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Placeres peligrosos

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El hospital la mantuvo ocupada toda la semana sin dejarle opción a pensar en otra cosa que no fueran las operaciones programadas, por lo que en ese sentido el cansancio había evitado que hiciese sus salidas nocturnas, pese a que de tanto en tanto sus pensamientos evocaran su último polvo con un amante que había sido realmente bueno. De todos modos su intención era no repetir más de una vez con el mismo, por consiguiente, así era más fácil evitar algún vínculo emocional, del mismo modo que era un modo de que su identidad permaneciese en el anonimato. No quería tener relaciones con ningún otro médico del hospital, pues a ojos de todos, ella disfrutaba de un dichoso y próspero matrimonio, incluso para su esposo, todo indicaba estar en orden. En cambio, la verdad distaba mucho de las apariencias.

Aunque Alberto siempre parecía estar a su disposición, Cristina salía igualmente en busca de un buen polvo para satisfacer unos deseos irrefrenables que en la monotonía del matrimonio no encontraba. Sólo sexo, sin más complicaciones, y con ello apaciguar a la bestia que se agitaba en su interior.

Su trabajo de neurocirujana le permitía encontrar las coartadas para sus aventuras. Cuando quería echar un polvo fingía una urgencia y salía entrada la noche en busca de algún candidato que casi siempre encontraba. Su marido no se cuestionaba la falsedad de ciertas urgencias porque toda la vida habían existido. Sin embargo, en los últimos meses el volumen de ellas se había incrementado significativamente, no obstante, en ningún momento barajó la posibilidad de que su esposa le estuviese engañando, sino todo lo contrario, tenía plena confianza a pesar de los diez años de matrimonio que ya llevaban a sus espaldas. Por lo tanto, para Alberto la relación iba viento en popa. Amaba y deseaba a su esposa por igual. Se congratulaba que fuera tan activa sexualmente, lo que no sabía era hasta qué punto.

Solía frecuentar varios pubs, tomaba una copa y no tardaba mucho en tener compañía y si ésta le agradaba acababa en la cama de su rondador, e incluso a veces en el coche. La última vez fue en el capó del coche en un descampado en lo alto de una montaña con vistas a la ciudad. Aquello fue un polvazo digno de recordar que sofocó el volcán durante unos días.

No se vestía demasiado sofisticada, no le hacía falta. Sólo se ponía su ropa de calle y con eso era más que suficiente. Su porte y su percha hacían el resto.

La estrategia de esa noche fue la misma. Se duchó, a continuación hizo sonar el mensaje para que se oyera, se vistió y se despidió de su marido con un beso.

No había mucha gente en el local. Los miércoles por la noche eran bastante tranquilos. Sólo una pareja haciéndose mimos en un reservado, alguien que desahogaba sus penas en la barra junto a un whisky y dos amigos jugando al billar.

Cristina se sentó en la barra y pidió un gin tonic, automáticamente los dos hombres repararon en ella. Ella también los miró furtivamente evaluando la mercancía, y en principio no encontró nada que mereciese la pena. Los dos hombres parecían un tanto desaliñados y sus modales no eran muy protocolorarios, prueba de ello era la indiscreción en sus miradas examinando a la atractiva mujer que estaba en la barra buscando algo más que un gin tonic. A esa conclusión llegó el más charlatán que, después de susurrarle algo a su compañero se dirigió hacia ella, al parecer, con sus mismas intenciones, pero a la dama, el desaliñado conquistador no le gustaba tanto como para follárselo. Cristina no era muy remilgada, pero había unos mínimos.

Jorge se presentó y Cristina educadamente también le dijo su nombre. El hombre se percató de su anillo y dedujo que estaba casada, lo cual era indicativo casi inequívoco de que aquella mujer buscaba algo más que un gin tonic, por tanto desplegó sus dotes de conquistador en las que parecía muy capaz de desenvolverse perfectamente gracias a su verborrea, mostrando pues una retahíla de frases ingeniosas que a Cristina le hicieron desplegar una encantadora y cautivadora sonrisa, y eso podía ser un indicio de tener alguna posibilidad con aquella mujer madura de treinta y ocho años que en un principio parecía inalcanzable. Ahora bien, ella sabía, y ya lo detectó a distancia, que aquellos dos patanes no eran de tener muchas luces. En cualquier caso, Jorge no le cayó mal y decidió seguirle el juego, dado que sus opciones en esos momentos eran exiguas, y ante la receptividad de ella, su donjuán se animó a seguir con el parloteo hasta que decidió ir un paso más allá.

Cristina estaba sentada en el taburete junto a la barra bebiendo pequeños sorbos de su gin tonic y Jorge permanecía de pie junto a ella. Su dedo se posó en su pierna a través del vaquero y se deslizó por él unos centímetros a modo de insinuación por comprobar hasta donde llegaban sus posibilidades, sin embargo Cristina seguía sin encontrarle ninguna virtud al hombre que se le estaba insinuando, sólo el palique con el que se valió para llevar a buen puerto su cortejo. No obstante, no le pareció un motivo suficiente para fornicar con él. Cuando estaba decidiendo que iba a marcharse (quizás a otro pub), el otro amigo se unió a la charla o lo que fuera que estuviese haciendo su compañero. Por lo que pudo comprobar, su aliado estaba yendo más lejos de lo que cabía esperar con aquella sofisticada dama y él no quería quedarse atrás.

Se presentó diciendo que se llamaba Julián y Cristina le devolvió el saludo cortésmente. Si Jorge no le gustaba físicamente, Julián aún le gustaba menos, pero la verdad era que había salido caliente de casa con la intención de echar un polvo que aliviara su entrepierna, y se iba a marchar igual o peor que había salido. Reflexionó unos instantes y ponderó la idea de fornicar con dos tíos a la vez. No lo había hecho nunca, aun cuando la idea la había seducido en más de una ocasión, de modo que después de tomarlo en consideración unos segundos, echó el resto y dijo: –qué caray—. El hecho de haber estado a pan y agua durante una semana fue determinante para tomar la decisión de follarse a esos dos patanes.

Julián lo tenía claro. Ante él tenía a una dama realmente atractiva que superaba todas sus expectativas, y era consciente de lo que se le presentaba. Nunca hubiese imaginado que la noche acabaría acostándose con semejante diva.

Julián era un poco más bajo, vestía tejanos, al igual que su amigo, y una camisa a cuadros bastante chabacana. Tenía 37 años y Jorge 38, era moreno con unas pronunciadas entradas en las sienes. No era guapo, no era atractivo, ni siquiera resultón.

—¿Qué estoy haciendo? —se preguntó todavía con ciertas dudas.

Cuando las presentaciones estuvieron hechas y las vocecitas acalladas, decidieron ir a un piso de Jorge que, según contó, era de una tía suya que estaba en el asilo, y probablemente él lo utilizaba como picadero. Aquel lugar le pareció de lo más sórdido y volvió a preguntarse qué coño estaba haciendo.

Julián parecía mucho más respetuoso. Jorge abrió la puerta y entró directamente a la vivienda, por el contrario, su amigo le cedió el paso a Cristina, mostrándose más caballeroso. Caminaron por un largo pasillo de paredes altas en el que las baldosas se movían al pisarlas. Llegaron a un cuchitril de habitación donde posiblemente habitaba una gran variedad de fauna de lo más variopinta. Jorge encendió la lamparita, que más bien parecía un candil, (por su luz) que una lámpara. Aquella habitación olía a sexo y a semen rancio, y eso le provocó un desconcierto y cierto rechazo, pero ya no había vuelta atrás. Al menos agradeció comprobar que las sábanas estaban limpias, aunque con rodales amarillentos muy reveladores. Dejó el bolso en el butacón sin saber muy bien qué hacer. Estaba nerviosa, su libido se había esfumado. Hizo un esfuerzo mental convenciéndose a sí misma de que al fin y al cabo era lo que quería. Había salido a echar un polvo y ahora posiblemente no iba a ser solamente uno, sino que la iban a poner tibia.

Fue Jorge quien dio el primer paso. Aferró su nalga a través del pantalón vaquero cerciorándose del firme trasero que estaba a su disposición. Y no sólo su trasero, todo su cuerpo era enteramente para ellos en ese momento.

— ¿Qué me dices Julián? ¿Qué te parece ésta casada? —le preguntó a su amigo.

— Está buenísima, —contestó Julián al mismo tiempo que le cogía la otra nalga a Cristina.

Ella estaba en el centro y ellos, uno a cada lado, se apropiaba de una nalga y una teta, compartiendo aquel regalo caído del cielo como buenos amigos. Cristina empezó a notar las caricias de ambos y su libido regresó. Decidió que ella también quería ser parte activa de la fiesta. Sus partes íntimas eran atendidas por aquellas cuatro manos que emulaban los brazos de un pulpo. Cristina deslizó las suyas hasta alcanzar sus paquetes.

— A esta madura le gustan las pollas más que a un niño los caramelos. ¡Vamos, agáchate que tienes dos pollas esperando! ¿no es lo que querías? —le dijo Jorge, sabiendo que aquella mujer había salido a buscar sexo y sabía muy bien lo que quería, pero a Julián le resultaba incómodo que le hablase de forma tan vulgar a Cristina, pese a ello, a ella parecía no importarle sus toscos modales. Se puso de cuclillas frente a las dos jorobas y empezó a sobarlas. Jorge se desabrochó el tejano y saco un miembro de buen tamaño y completamente erecto. Por su parte, Julián extrajo el suyo y se lo plantó en la cara, y no tuvo dudas en darle un notable a aquella verga que apuntaba a su rostro. Las dos eran dos pollas más que aceptables, pensó. La de Jorge era rígida como un palo y la de Julián tenía una curvatura hacia delante y una inflada vena recorría toda la extensión de aquella torcida vara. Se apoderó de los dos miembros. Era la primera vez que tenía dos en la mano y empezó a moverlos despacio, como si quisiera familiarizarse con ellos y, después de unos cuantos meneos, su boca babeó ansiosa y no se demoró en acogerlos para su disfrute.

Jorge cogió su verga y empezó a golpearle en la cara con ella y pronto se le unió Julián haciendo lo mismo. Cristina intentaba coger ambas con la boca mientras bizqueaba y, finalmente, se ayudó de la mano.

— ¡Menudas pollas tenéis, cabrones!, —dijo totalmente desinhibida.

— Sí. Si te portas bien, obtendrás tu premio. ¡Vamos, levántate! Es hora de follar, —le ordenó Jorge.

Cristina se levantó, y entre los dos la desnudaron completamente. Julián contempló fascinado el cuerpo de Cristina, quien lograba deslumbrarle un poco más cada instante que pasaba. Ahora viéndola completamente desnuda no podía creer que aquella atractiva mujer estuviese a su merced. Jorge la tumbó en la cama y le abrió las piernas ofreciéndosela a su amigo.

— ¡Vamos! ¡Estrénala! Te cedo el honor.

Julián babeaba y sonrió acercándose a la bella dama que le esperaba abierta de piernas, y fue penetrándola lentamente hasta que hizo tope, arrancándole un elocuente gemido. Sintió el calor y la humedad del interior de aquella diva que empezaba a gozar de sus acometidas, pero la cópula fue breve y a Julián pronto le quitaron el caramelo de la boca, ya que Jorge se impacientó y quería participar de la fiesta.

— ¡Está bien, salte ya! Es mi turno, —reclamó.

Julián se retiró para cederle el puesto a su amigo y este no tardó en colocarse encima de ella, presionando su miembro en su abertura. Julián se masturbaba mientras tanto viendo como su amigo penetraba a Cristina como un energúmeno totalmente exaltado y ella gozaba de aquel semental gritando como una posesa en cada embate.

— Déjame a mí ahora, —le recriminó Julián.

Jorge abandonó el orificio y la puso de espaldas, mostrándole a su amigo el prodigioso culo de Cristina y la hermosa raja que asomaba por debajo sin un solo pelillo en la zona de los labios. Tan sólo una pequeña franja muy bien depilada adornaba la zona del pubis.

— ¡Mira qué madura! ¿Has visto alguna vez algo igual?

La vista era espectacular y a Julián se le salían los ojos de las órbitas ante la inigualable panorámica.

— ¡Aparta! —lo empujó a un lado como si fuese un estorbo y la penetró nuevamente, aferrándose a aquellas nalgas en forma de corazón capaces de hacerle perder la cordura a cualquier hombre. Julián inició un movimiento constante dentro de ella y ambos empezaron a jadear al unísono. Jorge se arrodilló delante de ella para que mantuviera su boca ocupada, al mismo tiempo que su amigo se deleitaba en la retaguardia.

— ¡Vamos!, es mi turno, —le reprendió ahora Jorge a su amigo, que parecía no querer abandonar aquella privilegiada posición.

— ¡No!, —se quejó Cristina. Estiró la mano y se aferró a su culo para que no saliera, pues su orgasmo era inmediato, de modo que Julián siguió aplicándole el movimiento percutor en el sexo de aquella diosa.

La ergonómica verga de Julián encontraba recovecos que no lo hacían otras y con ello, conseguía estimularle otros puntos secretos, logrando así arrancarle un intenso orgasmo, y mientras gemía de placer, se abandonó con ella sin contemplar si aquella mujer podía quedarse embarazada. Sin embargo, en aquellos momentos, a Cristina parecía no importarle y seguía gimiendo con aquel incesante clímax. Al mismo tiempo, Jorge empezó a menársela delante de su cara para acabar lanzando una metralla de esperma sobre su cutis. El orgasmo de Cristina remitió a la vez que el semen de su otro amante dejó de impactar en su rostro. Ella se recostó a un lado, totalmente impregnada de la pegajosa sustancia. El artífice de la portentosa corrida acercó su miembro morcillón y le restregó el abundante vertido de su cara a su boca para que fuese tragándoselo.

Cristina se levantó y fue al lavabo a limpiarse la viscosidad de su cuerpo y los dos amantes cambiaron las sábanas mientras comentaban la hazaña.

— Su marido tendrá que agacharse para pasar por la puerta, — si le vemos por ahí seguro que sabemos quien es. Debe parecérsele al padre de Bambi, —comentó con socarronería.

Julián echó una carcajada y siguió con la broma.

— ¿Y tu mujer y la mía qué son entonces? ¿gacelas? —le recordó Julián.

Cuando volvió Cristina del aseo, las sábanas ya estaban cambiadas, cosa que agradeció porque sabía que aquello no había hecho más que empezar. Julián la miró y se extasió de su atractivo. Se dijo a sí mismo que era el tipo más afortunado del mundo por tener la oportunidad de poder hacer el amor con una mujer tan bella y de su clase. No sabía quién era, pero se notaba en su porte, en su forma de vestir y en su forma de hablar que no era cualquier putanga que se encontrase uno por la calle, sino que era evidente que pertenecía a la alta alcurnia. Cristina irradiaba sensualidad por todos sus poros y Julián se quedó disfrutando de la desnudez y de su figura tan bien conservada.

Los dos hombres estaban sobándose mientras la observaban. Al mismo tiempo Cristina miraba cómo sus órganos iban ganando firmeza de nuevo. Jorge se acostó en la cama ofreciéndole su hombría ya casi en plena erección, y Julián se acostó a su lado ofreciéndole la suya. La elección fue difícil para Cristina y sus pensamientos se escucharon en voz alta.

— ¡Vaya trancas! —dijo mordiéndose el labio inferior.

— Ya sabemos que tu marido no da la talla. Estamos aquí para solucionar eso, ¿verdad, zorrona?

A Julián le resultó de nuevo incómodo y ofensivo que fuese tan insolente con aquella inusual mujer que estaba calando hondo en su ser, pero a ella pareció no importarle su lenguaje insultante cuando vio que se aproximaba a ellos gateando y ronroneando, ávida de los rabos que iba a devorar. Cogió ambos a la vez, metiéndose primero el de Jorge en la boca para luego ir intercambiando objetivos. Cuando ya los tres estaban más que excitados, Cristina se montó encima de Jorge, saltando sobre él y gimiendo al compás de su cabalgada. Acercó sus labios y le besó, a pesar de sus reticencias iniciales.

Jorge empezó a moverse dentro de ella mientras Cristina saltaba sobre él coordinando los movimientos. Julián se puso en pie y le tapó la boca para que se alimentara con su salchicha a la par que ella galopaba sobre su amigo. Los tres estaban disfrutando en su emplazamiento, pero Julián volvió a acostarse reclamando las atenciones vaginales de la codiciada dama.

— ¡Sube ahora encima mí!, —la alentó.

Cristina abandonó el poste sobre el que brincaba y cambió de montura para continuar cabalgando sobre Julián. Las manos de éste se deslizaron por su escultural cuerpo. Recorrieron sus nalgas, su cintura y sus pechos. Su boca atrapó los pezones, succionándolos y mordiéndolos. A su vez, Cristina gemía disfrutando de aquel potro salvaje al que tan evasiva se había mostrado al principio. Estaba en el séptimo cielo gozando de sus embates y de sus caricias, cuando otras manos embadurnadas empezaron a hacer incursiones en su pequeño agujero. Jorge se había lubricado los dedos y estaba colocando gel lubricante en el ano de Cristina para empezar a dilatar su ojete. Mientras seguía moviéndose encima de Julián y éste se deleitaba, su amigo estaba haciendo el trabajo sucio de dilatar el pequeño agujero para poder albergar su miembro allí. Cristina sabía que había llegado el momento tan esperado y tan temido al mismo tiempo. Jorge se impacientó. Se puso en cuclillas y le introdujo la punta haciéndola gritar de dolor, no obstante, siguió intentando introducir el trabuco en el pequeño agujero sin la dilatación previa, aumentando la presión en cada empujón. El placer del miembro de Julián no lograba aplacar el dolor que sentía con el de Jorge, y los gritos de Cristina eran cada vez más sonoros y, posiblemente traspasaban las cochambrosas paredes. Su agresor ya había insertado casi la mitad e inició un movimiento más rápido. La cogió del pelo mientras empujaba, de modo que pronto los tres amantes se encontraron disfrutando de un estupendo sándwich.

— ¡Vamos, puta! ¡Mueve tu culo como sabes! ¡Disfruta de este sándwich de carne que en casa sólo te dan ensalada!

El que tomaba las riendas era Jorge, que era el que tenía la posición más privilegiada y controlaba los movimientos. Fue incrementando progresivamente el ritmo al tiempo que Cristina gritaba por el dolor mezclado con el placer que ambas penetraciones le causaban. El placer fue incrementándose gradualmente, y el dolor remitiendo, de tal forma que empezó a gozar de la verga que le estaba reventando el ano, junto al placer que percibía en el orificio convencional. Eran sensaciones diferentes y placenteras las dos.

— ¿Estás gozando, zorra? ¡Dime que gozas o te la saco, cabrona!

— ¡No me la saques! ¡No me la saques! ¡Folladme, folladme toda! ¡No paréis, cabrones!, —rogó totalmente desatada.

Cristina estaba encendida. La imagen de su marido cruzó por su mente por un instante y lo visualizó masturbándose y deleitándose, viendo como aquellos dos garañones la reventaban por dentro, todo ello, producto de su mente calenturienta y del placer que sus dos amantes le estaban dispensando. Aquel placer era nuevo para ella y después de veinte minutos martilleándole los dos agujeros, Cristina sintió que iba a tener un orgasmo y empezó a mover el culo con más brío, gritando a los cuatro vientos su inmediato clímax.

— ¡Me voy a correr! —bramó.

Y lo hizo con un orgasmo vaginal extraordinario, a la vez que colosal, que arrastró a Julián al suyo cuando su vagina empezó a convulsionar, succionándole el miembro como si su conducto fuese una aspiradora. Jorge siguió bombeando en su ano como un poseso. El miembro de Julián perdió su rigidez y se apartó después de haber finalizado su tarea. Mientras tanto, Jorge iba a por su orgasmo y se movía enérgicamente. Cristina no paraba de gozar a pesar de haberse corrido. Ahora el placer era distinto y seguía disfrutando de una formidable sensación en su esfínter, cada vez más intensa. Jorge gritó. Cristina se sorprendió porque también estaba a punto, a pesar de que acababa de tener un orgasmo vaginal unos minutos antes, y cuando él descargó los lefazos en su ano, ella le acompañó con un fuerte clímax, aunque distinto. Jorge siguió empujando con rudeza hasta que vació toda la carga en su interior, y cuando extrajo el miembro del estrecho agujero, un tremendo pedo se escapó de su esfínter y el semen manó como si fuera una fuente. Cristina estaba tan exhausta que no podía mover ni un solo músculo. Permanecía tumbada boca abajo, totalmente inmóvil y repleta de esperma, tanto por dentro como por fuera, las sabanas estaban encharcadas. Jorge fue a limpiarse y Julián se quedó admirando el cuerpo inerte de Cristina y no pudo evitar acariciarla. Pensó que lo daría todo con el fin de que aquella bella mujer fuese única y exclusivamente para él. Al hacerlo tuvo otra erección, pero ella no respondía a sus caricias. Aquel había sido un polvo increíble para los tres integrantes del trio y Julián entendía lo agotada y entumecida que debía de estar después del trajín al que había sido sometida. Se recreaba en su maravilloso trasero del cual seguían rezumando los fluidos. A pesar del pringue que se extendía por el canal, le pareció el trasero más bello y erótico que había visto en su vida. Le abrió un poco las piernas y le limpió con la sábana toda la zona, tanto el ano como las nalgas. Cristina no se movía y Julián, una vez la hubo limpiado, volvió a penetrarla analmente y, aunque el miembro que le había precedido era de mayor calibre y se suponía que el orificio debería estar completamente dilatado, no fue así. El ojete de Cristina se había cerrado, quizás advirtiendo que su límite había llegado. Al penetrarla, Cristina se quejó y le ordenó salirse, protestando del daño que ahora le hacía, pero él estaba absorto en la tarea de albergar su verga en el soberbio culo que tenía a su merced y no hizo caso a su mandato, confiando en que el dolor era el previo y que el placer pronto haría su aparición, como anteriormente, de modo que siguió en su tarea. Cuando vino Jorge de limpiarse vio a su amigo enculándola de nuevo.

— ¡Pero qué cabrón…! —se quejó Jorge, reparando en que había reanudado la sesión sin él.

Julián seguía a lo suyo fornicando cada vez con más vehemencia, a pesar de las quejas de Cristina. Estaba embelesado sintiendo la estrechez del agujero, pero, al mismo tiempo le hablaba al oído diciéndole frases halagadoras. Le mordía la oreja mientras su miembro entraba y salía de su esfínter. Parecía encontrarse en el paraíso con aquella mujer a la que estaba empezando a amar, cuando Jorge rompió el encanto del idilio —que se había fraguado en su mente— colocándole su verga de nuevo en la boca a Cristina para que se la mamara. La escena de sexo le había excitado y no quería estar al margen en aquella bacanal. Julián empezó a notar cierta incomodidad y, a la vez, unos celos infundados, puesto que deseaba que aquel momento hubiese sido exclusivo de la mujer y suyo. A pesar de que estaba penetrándola contra su voluntad, era de lo más caballeroso con Cristina, o al menos creía que lo estaba siendo. Por contra, Jorge, todo lo opuesto.

— ¡Vamos zorra! Que ahora vas a beber leche y así te ahorras el desayuno de mañana, —le dijo Jorge obviando los modales.

Estaba dolorida, y les suplicaba a ambos que parasen, pero, a pesar de los ruegos, Julián seguía afanado en su tarea con un ritmo cada vez más enérgico, por ende, Cristina apretaba los dientes e intentaba librarse de aquel dolor agudo y constante. Quería que acabase lo antes posible porque ya no estaba disfrutando de aquello. Tanto uno como el otro se habían corrido ya dos veces y estaban en plenas facultades para aguantar durante otro buen rato. Jorge intentaba introducirle todo el miembro en la boca, sabiendo que era imposible. Ella sentía que se ahogaba e intentó zafarse de la polla que la estaba asfixiando.

— ¡Abre la boca, mamona! Y no te quejes tanto.

Julián seguía a lo suyo y, aunque la veía protestar, no podía parar y pasó por alto sus protestas. Quería venirse de nuevo, pero le estaba costando más de lo esperado. Cristina se estaba sintiendo violada. Aquello ya no era consentido. Los dos volvieron a ignorar sus súplicas, por añadidura, Jorge la sacó de su boca y se tumbó boca arriba cogiéndola a ella bruscamente y colocándola encima de él para que lo montara, y Julián se recolocó en su retaguardia, volviéndosela a ensartar en el culo, procurándole ahora un doloroso sándwich que nada tenía que ver con el anterior.

La imagen de su marido cruzó de nuevo por su mente, sin embargo, esta vez fue muy diferente. Le pidió perdón en voz baja a Alberto, como si realmente estuviese sentado en el butacón contemplando como su esposa era ensartada por aquellos dos degenerados, reafirmando así el estado de degradación al que había llegado como mujer.

Ahora sufría aquel suplicio y las lágrimas resbalaban por sus mejillas, estropeando su maquillaje. Aquella tortura duró media hora más entre sollozos y soportando un gran dolor, mas, cuando Jorge estuvo a punto, salió de debajo para ponerse de pie e introducírsela nuevamente en la boca, con la idea de llenársela de semen. Cristina estaba a cuatro patas, Julián seguía detrás de ella que, bajo ningún concepto quería apartarse de aquel receptáculo, puesto que su orgasmo era ahora apremiante después del tormento que significó para ella. Eyaculó en su ano gritando como un animal mientras se vaciaba dentro de ella. Por su parte, Jorge también estaba ya dispuesto y movió su pelvis con más brío y Cristina supo lo que se avecinaba. Seguía llorando, deseando que acabara pronto aquello. Jorge empezó a gritar de placer y a soltar todo un repertorio de insultos hacia ella, humillándola y deteriorando su dignidad todavía más, si eso podía ser posible. Su semen le inundó la boca rápidamente y, sin poder soportarlo, se sacó el miembro que la estaba ahogando, sin embargo, él seguía eyaculando sobre su cara, dejando su rostro compungido totalmente bañado de la abundante sustancia. Cuando hubo acabado le cerró la boca y le tapó la nariz, obligándola a tragárselo todo, arrancándole varias arcadas que acabaron en un vómito.

Sólo después de estar más sereno y recapitular, Julián fue consciente de sus acciones. Al principio todo iba bien, y hubiese sido una noche inolvidable, pero debieron parar cuando ella dijo basta, y respetar el deseo de aquella mujer a decidir y a respetar sus pausas. Tomó conciencia de que pasaron del disfrute a la violación. De haber respetado sus pausas, hubiese sido una tarde inolvidable. Al verla en aquel lamentable estado, Julián se sintió podrido por dentro porque sabía que había sido partícipe de una violación. Y no sólo eso, sino que la violación fue a esa maravillosa mujer que había logrado calar hondo en sus sentimientos.

Cristina se levantó de la cama y se dirigió rápidamente al baño a limpiarse. Sólo tenía ganas de desaparecer de aquel lugar y huir de aquellos individuos. Se lavó superficialmente, se mojó el pelo intentando quitarse como pudo el semen, y luego se secó el cabello con la raída y sucia toalla. Regresó a aquella inmunda habitación donde hacía un momento había sido violada. Se vistió apresuradamente mientras sollozaba, deseando largarse de allí y volver a su casa cuanto antes. Julián estaba apesadumbrado viéndola llorar y haciendo hipos. Se acercó a ella cogiéndola del hombro para consolarla, pidiéndole disculpas en nombre de los dos por su comportamiento.

— Quiero pedirte perdón, no deberíamos…

No le dejó terminar la frase. Se apartó de él manifestando su repugnancia, cogió su chaqueta y su bolso y desapareció de aquel, ahora, infecto lugar. Jorge estaba de pie a su lado encendiéndose un cigarro e intentó restarle importancia al asunto.

— Tranquilo. A esa tía le gustan demasiado los rabos como para estar enfadada mucho tiempo. Se le pasará pronto. Bueno, ¿Qué te ha parecido?

— Esa mujer es increíble. No deberíamos haberla tratado así. La hicimos gozar, y ella a nosotros, pero en algún momento se nos fue de las manos. Debimos respetar sus pausas, —manifestó cada vez más apenado.

Jorge lo cogió del hombro tratando de confortarle.

— No te tortures, se le pasará, —rio—.

Julián no se quedó convencido.

Cuando Cristina salió a la calle caminó durante media hora hasta su casa, pero no podía entrar porque se hubiese delatado, tanto por su aspecto, como por su lamentable estado anímico. Entró por el garaje y agradeció el hecho de tener las llaves del coche en el bolso. Lo puso en marcha y salió del garaje en dirección a su casa de campo en la sierra.

La villa estaba en plena montaña en un enclave privilegiado desde el cual se veía a lo lejos el resplandor de la contaminación lumínica de la ciudad. A Alberto le gustaba la tranquilidad y valoraba la paz y la quietud que se respiraba en el lugar. La utilizaban algunos fines de semana para alejarse del bullicio de la ciudad y relajarse, pero, sobre todo, en vacaciones.

Después de treinta y cinco minutos conduciendo entre lloros e hipos, aparcó el coche y entró en la vivienda, desactivó la alarma, encendió las luces, se dirigió al baño y llenó la bañera. Se desnudó y, al quitarse la ropa interior comprobó que estaba manchada de sangre, la metió en una bolsa de basura junto al resto de su ropa, se metió en la bañera e intentó relajarse y limpiar su cuerpo. Se frotó fuertemente con la esponja y jabón, como si al hacerlo pudiese borrar toda huella de ese momento de su vida, sin embargo, volvió a visualizar la última parte de aquella lamentable desventura, mientras el agua caliente salía del grifo, mitigando sus sollozos. Si necesitaba un motivo o un estímulo para dejar de serle infiel a su esposo, ya lo tenía. Y tenía también claro que no quería volver a pasar por semejante experiencia. Aquella noche podría haber sido perfecta, pero en un instante todo se torció, y eran ahora los momentos aciagos los que pesaban más.

Cuando creyó que se deshizo del hedor y la inmundicia que destilaba su cuerpo salió de la bañera, y mientras se secaba el pelo, el espejo le mostró su deterioro como mujer. Mientras sollozaba, le mostró que había ido demasiado lejos en su depravada y libertina conducta en busca de placeres peligrosos, sin sopesar los riesgos y la fatalidad que su comportamiento podría desencadenar. El espejo le mostró también el resultado de aventurarse en los perversos juegos por los que estaba apostando, sin contemplar que no conocía de nada a aquellos individuos y cualquier cosa podía pasar. Y si necesitaba una prueba para convencerse de que el camino que había tomado no era el más apropiado, ya la tenía.

Se preguntó cómo una reputada neurocirujana como ella había llegado a tal estado de degeneración. Ni ella misma entendía como se había dejado mancillar por aquellos individuos y se sintió sucia por dentro, sin embargo, aquella era una suciedad que el agua y el jabón no podían desinfectar. Ahora se echaba la culpa por abandonar la seguridad de su familia y de su hogar e internarse por el sendero de la lujuria.

Cristina llegó a casa a las tres y media de la madrugada literalmente rota, aunque intentó recomponerse. Se enjugó las lágrimas procurando ocultar que había estado llorando. Rogó para que Alberto no se despertase, ya que no estaba en condiciones de hablar, y mentir no era su fuerte, y menos en su estado. Por suerte dormía profundamente. Cristina se deslizó entre las sábanas intentando no despertarlo, pero abrió un ojo.

— ¿Todo bien? —le preguntó.

— Sí, —mintió de nuevo como venía siendo habitual en los últimos meses.

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