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Mi primera vez por dinero

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Me casé muy joven, a los 23 años. A los 25 tuve mi primer hijo. Cuando tenía 26 años, mi esposo se quedó sin empleo. Ese momento me llevó nuevamente a mis terribles 20 años, cuando estaba en quinto ciclo de contabilidad y mi papá, al igual que mi esposo, se quedó sin empleo. Tuve que dejar los estudios. Como hablo bastante bien el inglés, no me fue difícil conseguir un empleo como mesera en un restaurante en Miraflores, en la zona turística de Lima. Por sus precios, solamente frecuentado por turistas o peruanos con un nivel de ingresos medio o alto. Mi hoy esposo era uno de sus clientes.

En aquellos años, él solía ir con sus colegas a almorzar. Siempre era el más joven. Tenía sólo 28 años y, seguro todos sus colegas por encima de los 40s. De aquella época recuerdo que siempre dejaba muy buenas propinas. Muchas veces iba a comer solo, se sentaba siempre en la misma mesa, pues solía llegar temprano. Me tocaba atenderlo pues era mi zona asignada. Ni una sola vez me dijo algo fuera de lugar. Siempre cortés y amable, educado y respetuoso. Y con muy buenas propinas.

El día que cumplí 21 años, tuve que trabajar pues no conseguí nadie que me reemplace. Nada grave, pues mi turno terminaba a las 4 pm y desde ese momento, a celebrar. Mi hoy esposo llegó a almorzar solo. Me acerqué a atenderlo y antes que decirle algo, me deseo un feliz cumpleaños y me entregó un pequeño presente. Me pidió que lo abra al final del día.

No resistí la curiosidad y lo abrí en la cocina. Un perfume de lujo, de aquellos que sabía que existían, pero que nunca había ni siquiera visto. Me acerqué y le agradecí. Se sonrió y me dijo que era una traviesa. Le pregunté cómo se había enterado. Con una sonrisa me mostró un panel del restaurante, junto al bar, donde entre otras cosas, se indicaba los cumpleaños del mes. Me sonreí y le pregunté como sabía que iría a trabajar. Me dijo que no lo sabía, pero que, si no estaba ese día, volvería al siguiente con mi regalo.

Poco a poco, cada vez que llegaba conversábamos algo más. Finalmente me invitó al cine. Acepté.

Desde allí todo fluyo. Era un hombre parco, poco hablador, pero a la vez, lleno de detalles, amable y generoso. Me enamoré muy rápidamente y por como me miraba, sabía que él también. Había tenido antes varios novios y una vida sexual bastante activa. Pero llevaba meses saliendo con él, y ni siquiera un beso furtivo. Moría de amor, me sentía especial, sentía su amor, pero él no avanzaba.

Una tarde, sentados en el Parque Kennedy en Miraflores, me dijo que tenía algo que decirme. Pensé que me pediría ser novios y estaba dispuesta a un si rotundo. Pero no fue lo que esperaba, se saltó todo. El noviazgo. La primera relación sexual. El vivir juntos. El presentarnos a nuestras familias. Me pidió que sea su esposa. Acepté.

Lo lleve a mi casa. Les encantó a mis padres. Me llevó a Cuzco, de donde era, les encanté a sus padres. De lo que conversábamos me quedó claro que él deseaba trabajar y vivir en Cuzco. Me pareció genial esa idea, pues la ciudad me encantó.

Mientras hacíamos los preparativos para la boda, consiguió su empleo soñado en Cuzco. Nos casamos y al mes nos vinimos a vivir acá. Alquiló un lindo y amplio departamento a unas pocas cuadras de donde viven sus papás y empezamos nuestra vida juntos. Estaba feliz, muy enamorada. Nuestra vida sexual no era (ni es) espectacular, pero creo es suficiente. Al mes de llegar, luego de poner en orden nuestro departamento, empecé a trabajar. Como mesera en un restaurante turístico, que era lo que me gusta hacer.

A los 25 años quedé embarazada. A los cuatro meses de embarazo, la jornada de mesera se me hacía dura y renuncié. Mi esposo me apoyo. De hecho, trabajaba por mi propio gusto, no por necesidad, él ganaba como mínimo 10 veces lo que yo, incluidas mis propinas.

Nació nuestra hija. Y antes que cumpliera el año. Mi esposo quedó desempleado.

Al principio todo siguió igual. Lo tomó como vacaciones. A los 2 meses de desempleo, lo empecé a notar preocupado. A los 4 meses me preguntó si podíamos ir a vivir donde sus padres, para ahorrar. Acepté, es hijo único y la casa es enorme. De hecho, ya pasábamos mucho tiempo allí.

Cuando estuvo 5 meses desempleado, le dije que buscaría trabajo. Me sonrió y me dijo que le parecía buena idea. Fui al restaurante donde trabajaba, pero estaba copado, sin vacantes disponibles. Me recomendaron ir a un Irish Pub, donde había vacantes. Fui y había un puesto para el turno de mañana, de 8am a 2pm. Un horario con muy pocos clientes, y casi nulas propinas. Nadie lo aceptaba por eso. A mí me pareció genial. Mi suegra me podía ayudar por las mañanas con mi bebe y yo ya dedicarme a ella por las noches.

Como esperaba, el movimiento en el Irish Pub era mínimo. Turistas llegando a desayunar. Algunos a tomar unos tragos matinales. Trabajo descansado y, lo malo, de pocas propinas. Algunos, que se pasaban de tragos, a pesar de ser de mañana, me piropeaban discretamente o me decían cosas subidas de tono o incluso me hacían propuestas indecentes. No chocaba con ellos, pero tampoco les daba cuerda. Tengo un cuerpo que destaca en Cuzco, pues son muy nalgona y acá las mujeres son “planas”. Lo que me decían me subía la moral, más que molestarme.

Como a los 3 meses de trabajar allí, mi esposo seguía sin empleo. Un turista, que estaba ya una temporada larga por Cuzco, se hizo habitual, casi dejando un día iba a tomar. A mi zona. Un inglés de algo más de 50 años, fornido, siempre serio. Un maduro muy atractivo. Se tomaba dos o tres gin tonics y se iba tranquilo. Luego del segundo tonic, algunas veces, me decía algunos piropos, sobre todo sobre mis nalgas, pero nunca más. Me sentía cómoda con él pues no lo sentía invasivo.

En algún momento, luego de 3 gin tonics me propuso salir. Le dije que no, que le agradecía, pero no. Una semana después me lo volvió a proponer, ofreciéndome una propina de 100 dólares. Le volví a decir que no. Aunque necesitaba, y mucho, ese dinero.

Unos días después, en la tienda del barrio, en la que fiaba pañales para mi hija, me dijo el tendero que “tenía que encontrar la forma de pagarle ya”. En su mirada sentí lo que sus palabras no dijeron. Que el pago era sexo. Me sentí repugnada. Es un tipo repulsivo, de los que no me gustan ni como amigos. Me pagarían aún unos 15 días después y no tenía efectivo, ni a quien pedirle.

Esa noche no pude dormir bien, con el asco y sabiendo que, sin el fiado, no tendría como comprar pañales. Me daba mucha vergüenza pedirles más dinero a mis suegros.

Al despertar, tras esa noche horrible, mi esposo me comentó que iría a una entrevista de trabajo, en un pueblo a unas 3 horas de Cuzco. Llegaría por la noche. Se fue animoso y desee que al fin lo logre.

En el bar estuvo todo tranquilo. Hacia las 11 llegó el inglés. A la 1 ya tenía tres gin tonics encima y me volvió a proponer los 100 dólares por ir a su hotel. En ese momento, la necesidad me hizo aceptar. Le dije que saldría a las 2pm. Le pedí los datos de su hotel. Se retiró.

Pasé la hora más larga de mi vida.

Al salir del bar me temblaron las piernas. Eran los 100 dólares de un gringo que me resultaba atractivo, o acostarme con el tendero por una deuda que justo era equivalente. La segunda opción con un tipo que me parecía horroroso y además en el mismo barrio, con todas las habladurías que seguro se generarían.

Cerré los ojos un instante y cuando los abrí, enrumbé al hotel del gringo.

Pedí en recepción que me dejen pasar. No se hicieron problema. Toque su puerta, me abrió desnudo.

Titubee, pero me dijo que pasara rápido. Cruce el umbral. Me dijo que cogiera los 100 dólares de la mesa y que me desnude.

Los tome. Los puse en mi cartera. Se acostó en la cama. Con el dinero ya en la cartera pensé huir. Pero sabía que él conocía donde trabajaba. Pensé no volver a trabajar, pero lo imaginé denunciándome en el bar y ellos sabían dónde yo vivía. Decidí desnudarme y dar el siguiente paso.

Mientras me denudaba pude ver como se masturbaba y como su pene que flácido ya era grande, ponerse enorme. Mi esposo tiene un pene promedio. Mis anteriores novios, poco más poco menos que mi esposo. Ningún hombre que hubiera conocido tenía un pene así.

Me apuro. Me dijo, en su castellano medio chaporreado “puta venir y chupar”. Escuchar esas palabras, al contrario de lo que hubiera imaginado, me prendieron.

Me senté a su lado en la cama y comencé a chupársela lo mejor que sabía. Tener ese miembro en la boca me excitó. Y comencé a sentir placer de chupársela. Me dijo que cogiera un condón del velador y se lo pusiera.

Jamás había puesto un condón en mi vida. Abrí el paquetito y se lo coloqué lo mejor que pude. Volvió a ordenarme “subir puta”. Y me subí en su miembro. Sentir su largo y su grosor me hizo llegar muy rápido, tuve un orgasmo intenso y gemí mucho.

Le gustó y sin darme tiempo para reaccionar, me levantó. Me acomodó como perrita y me empezó a coger así. El morbo de hacerlo por dinero, de ser la primera vez que engañaba a mi esposo, en esas condiciones, me hizo volver a llegar.

Me dijo “querer tu culo, dar 200 dólares”. Le dije que sí, que los quería. Sentí que sus dedos untaban mi culo con saliva y antes que pudiera reaccionar, su enorme verga estaba entrando en mí. Sin cuidado ni pausas, en una sola brutal penetración anal.

Fue terrible. Si en mi concha sentía la diferencia de tamaño, en mi culo la sentí más. Se dio cuenta de mi sufrimiento y eso lo excitó más. No tuvo piedad y por unos minutos sólo sentía dolor mientras él me disfrutaba. Hasta que el morbo, la libido, hicieron que el dolor se apague y se encienda la pasión. Comencé a disfrutar como nunca antes. Tuve un orgasmo, luego otro. Me cambió de posición, boca arriba, con mis piernas sobre sus hombros y su enorme pene llenándome el culo. Así me escupió. En el rostro. Jamás un hombre había hecho algo así.

Luego de séptimo u octavo orgasmo, o quizás más, la sacó, se quitó el condón y me tiró todo su semen, mucho semen, en mi vientre y senos.

“Tu vestir e irte” me dijo. Con papel del baño me limpié lo mejor que pude. Me dio los 100 dólares adicionales. Cambié sólo 100. Me guardé los otros 100. Tome un taxi a la bodega. Le pagué al tendero. Disfrute su cara de frustración. En casa me bañe bien. Cuando llegó mi esposo, sin haber conseguido el empleo, se acostó triste a mi lado. Esa noche empezó a ser, además de desempleado, un cornudo.

(10,00)