Nuevos relatos publicados: 4

Primer polvo con Lucía

  • 6
  • 48.688
  • 9,72 (32 Val.)
  • 1

Tengo una oficina de representación comercial en mi ciudad, con un par de empleados auxiliares. Trabajamos mucho digitalmente y los empleados pueden realizar parte de su trabajo semanal desde su casa. Ello obliga a tener un sistema informático complejo y a mantener muy resguardada la documentación, parte de la cual contiene información confidencial. Por eso, las instalaciones generales de la oficina las limpia una empresa común para este tipo de trabajos, pero mi sancta sanctorum, es decir, mi despacho, la sala de máquinas donde están los servidores y una sala de descanso (a veces, me quedo a dormir en la oficina, si se me ha hecho tarde trabajando y me da pereza ir a casa), lo mantiene limpio un par de días por semana, siempre en mi presencia, una empleada de hogar.

Lucía, esta empleada, lleva conmigo un par de años. Es una mujer madura, de cincuenta y pocos -yo tengo 46-, simpática y dicharachera, y tiene un tipo razonablemente bueno para su edad. Trabaja muy bien, es discreta -no fisga donde no debe- y tiene, cuando le da por ahí, una charla agradable. De vez en cuando, sobre todo después de verle el canalillo o de recrearme con el meneo de su culo, pienso en tirarle los tejos, pero me quito la idea de la cabeza: no está el patio como para andar jugando con las relaciones laborales y te buscas la ruina con mucha facilidad.

Pero, hace un mes, algo cambió. Trabajaba agobiada, acalorada y mascullando maldiciones o qué se yo. Le pregunté si le pasaba algo, si tenía algún problema en el que la pudiera ayudar y después de dos o tres evasivas me contó que andaba muy justa de dinero y que, para acabarlo de fastidiar, había tenido que renovar el contrato del alquiler con un sensible aumento de la renta.

–De verdad, si esto sigue así -bufaba- yo me hago puta.

–Bueno, Lucía, no exageres. Seguro que habrá alguna solución, no es cosa de echarse al monte a estas alturas…

–¿Cree que no soy capaz?

–No sé si eres capaz, pero ya tienes una edad y no sé si eso sería, a la larga, una buena salida

–¿No hay hombres que pagarían cincuenta euros por echar un polvo conmigo?

Súbitamente, se encendió una luz en mi cabeza.

–Te lo pregunto yo de otra manera -dije- ¿aceptarías tú cincuenta euros por echar un polvo conmigo? –Se quedó como paralizada, mirándome no sé si sorprendida, asustada o qué se yo, con lo cual me entró el miedo a mí– Bueno, déjalo, era una forma de hablar.

–No, no, espere –contestó ella– ¿De verdad pagaría cincuenta euros por follar conmigo?

–Pues sí, no veo por qué no: eres atractiva, simpática, agradable. Yo creo que cualquier hombre pagaría gustoso por irse a la cama contigo.

–¿A que no se atreve? –susurró en tono insinuante.

Por toda respuesta, abrí un cajón en el que siempre tengo algo de efectivo y saqué cincuenta euros.

–Aquí están -respondí-. A ver si te atreves tú.

Ella dejó el trapo con el que estaba quitando el polvo, se apoyó en el quicio de la puerta y empezó a desabrocharse la bata. Yo empecé a excitarme muchísimo; ya con el breve diálogo sobre su idea de prostituirse empecé a calentarme, pero ahora notaba que mi polla pugnaba por liberarse de mis pantalones. Se quedó en bragas y sostenes, se alborotó el pelo y se acercó a mí, rodeó la mesa tras la que yo estaba sentado y se sentó a su vez sobre mis rodillas, con un escote escalofriante bajo mi mismísima barbilla. Yo eché la cara sobre él besando, lamiendo y chupando anárquicamente aquella parte de sus pechos que se me ofrecía; me puse seguidamente a besarla en la boca -¡qué bien besaba!- mientras la abrazaba para desabrocharle el sostén.

Tenía unos senos muy bonitos, algo caídos, claro, pero muy apetecibles, redondos, razonablemente tersos y unos pezones desafiantes en unas aureolas redondas y bien trazadas. La hice ponerse de pie para bajarle las bragas, pero no me dejó, se las bajó ella con un simpático y muy excitante contorneo de caderas. Su barriguita era algo prominente -pero no exageradamente- y el monte de Venus muy marcado; tenía el coño cubierto de pelo. No sé qué cara pondría yo -no me desagrada el pelo-, pero ella sintió la necesidad de disculparse:

–Lo siento, si llego a saberlo, me lo hubiera hecho recortar un poco

–No te preocupes en absoluto: donde hay pelo, hay alegría. También yo lo llevo tal cual, sin «peluquería».

–¿Ah, sí? -sonrió ella- ¡Vamos a ver eso!

Con una habilidad que me sorprendió, soltó el cinturón, desabrochó el botón del pantalón y bajó la cremallera de la bragueta, no sin esfuerzo, porque mi polla parecía tener, dentro del calzoncillo, el tamaño de una olla a presión. Levanté el culo para facilitarle que me bajara los pantalones y los calzoncillos, y mi polla, liberada, quedó enhiesta. Ella la cogió con la mano y le dio un par de meneos.

–Vaya, vaya, querido jefe, quién hubiera dicho que tenías un armamento así…

De pronto me dio por pensar en la imagen que yo le había ofrecido a ella hasta ahora: seguramente la de un burócrata gris y asexuado preocupado únicamente por su trabajo. Bien, ahora le iba a demostrar que de eso, nada.

Lucía se lanzó a mamármela y empezó acariciando el glande con sus labios y con su lengua muy suavemente. La detuve: me encanta que me la chupen -¡y a quién no!- pero no me gusta ver a la mujer en una posición como inferior, arrodillada ante mí.

–Espera, espera, vamos a la cama, estaremos más cómodos.

Al levantarme me acabé de desprender de mi ropa mientras ella que, obviamente, conocía el camino, se dirigió a la habitación de al lado. Fue entonces cuando pude ver a mis anchas aquel rotundo culo que tantas veces me había excitado y me prometí comérmelo entero sin perdonar centímetro.

Ya en la cama me tumbé de lado y en sentido inverso al de ella, la puse de lado también, le separé las piernas y metí la cabeza en sus ingles. Ella comprendió, cogió mi polla y se puso a comérmela de una forma que a mí me pareció delirante. A mí me gustó el aroma de sus feromonas; ella estaba excitada, lo notaba por el grosor de los labios de su vulva y por la humedad. Estaba claro que o yo la atraía algo o bien que llevaba mucho tiempo sin sexo, y me imaginé esto último, no sólo por modestia sino porque sabía que ella trabajaba muchísimas horas y no le debía quedar mucho tiempo para ir a ligar por ahí.

Me entretuve pasando la lengua por sus ingles, lamiendo las zonas próximas a su vulva mientras con la mano acariciaba la cara interior de sus muslos; cada vez estaba más mojada la zona. Y, al mismo tiempo, yo estaba a reventar con su felación. Pasé directamente a su clítoris, masajeándolo muy suavemente con la lengua y pasé dos dedos por la entrada de su vagina, sin penetrarla, pero acariciando su parte más exterior. Ella empezó a tener pequeñas convulsiones cada vez más cortas y frecuentes, pero es que yo también empezaba a notar que mi polla pugnaba por llegar al orgasmo. Y encima, Lucía empezó a acariciarme los cojones. La repanocha. Seguí con mis lametones y caricias hasta que, en un momento dado, ella experimentó una gran convulsión y sus muslos atraparon mi cabeza haciéndome casi daño. Comprendí que ella había alcanzado el orgasmo y eso fue para mí el culmen de la excitación, de modo que me corrí hasta vaciarme completamente en su boca.

Me lamió el glande muy suavemente, cariñosamente, y yo intenté hacer lo propio besando sus ingles, pero cerró sus piernas impidiéndomelo. Entonces me incorporé y me acosté a su lado. La besé y le acaricié las caderas. Ella tenía su mano sobre mi paquete, sin más, como si fuera una coquillera, y me daba un calorcito muy agradable.

-¿Te ha gustado? -me preguntó

-¿No es evidente? -respondí- ¿Y a ti te ha gustado también?

–Pues la verdad es que sí. No es muy profesional ¿verdad?

–Déjate de profesiones. No me siento al lado de una puta, sino de una mujer capaz de dar y de recibir placer. Oye, vamos a hacer una cosa: pasa el importe del alquiler por mi cuenta bancaria. Indefinidamente. Y ya no vengas a limpiar, vienes cuando te apetezca a follar conmigo, sin más compromiso ¿vale? O te llamo yo para que vengas, si tanto tardas -guiñé un ojo-. Y, mira, si te apetece, sólo si te apetece, de vez en cuando nos vamos un finde por ahí a echarnos unos revolconcillos en un sitio bonito. Y quítate de la cabeza la idea de meterte a puta ¿Cómo lo ves?

–Lo que veo -respondió Lucía- es que se te ha puesto el arma otra vez en «presenten» y eso me recuerda que hemos jugado y lo hemos pasado muy bien, pero follar, lo que se dice follar, no hemos follado.

Me besó, apasionadamente, por cierto, y nos entretuvimos un ratito jugando uno con otro, ella masajeando mi polla y yo acariciando sus pechos, siempre sin dejar de besarnos -¡cómo besa esta mujer!-, hasta que ella, poniéndose boca arriba, exclamó:

-¡Métemela! ¡Fóllame!

Sí, fue un «misionero» típico, pero qué bien lo pasé. Le metí la polla en la vagina y ella exhaló un suave suspiro de placer, empecé con una cadencia suave, que poco a poco fui aumentando a medida que sus gemidos se hacían más intensos. Ella, por su parte… ¡buf! no sé qué hacía con su vagina, si movía sus músculos o qué, pero me estaba poniendo otra vez a punto de explotar. Iba bombeando, íbamos besándonos, le acariciaba los pechos… esta vez estallé yo primero, pero me quedó suficiente turgencia en el miembro para seguir aún unos segundos y llevarla a ella al cielo también.

Ya tranquilos nuevamente, le comenté lo mucho que me gustaba su culo, lo mucho que me había excitado siempre y el subidón que me dio al vérselo un rato antes.

–¿De verdad te gusta mi culo? ¿Te gustaría entrarme por ahí?

–¡Claro! ¿Tú estarías dispuesta?

–Hace años estuve casada y a mi marido les gustaba mucho darme por el culo. En los dos sentidos -puso un mohín de desagrado-, pero sí. Tendría que ponerme en forma para eso, pero a ti te aceptaría sin problemas, siempre que lo hicieras bien, suavemente. Tan suavemente como te has comportado hoy.

No hubo ocasión ese día; los dos habíamos resuelto nuestro clímax sexual y ya sólo hubo lugar para acariciarnos, besarnos un poco y decirnos lindezas antes de levantarnos y vestirnos de nuevo.

Lucía aceptó mi propuesta y somos amantes fijos, o más o menos. De cuando en cuando, viene a la oficina, aunque muy irregularmente: hay semanas que ha venido tres veces y luego ha pasado dos semanas enteras sin dar noticias, pero a mí me complace que ella lo haga a su aire, libremente. También hemos salido un par de fines de semana y la cosa ha ido bien.

Y, por supuesto, accedí a su culo a gusto y ganas y experimenté placeres realmente orientales.

Pero, queridos amigos, como decía aquel, esa es ya otra historia.

(9,72)