostó a mi lado, nos besamos, nos acariciamos las tetas y nuestros sexos, en silencio. Había sido la mejor cogida de mi vida.

Nos quedamos en silencio, dándonos caricias y besos un tiempo más. Victoria acariciaba mi cabello, mis pezones, me besaba con dulzura.

La visita había terminado y la tenía que llevar nuevamente hasta su auto. Viajamos riéndonos y hablando banalidades. Ya todo era distinto.

Al bajar me dio un abrazo y un pícaro pellizcón en un pecho. Cuando se fue, vi que había dejado en la guantera su número de teléfono.

Esta aventura había tenido un inicio, pero no un fin.

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