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Mi profesora me dobla en edad

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—Hola, ¿qué haces por aquí? —dije saludando a mi profesora de Uni.

Ana, constitución delgada, treinta y seis años y uno cincuenta y seis de estatura, llevaba puestos unos vaqueros ajustados que marcaban su culito redondo, deportivas y una camiseta de manga corta.

—Voy al médico. —respondió.

Los veinticuatro grados de temperatura y el sol animaban a pasear.

—¿Te pasa algo? —dije tocándola el brazo.

—No, nada, vo... voy a ponerme una inyección, eso es todo. —respondió la mujer ruborizándose levemente.

—Te acompaño. —Respondí.

Me llamo Juan, tengo 18 años y curso primero de programación. Llevo gafas de monturas negras y hago algo de deporte. Ana es mi profesora de programación y algo más. Nuestra relación empezó en las tutorías, a las que acudía cada martes para preguntarle dudas. Ella había notado como la miraba en clase. Un día me hizo la pregunta. "¿Oye, por qué vienes todos los martes a tutorías?". Yo respondí con sinceridad, y le confesé que me gustaban sus clases, que su voz era bonita y que estaba colado por ella. Esperé risas y rechazo, pero en su lugar recibí un beso en la boca. Después de aquel día salimos a cenar, pero nada más.

Al llegar a la consulta me senté en una silla de plástico y ella hizo lo propio. Se la veía un poco nerviosa, así que cogí su mano entre las mías y la tranquilicé. Cuando le llamó la enfermera, me quedé con su bolso mientras ella entraba en la sala. Cinco minutos después salió.

—¿Qué tal? —dije.

—Inyección intramuscular. —respondió llevándose la mano a la nalga.

—Vaya, eso debe doler. —dije imaginando por un instante una aguja clavada en su trasero.

—Oye, tengo unas dudas. Se que mañana no es martes, pero a lo mejor podrías venir a casa y me explicas.

—Vives con tus padres. ¿Verdad?

—Sí... más o menos. —confirmé

—Si quieres cenamos... no te preocupes, no les he dicho nada.

Al día siguiente, después de clase, estaba nervioso. Mi madre, tenía unos años más que mi "chica" y mi padrastro, de casi cincuenta, era un tipo impredecible. En el pasado, aquel tipo que, eso sí, adoraba a mi madre, no había dudado en aplicar disciplina. Todavía recordaba sus palabras, "mientras vivas aquí seguirás las normas o tendrás que atenerte a las consecuencias." Normalmente la que aplicaba disciplina era mi madre, todavía recuerdo la temible zapatilla. Pero un día mi padrastro me había dado un buen cachete dejando mi mejilla encendida.

A las seis de la tarde, Ana y yo llegamos a mi casa. Mi madre nos recibió e hice las presentaciones.

-¿Y Jorge? —pregunté nombrando a mi padrastro aunque sabía que hoy no estaba.

—Debe estar al caer. —contestó mi madre.

Ante mi cara de sorpresa añadió.

—Tiene que hablar contigo, está enfadado por algo.

Fuimos a la cocina y mi acompañante ayudó a colocar la mesa mientras hablaba con la anfitriona.

—Cenamos y luego vemos las dudas. —añadió Ana.

El timbre sonó en ese momento y mi padrastro entró en casa, besó a mi madre y comentó.

—Y bien, ¿quién es esta chica tan encantadora?

—Soy Ana, encantado de conocerte.

La cena transcurrió de manera amena. Sin embargo, casi al final, Jorge se encaró conmigo. Al parecer había llegado una multa a casa y los datos coincidían con el día en que había usado el coche, además se había enterado de un suspenso que ponía en riesgo la beca que financiaba parte de mis estudios.

—Vete ahora mismo al salón. —Dijo mientras se quitaba el cinturón.

—¿Qué vas a hacer? —dije

—Te voy a dar unos buenos azotes.

Mi madre intervino haciéndole ver que teníamos invitados.

—Me da igual. ¿Vete al salón ahora mismo o prefieres desnudarte enfrente de Ana?

Mi profesora guardaba silencio, visiblemente sorprendida con toda esa situación.

Con el fin de acabar con aquello lo antes posible fui al salón, cerré la puerta, me bajé los pantalones y los calzoncillos y me incliné sobre el respaldo del sillón.

Jorge apareció enseguida, entró y por si la situación no era lo suficientemente humillante, dejó la puerta sin cerrar.

—Te mereces esto hijo. —dijo.

En ese momento, casi me tiro un pedo. Afortunadamente logré apretar el esfínter a tiempo.

El primer azote cayó sobre mi culo apretado.

Aquel bastardo pegaba con fuerza.

El primer golpe fue seguido de una decena más.

El culo rojo, escociendo, Ana fuera, oyendo los azotes, todo eso era demasiado.

—Último latigazo.

Apreté los dientes y aguanté la respiración. El impacto me hizo gritar, luego, sabedor de que aquello había terminado, me relaje demasiado rápido y se me escapó.

Cuando me incorporé tenía el rostro tan colorado y caliente como el trasero.

Salí del salón dónde mi madre y mi profesora me miraron sin saber que decir.

Finalmente Ana, para romper el silencio, habló.

—Vamos a ver eso.

Miré a mi madre quién se apresuró a decir que ya recogía ella la mesa, que no nos preocupásemos.

—Ok. Ven a mi habitación. —dije.

Entramos en mi cuarto y le ofrecí una silla, luego busqué entre los apuntes y saqué la hoja con las dudas.

—Perdona que no me siente. —dije tratando de sonreír sin lograrlo.

Ana se levantó y acercando su boca a mi oído me dijo en voz baja.

—Pobre, eso debe escocer un montón.

Luego, tras unos segundos de silencio, continuó.

—Así no podemos ver nada... tengo crema en el bolso.

—¿Crema?

—Sí, cremita para tu culete. Bájate los pantalones y túmbate boca abajo.

Mi pene creció bajo los pantalones.

Sin pensar mucho en lo que hacía desnudé el trasero y me puse boca abajo. Al menos mi erección quedaría oculta.

—Bonito culo. —fijo Ana añadiendo más leña a la hoguera.

Sus manos, con delicadeza, extendieron crema por mis nalgas y sus dedos, juguetones, exploraron la raja. Mi culo ardía, pero menos, sentía como si una leve brisa, de repente, llegara al desierto sin oasis para aliviarme.

Me levanté sin molestarme en ocultar la erección.

La profesora miró sin disimulo y agarró la verga con una mano.

Yo respondí tocándole el culo.

Luego, deseoso de sentir más. Colé esa mano que tocaba las nalgas por debajo de sus pantalones y bragas notando la textura de su piel tierna, explorando la rajita húmeda.

Fui bajando, pasé el ano y me encontré con la vagina. Estiré mi dedo medio y lo introduje en su sexo mientras ella gemía.

Ana, sin soltar mi pene, pegó su boca a la mía y metiendo lengua se perdió en la caverna llena de saliva.

Los ojos cerrados, el sabor adictivo de nuestras bocas y la corriente de placer que recorría nuestras entrepiernas y hacía, que de vez en cuando, de manera refleja, apretáramos nuestros culos.

—No tengo condones.

—No importa, lo haremos otro día... hoy nos centraremos en el placer oral.

Y diciendo esto se puso de cuclillas y comenzó a chuparme los huevos.

(9,10)