Nuevos relatos publicados: 7

Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras

  • 8
  • 12.881
  • 9,79 (19 Val.)
  • 11

Éste no es un relato al uso. Si alguien busca sexo explícito en él, que no lo lea.

Sheila echó un último vistazo a su casa haciendo balance de todos esos años y la pesadumbre invadió su ánimo. ¿Había merecido la pena? Recapitulando a posteriori pensó que no.

Tras ese último repaso, cogió las maletas sabiendo que ya nunca más iba a pisar la que fue su casa y en ese momento de introspección Damián abrió la puerta. Al no esperarlo, el corazón le dio un vuelco, puesto que le avisó de a qué hora pasaría a recoger sus cosas para no encontrarse con él y no tener que pasar por el bochornoso momento de dar absurdas explicaciones. Aun así, se alegró de verle una última vez.

Los asuntos legales se habían resuelto ante notario. De mutuo acuerdo, la casa se la quedaba él, fingiendo que la decisión era ecuánime, pero, ¿qué era lo justo realmente? ¿Un bien material como pago del dolor, la rabia y la frustración de haber recibido aquel sablazo por la espalda? Sin duda, ambos estaban en desacuerdo en aquella tácita transacción.

La encontró más delgada. Quizás con cuatros kilos menos, y eran sus mejillas hundidas el mayor indicador de esa pérdida de peso. Pese a ello, seguía encontrándola tan atractiva como siempre. Iba sin maquillar, con unos jeans ajustados, un suéter gris de pico y una cazadora de cuero negra. El cabello suelto le caía como una cascada por su espalda y sus ojos oscuros denotaban su pesadumbre.

—Hola Sheila, —la saludó intentando contener la mezcla de emociones.

—Hola, —respondió con frialdad, aunque alegrándose de verle.

—He oído que te marchas del pueblo.

—Sí. Es lo mejor, —afirmó.

—¿Huyendo?

—Simplemente me alejo de lo que me hace daño. Aquí ya no me ata nada. Es un pueblo pequeño. Todo el mundo me señala con el dedo. No puedo salir a la calle. No puedo trabajar. Me siento como un pájaro al que le falta un ala.

—Bueno, tú te lo buscaste. No pensaste en el daño que podías hacer tú.

—¿Has venido a echármelo en cara y a remover la mierda? —se quejó.

—No, perdona, —se excusó. —No era mi intención. He venido porque necesitaba saber por qué. Nunca respondiste a eso. Hasta ahora no ha habido más que silencio por tu parte. Es tu vida y sé que no tienes por qué darme ninguna explicación, aunque creo que me la merezco, después de todo.

—¿Qué quieres que te diga? No hay nada que explicar. No sé qué es lo que quieres saber.

—No he venido a hacerte reproches, y sabe Dios que no es el morbo el que alimenta mi curiosidad. Sólo quiero entender los motivos. No puedo dormir por las noches pensando qué hice mal, o qué fallaba en nuestra relación y qué te motivó a hacerlo, cuando parecía que todo iba bien entre nosotros.

—No hiciste nada mal, Damián. Fue culpa mía. Ya lo asumí en su momento. Tú llevas la pesada carga de la traición y yo la de la culpa, que aunque no lo creas, no es menos pesada.

—¿Pero por qué lo hiciste?

—Supongo que no supe decir que no.

—No supiste o no quisiste.

—¿Eso es lo que piensas?

—Siempre se puede decir que no. Nadie te obligó a hacerlo.

—Piensa lo que quieras. Sea como fuere, no se pueden cambiar las cosas. Lo hecho, hecho está. Ya he asumido mi parte de culpa.

—¿Tu parte? ¿Acaso tengo yo que asumir la otra parte? Es eso lo que quiero saber.

—No, dijo después de haber pensado la respuesta durante tres segundos.

—¿Por qué me hiciste esto? ¿Por qué me rompiste el corazón? —continuó levantando la voz en un estado inconsolable.

—Deberías pasar página, Damián. Ya no se puede hacer nada.

—Para ti todo es muy fácil. ¿Cómo puedes ser tan fría? Ahí estás, impasible e imperturbable como si la cosa no fuese contigo.

—No lo soy.

—¡Pues dime algo! —gritó queriendo encontrar algún sentido o alguna respuesta lógica a su absurda situación.

—¡Sólo te digo que pases página! —volvió a pedirle.

—Quiero pensar que lo nuestro no fue una farsa. Tendrás tus motivos para hacer lo que hiciste y quiero saberlos. Quiero entenderte.

—No lo fue. Puedes estar seguro. Es con lo que debes quedarte. Te quise con todo mi corazón. Eso no nos lo quitará nadie, al menos a mí, pero ocurrieron cosas que no supe gestionar. Por mucho que intente explicarte qué pasó no vas a encontrar consuelo de ninguna de las maneras. Lo que te diga te va a soliviantar todavía más, si cabe, y no lo vas a digerir, sólo me vas a juzgar de forma más categórica.

—Inténtalo, —insistió.

—¿Por qué crees que toda la culpa recae sobre mí? Y que conste que yo no eludo la parte que me corresponde.

—Él era mi amigo.

—Y yo tu mujer.

—Por eso mismo.

—¿Quieres saber qué pasó?

—Precisamente eso es lo que te pregunto.

—¿Se lo has preguntado a él?

—No. Te lo pregunto a ti. Él para mí ha dejado de existir.

—Pues deberías también escuchar su versión.

—Quiero que seas tú quién me lo explique. No tengo nada que hablar con él.

—Como quieras, pero antes te diré que tu amigo no era quien parecía ser.

—¿Y lo eras tú?

—Todos tenemos trapos sucios que esconder.

—Habla por ti.

Sheila calló, respiró hondo y buscó una manera sutil de enfocar los hechos.

—¿Crees que todo empezó la noche que nos pillaste?

Damián abrió los ojos expectante.

—Tres meses antes de eso empezó a rondarme, siempre buscando la oportunidad para cortejarme cuando tú no estabas, y aunque eso no me exime a mí de culpa, no fui yo quien empezó esto. ¿Recuerdas aquel día que se quedó a dormir en casa? Tú tuviste que irte porque te reclamaron del trabajo y como recordarás, también fuiste tú quien insistió en que se quedara.

—Para que no te quedaras sola, no para que te lo follaras —le cortó.

—¿Vas a ponerte borde? —se quejó ella.

Damián calló. Sheila lo miró un instante recelosa y después prosiguió con su relato.

—Durante ese mes intenté evitarle y no paré de darle evasivas. Quería hablarlo contigo, decirte que estaba acosándome, sin embargo, pensé que al hacerlo empeoraría las cosas. Ese día tú le allanaste el camino. Quizás me pilló en un momento de flojera emocional. No debería haberse quedado…

—No. Lo que no deberías es habértelo follado, —le interrumpió.

Sheila le clavó la mirada como si de una daga se tratase, pensando si merecía la pena seguir sincerándose con él.

—¡Perdona! —volvió a disculparse él, viendo que estaba perdiendo la compostura.

—No, no te perdono. No paras de interrumpirme para hacerme reproches. Eres tú quien ha venido cuando no deberías haberlo hecho. Eres tú el único que parece estar interesado en tener esta conversación, y eres tú quien quieres saber los morbosos detalles. Pues te diré una cosa. Me folló él a mí, y no al revés. ¿Quieres que siga? —le preguntó alterada.

—Para el caso es lo mismo, —respondió indignado.

—No paras de acusarme. Sabía que esta conversación era inútil y que no conducía a ningún lugar. Por eso nunca quise contarte nada.

—Imbécil de mí. Ahora resulta que estuviste dos meses poniéndome los cuernos. No me lo puedo creer, —aseveró de forma retórica.

—Pues créetelo.

—No sabía que te abrías de piernas con esa facilidad, —le dijo finalmente indignado.

—Yo tampoco, —respondió sin pretender disimularlo y casi convencida de que era cierto, pues tanto lo había oído en las últimas semanas que estaba empezando a creérselo.

—Que te vaya bien Damián, —dijo mientras cogía las maletas, advirtiendo que la conversación se había tornado demasiado tensa y que, pese a no pretender juzgarla, no había parado de hacerlo, no obstante, era algo con lo que ya contaba. Por otro lado, se alegró de tener la valentía de exteriorizarlo por fin ante él, considerando que en un primer momento no estaba tan segura, pero cada vez estaba más convencida, y eso le estaba sirviendo para alejar sus demonios y convencerse a sí misma de que, aunque determinados actos tenían sus consecuencias, habían sido sus decisiones, para bien o para mal.

Sheila dejó las maletas en el suelo otra vez y le dio las llaves del piso, y pese a su enfado, le dio un beso en la mejilla. A continuación las cogió de nuevo y se despidió con un adiós, pulsó el botón de llamada del ascensor, esperó a que subiera, y Damián salió al rellano.

—¿Vas a volver a verle? —preguntó.

—No es asunto tuyo.

—¿Eso es un sí?

—Interprétalo como quieras.

—Entiendo pues que lo es.

Sheila lo miró sin afirmarlo, pero tampoco sin desmentirlo.

—Creo que ya se me han disipado mis dudas, —agregó.

—Sí, supongo que sí, ¿algún otro veredicto? Porque no has hecho más que juzgarme.

Damián no quiso cruzar el umbral de la puerta y meterse en casa sin responder a la pregunta.

—Creía conocerte durante todos estos años, pero me equivocaba. No te conozco en absoluto. O te has convertido de la noche a la mañana en algo que no eras.

—¿En qué me he convertido? Puedes decirlo, —le retó.

—En una mujerzuela, y lo malo no es sólo eso, sino que pareces complacida de ello.

Sheila lo miró, ahora sí, con desprecio, se metió en el ascensor, pulsó el botón de bajada y antes de cerrar se asomó para hacerle una última observación en un tono de indiferencia.

—Por cierto, Damián, tu amigo folla como los ángeles. ¡Ah!... Una última cosa. Lleva cuidado al entrar, no tropieces con el marco, —le sugirió mientras cerraba la puerta del ascensor.

(9,79)