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Pigmalión para Marisa (segunda parte): Primaria

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Capítulo anterior:

Pigmalión para Marisa (primera parte): Preescolar

Al día siguiente, muy temprano por la mañana, Marisa me llamó. Reconocí su voz en el acto y temí una bronca de campeonato. Pero no…

-He pasado toda la noche llorando. Llorando sin parar, no he dormido ni un minuto.

-Marisa, lo siento, yo no pretendía en absoluto…

-No tienes que disculparte. La que fue una borde fui yo. Te estabas comportando como un caballero, como un compañero, como un hermano… ¡Ay, no sé ni lo que digo! Y me tuve que dejar llevar por… por no comprendo muy bien qué. Pero lo cierto es que, a medida que avanzaba la noche, iba teniendo más y más claro que tú tenías razón, que tengo que recuperar mi autoestima, mi dignidad… y que tengo que poner el sexo en mi vida. Pero tengo miedo, me da pánico encontrarme con un burro. Manu, ayer me demostraste que, además de ser todo un hombre, eres delicado, amable, comprensivo. ¿Podemos volver a empezar? Pero, esta vez, iríamos un poco más deprisa.

-¿Cuánto más deprisa? -al punto me arrepentí de la pregunta.

-Lo dejo a tu criterio, me entrego completamente a ti, lo que tu digas que haya que hacer será lo que se hará. Pero quiero que vengas, quiero que volvamos a empezar. Por favor.

-¿Cuándo te va bien?

-Por mí, como si vienes ahora.

-Tengo dos cosillas que resolver. ¿Te va bien que aparezca a las diez?

-A las diez, pues

-Perfecto.

-Manu…

-¿Qué?

-Un beso.

Tuve que pedir favores y mover alguna influencia para que me abriesen a las ocho de la mañana una tienda; me llevé lo que me interesaba y lo metí en mi inseparable mochila urbana. Iba vestido de una manera más informal que el día anterior: unos vaqueros, una t-shirt y unas zapatillas deportivas sin calcetines. Fui a mi oficina, dejé resueltos los dos asuntos que tenía pendientes y le dejé una nota a mi ayudante diciéndole que no iría a la oficina en todo el día, que no me llamara si no había fuego y que cualquier cosa que tuviera que decirme me la pasara en un mensajillo por el móvil, pero que tuviera en cuenta que no sería atendida probablemente hasta mucho rato después. Decidí tomar un taxi y dejar el coche en el garaje, no fuera a correr el alcohol -lo dudaba mucho, pero...- y a las diez en punto estaba llamando al timbre de casa de Marisa.

Me abrió la puerta y me recibió con una sonrisa. Iba mucho mejor vestida, con una blusa de color salmón y una falda de tubo azul marino que le llegaba hasta las rodillas. Calzaba zapatos de tacón. Tal como había supuesto, vestir bien disimulaba un poco, no totalmente, pero sí lo suficiente, su incipiente obesidad. Se había maquillado ligeramente, se había dado un toque de sombra de ojos y se había pintado los labios -por cierto, muy bonitos-de un suave color fucsia. Casi parecía otra, no tenía nada que ver con el marujón del día anterior.

La cogí suavemente por la cintura, sin hacer fuerza, y le di un beso en la cara, cerca de los labios, pero sin tocárselos, y ella me devolvió otro parecido, poniendo una mano sobre mi hombro. Fuimos al salón, y lo primero que hice fue entregarle el paquete que contenía lo que había comprado en la tienda.

-Ya sé que lo apropiado serían unas flores. Ya llegarán. Pero lo principal, hoy, es conjurar traumas y para ello vamos a empezar por lo más sencillo, por el más tonto de los problemas.

Ella abrió el envoltorio y apareció una caja, dentro de la cual había un ordenador portátil (y no precisamente de los más básicos: cuando hago las cosas me gusta hacerlas bien).

-¡Ay, qué bien! Bueno, oye, ya te daré el dinero, que ahora mismo…

-No te preocupes, es un obsequio. Para hacerme perdonar lo bruto que estuve ayer.

-¿Bruto? Para hacerme perdonar lo estúpida que estuve yo, tendría que regalarte a ti un supercomputador de esos que tienen en la NASA.

Nos reímos con ganas. Me ofreció un café, que yo rechacé y se quedó como rígida, imagino que pensando cómo romper el hielo, así que me adelanté.

-Ven vamos al sofá, pero hoy lo haremos de otra manera. -Una vez en el sofá, tomé sus manos, la miré fijamente y le di un muy suave piquito en los labios-Olvida todo prejuicio ¿vale? Sólo piensa una cosa: eres una mujer y yo soy un hombre; todo lo que podamos hacer es perfectamente natural, es perfectamente sano, no hay nada reprochable en ello, desde ningún punto de vista normal y racional ¿de acuerdo? Iremos poquito a poco, para que puedas ir haciéndote cargo de la situación. Pero si te apetece algo, hazlo o pídeme que te lo haga, sin tapujos de ningún tipo. Nada me parecerá sorprendente, nada me parecerá aberrante, nada me parecerá… reprochable. ¿Vale? También si te hago algo para lo que no te sientes preparada, me lo dices y me paro. No habrá enfados, no habrá malas caras. Me lo dices, me detengo y vamos a otra cosa. ¿Está claro?

Marisa asintió. Le rodeé los hombros con mi brazo y empecé a besarla. Un desastre: besaba una boca hueca, pero al tercer o cuarto morreo pareció comprender y empezó a participar ella también; muy rudimentariamente, muy mal, pero todo se andaría. Mientras la besaba iba acariciándole el costado y mi mano pasaba subrepticiamente por el lateral de su pecho; la primera caricia le provocó un respingo, pero no dijo nada y yo seguí, muy suavemente, como quien huele una flor, nada de devorarla. Cuando dejó ir un leve gemido -estaba empezando a experimentar placer y no se resistía a él-empecé a besarle el cuello bajando por él poquito a poquito. Ella volvió a gemir; tenía los ojos cerrados. Yo seguí besando su cuello muy despacito y entonces ella me acarició la espalda, primero sobre la camiseta y después debajo de ella.

Entonces me la quité y quedé con el torso desnudo. Ella abrió mucho los ojos, no sé si sorprendida o maravillada de que ese torso fuera ahora suyo. De una manera torpe, pero muy suave y cariñosa, me acarició el pecho con una mano para después rodearme el cuello con un abrazo. Yo iba bajando mis besos hasta terminar su cuello y pasé a lamerle suavemente las clavículas y ella empezó a respirar más profundamente. Con mucha suavidad, casi con disimulo, empecé a desabrocharle los botones de la blusa; no sé si ella se dio cuenta o no, pero no hizo el menor gesto de rechazo o de resistencia. Volví a subir y a besarle los labios nuevamente y, al mismo tiempo le abrí la blusa y le acaricié un pecho por encima del sostén. Se puso rígida, pero no se resistió y siguió gimiendo levemente.

Tal como temía, sus pechos tenían poco de firmes. Incluso con el sostén de por medio se adivinaba una fofez que no los hacía, precisamente, los más apetecibles del mundo, pero como se trataba de dar prioridad a su placer sobre el mío, continué. Ella parecía ya entregada. Seguía con los ojos cerrados, y eso, que me había hecho gracia al principio, como signo de que ella intentaba disfrutar al máximo de su placer, me empezó a parecer inhibición, como una suerte de resignación ante el inevitable sacrificio.

Por tanto, pasé más al ataque. Me separé de ella y eso la sorprendió y abrió los ojos. En ese momento, en dos o tres cortos movimientos, me desnudé ante ella. Puso una cara como de sorpresa…

-Bueno, no te asustes, de hecho ya me viste ayer, no ves nada nuevo -bromeé

Ella sonrió, quizá un tanto forzadamente. Entonces volví a sentarme a su lado, esta vez indisimuladamente pegado a su cuerpo, y le quité la blusa. Mi polla no estaba erecta, todavía, pero ya apuntaba maneras y ella se dio cuenta.

-Recuerda que no tienes que pedirme permiso para nada. Ni para ver… ni para tocar. Eres mía y soy tuyo.

No quería llevar sus manos a mi pene, eso quedaba feo. Pero quería dejarle claro que si le apetecía tocarlo –porque otra cosa ni se me ocurría ni seguramente se le ocurriría a ella- tenía completa vía libre. De modo que continué con la maniobra de desnudarla. Le bajé despacito la cremallera de la falda y desprendí el corchete que la aseguraba. Después tiré del extremo inferior de la prenda y ahí llegó una señal estupenda: ella levantó el culo para facilitarme la maniobra. La abracé y volví a besarla, pero esta vez los corchetes que desprendí fueron los del sujetador. También ahí, cuando ella lo notó desabrochado, facilitó la maniobra de desprendérselo encogiendo los hombros. Y, sí, tal como me había temido y medio comprobado, sus pechos eran una auténtica pena: planos, caídos, con muy poco volumen. Pero, claro, se los acaricié y ella me abrazó y me besó compulsivamente. Bueno, iba bien la cosa. Realmente, el hecho de desnudarme totalmente el primero, ayudó mucho a desinhibirla. De haber esperado a desnudarme yo después de desnudarla a ella, la cosa no hubiera ido tan ágil. Masajeé sus tetas mientras la iba besando y entonces pasó, mejor dicho, pasaron, dos cosas estupendas: ella bajó su mano y me aferró la polla y ésta se me puso tiesa y dura, para admiración de Marisa.

-¿De qué te sorprendes? Cada vez que una señora me la toca, se me pone así. Yo diría que nos pasa a todos los hombres heterosexuales sanos.

-Pero es muy grande -respondió en todo admirativo-y se te ha puesto muy dura.

-Pues apúntate ese tanto: no me la ha puesto así ni esa lámpara ni ese sillón. Me la has puesto tú.

Se lanzó a besarme muy apasionadamente -y aún muy torpemente-pero no me soltó la chorra ni un momento, así que decidí que era el momento de bajarle las bragas y dejarla a ella también completamente desnuda. En cuanto tiré del elástico de sus bragas –con pretensiones de monería, pero muy parecidas a las que probablemente llevó mi abuela-ella levantó el culo y permitió que se las quitara sin más. Como era de esperar, el pubis estaba completamente cubierto de pelo, pero no tenía mal aspecto, formaba un triángulo bien alineado. Alabé a la naturaleza por ese estupendo «trabajo», ya que me parecía del todo imposible que Marisa se hubiera hecho recortar el vello púbico. Le lamí los pezones –nuevo respingo- y fui bajando por su cuerpo; me detuve un par de vueltas sobre su ombligo y seguí bajando, pero desvié la lengua hacia su muslo mientras con los dedos de una mano jugueteé con su vello y le acaricié los labios externos. Empezaba a tener muy húmeda esa parte, buena señal. Esa mujer estaba experimentando esas sensaciones por primera vez en su vida y era importante que todo ese juego no terminara en una decepción.

Decidí que antes de penetrarla -acto que necesariamente le traería malos recuerdos-le haría alcanzar su primer orgasmo de otra manera. Así que sugerí que nos fuéramos a la cama y ella me llevó a su cuarto. En el breve camino hacia esa estancia, pude ver que su culo, si bien prominente, todavía era excitante, igual que sus muslos. Tenía un par de michelines -todavía simpáticos, pero por poco tiempo-en la cintura y sus gemelos eran un poco exagerados para sus finísimos tobillos.

Nos estiramos en la cama colocados de lado uno frente al otro. Nos besamos, le acaricié las tetas y ella me acarició a mí desde el cuello y poco a poco fue bajando hasta aferrarme de nuevo la polla. Le había tomado querencia al juguete. Bueno, yo hice más o menos lo propio y empecé a acariciarle el coño, primero por el exterior y después empecé a trabajar la vulva. Ahí sí que aceleró su respiración y sus convulsiones de manera muy notable. Estaba mojadísima , hasta el punto de que estaba empapando las sábanas. La puse boca arriba y empecé a acariciarle la zona periclitoridiana; ella ya empezaba a dar gemidos más fuertes y, además, su cara estaba enrojeciendo, así que fui directamente al clítoris, con el dedo corazón sobre él y el índice y el anular sobre las paredes interiores de su vulva. No tuve que trabajar mucho. Sus convulsiones pasaron a ser enormes, sus gemidos ya eran gritos y me estaba exprimiendo la polla hasta casi hacerme daño. Dejó ir un claro chorro de líquido y pareció que le acontecía un terremoto:

-¡Madre mía! ¡Dios mío! ¡Ayyy!

Dio una última convulsión, muy grande, cerró las piernas muy fuerte, dejando atrapada mi mano y quedó completamente relajada, salvo por su respiración sincopada. Pude sacar mi mano, pero no mi polla de la suya, que mantenía aferrada. Se volvió hacia mí con expresión de haber acabado de parir y los ojos entrecerrados, la acaricié en la cara y le di algunos besos.

-Ha sido maravilloso, Manu, nunca había sentido eso.

-Esperemos que sea el primero de muchos -respondí.

-¿Y tú? -cayó en la cuenta de golpe- Te has quedado a medias.

-Bueno, yo no soy importante. Lo esencial, hoy, eras tú; se trataba de que descubrieras una nueva dimensión de la vida y creo que lo has conseguido.

-Lo has conseguido tú: eres maravilloso. Pero no quiero que te quedes así y, además, aún tenemos algo pendiente: quiero que me penetres.

-¿Estás segura? ¿Estás completamente segura? Mira que…

-Tengo que superarlo, Manu, y si no es contigo, no sé con quién podrá ser.

-Adelante, pues…

La dejé descansar un rato, ya no tenía importancia, con el orgasmo que había tenido, seguro que ya había resuelto, ni fase de meseta ni leches. Cuando la vi relajada, ataqué de nuevo, con besos, caricias en los pechos, en el vientre, en el culo, y de nuevo volví al coño y a la vulva, para ver si me repelía o me aceptaba. Vi que no había problema, de modo que la acaricié para excitarla más y en un determinado momento, ella misma me lo pidió:

-¡Éntrame! ¡Fóllame, cariño! Que no aguanto más…

Me coloqué sobre ella alzándome inclinado sobre los brazos, coloqué mi pubis sobre el suyo y mi polla buscó su vagina. La encontré fácilmente, porque la tenía muy abierta y ancha -cosa rara para una mujer que no había parido y ni siquiera había follado-y la penetré despacio, suavemente, disfrutando el momento pero, sobre todo procurando que, en la medida de lo posible, ella lo disfrutara también. Y sí: bombeé suavemente, aunque esta vez no gemía, parecida muy concentrada en sentir, lo que no sé es si esperaba sentir dolor o placer, pero no daba muestras de rechazo ni de dolor alguno, así que continué. Poco a poco fui incrementando la cadencia, ella parecía muy concentrada, con los ojos cerrados y muy apretados, los labios fruncidos, y en un momento dado, comenzó a gemir y a enrojecer. Entonces aumenté la cadencia del mete-saca y, además, apuré más el recorrido de mi polla dentro de su vagina, hasta casi sacarla para después metérsela a fondo en cada bombeo. En un momento dado, noté una vibración en su pubis, intensamente transmitida al mío, y vi que ella abría la boca y lanzaba un gemido enorme. Fue una sensación tan estupenda, también por mi parte, que dejé de contenerme y me corrí dentro de ella, experimentando un gran placer.

Caí de bruces sobre la cama y unos minutos después noté cómo ella me acariciaba el culo y me besaba la nuca muy amorosamente.

-¿Estás vivo, muchacho?

-Mmmmm, yo sí. ¿Y tú? ¿Qué tal estás?

-Yo estoy todavía levitando. Manu, lo que has hecho hoy es muy grande, muy grande para mí.

-No, la que ha hecho hoy algo muy grande has sido tú. Empezaste a hacerlo tú sola esta noche y lo has completado ahora, durante la mañana. Eres un pedazo de mujer como la copa de un pino. Has superado un trauma bestial que muy pocas pueden quitarse de encima.

-Porque pocas tienen un Manu, el compañero más maravilloso que una pueda meter en su cama.

Todavía echamos un par de polvos más, muy despacito, tranquilos, jugando, besándonos; le enseñé algunas caricias y algunos trucos y casi conseguí que besara correctamente. Le quedaba aún mucho recorrido y aún había muchos prejuicios que quitar de en medio (felaciones, posturas y demás) pero ya estaba bien encarrilada.

-Manu, ahora no puedes dejarme. Tienes que acabar de enseñármelo todo, que pueda meterme en la cama con cualquier hombre y no tenga que rechazar ningún tipo de caricia. Si quieres, le pido permiso a Alicia.

Me reí ante la idea.

_______________

Cuando volví a casa llamé a Alicia y casi no me dejó hablar:

-¡Caramba, el gran follador! ¡Anda que menudo trabajo has hecho hoy!

-¿Qué? ¡Cómo! Pero… ¿cómo lo sabes?

-Pues porque me ha llamado Marisa y me lo ha explicado todo. Chico, yo ya sé que eres bueno en la cama, pero si la oyes hablar a ella, da la impresión de que se ha acostado con el mismísimo Supermán.

Me quedé de piedra. No sabía cómo interpretar el hecho de que ambas se comunicaran y se transmitieran una a otra mis habilidades (¡o mis debilidades!) sexuales. En fin, yo ya había cumplido y el ejercicio ya se estaba complicando excesivamente.

Continuará en:

“Pigmalión para Marisa (tercera parte): Secundaria”

(9,65)