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Primeras experiencias de mi sumiso con una fucking machine

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Era uno de tantos viernes en los que ambos teletrabajábamos. Mi jornada laboral había pasado volando entre reunión y reunión, pero desde el primer momento del día pude sentir que tenías ganas de mí.

El ritual de esa mañana había empezado como cada día desde que vivimos juntos. Mi obligación matutina es despertarme media hora antes que tú, colarme debajo de las sábanas y lamer tus pies, tus piernas… y tu coño hasta que te corres. A veces una vez. Pero esa mañana estabas con ganas de mí, y no me dejaste salir de las sábanas hasta que te corriste cuatro veces prácticamente consecutivas.

Al terminar, tiraste de mi collar (única prenda que uso para dormir), y me besaste. Uno de esos besos que hablan. Esos besos que expresan felicidad, satisfacción, orgullo y agradecimiento. Estuvimos un rato besándonos y abrazándonos y al rato te diste cuenta que se nos estaba echando la mañana encima y me dijiste:

“Bonita, sal de la cama desnuda como estás y prepárame el desayuno. Tengo una reunión a las 9.30, y tú no tienes nada hasta las 10, así que espabila mientras voy desperezándome”.

Excitado como estaba, salí de la cama y me dirigí a cumplir tus órdenes. Adoro obedecerte en todo momento y en todo lugar. Como te digo muchas veces, voy a obedecerte en todo. Siempre. Y aquella era una orden cotidiana, así que feliz de la vida, preparé todo y me acerqué a la habitación para decirte que el desayuno estaba todo listo.

Al acercarme a la habitación escuché tus gemidos y con una sonrisa, aceleré el paso para acercarme a ti. Entré y te vi desnuda, tumbada boca arriba con las piernas flexionadas y con el vibrador que te regalé a máxima potencia entrando y saliendo de ti a toda velocidad. Con la voz ahogada y ronca, me diste una orden muy sencilla:

“Ven aquí ahora mismo, zorra. Colócate a mis pies y lame hasta que me corra”.

Sin dudarlo, hice lo que ordenaste, y después de lamer tus pies un buen rato, te corriste de forma muy intensa. Al terminar, agarraste mi cabeza y la dirigiste a tu entrepierna. Lamí tu coño, tus piernas, tu culo y las sábanas por quinta vez esa mañana, y me di cuenta de que ninguno de los dos tendríamos tiempo para desayunar. Bueno, en cierto modo, yo había desayunado varias veces esa mañana… ¡y menudo manjar!

Al terminar de limpiarte volviste a tirar de la correa y acercarme a ti, y cuando me disponía a besarte me diste un buen bofetón y me llamaste zorra. Luego otro. Y otro. Y otro. Y cuando tenía la cara preparada para la siguiente bofetada, escupiste entre mis ojos y dijiste.

“Zorra viciosa. Tengo muchas ganas de ti. Me pones muy cachonda, puta”.

Y sin más, te pusiste una camiseta larga y bajamos a desayunar de la mano, como lo que somos. Dos enamorados que desean exprimir cada minuto de cada día.

Miraste el reloj y viste que casi era la hora de tu primera conference call, así que te colocaste un poco tus rizos, te sentaste en la mesa de la cocina, encendiste el portátil y señalaste tus pies con tu dedo índice. Te miré para decirte que quería desayunar, pero chasqueaste tus dedos en señal inequívoca de que querías que lamiera tus pies. Y eso hice, mientras te escuchaba hablar de procesos y procedimientos, y de ese nuevo compañero que había tratado de saltarse a la torera tu trabajo de un trimestre.

Escuchaba la conversación, pero tenía todos mis sentidos puestos en disfrutar de mi desayuno favorito; tus pies. En un momento dado, me diste pataditas e interpreté que debía ser la hora de mi reunión, así que desnudo y con mi collar, me conecté a la conference call y me excusé por no poder poner mi cámara:

“Ejem, buenos días. Siento el retraso. Con vuestro permiso no conectaré la cámara. He de confesar que me he quedado dormido y no estoy presentable”.

Te vi sonreír. Mis compañeros gastaron alguna broma, pero poco a poco conseguí que algo de sangre llegara a mi cabeza para organizar el maratón de reuniones que me llevó hasta las dos de la tarde prácticamente sin pausa. Entre reunión y reunión, te llevaba un café, nos besábamos o charlábamos de cosas del trabajo de uno y del otro. Estaba feliz. Estábamos pletóricos. Nos había costado bastante tiempo que todo fuera normal, y desde hacía unos meses, lejos de ser normal, era todo mágico y maravilloso.

Al dar las dos y media, dimos por cerrada nuestra jornada laboral, nos duchamos juntos y me propusiste ir a dar una vuelta por el centro para comer y luego aprovechar que estábamos por allí para comprar algunas cosas. Me pareció un buen plan, y después de ducharnos, nos vestimos y salimos para la calle Serrano.

Comimos en una terraza de un restaurante mexicano que hay en la calle Ayala, nos tomamos un interminable y delicioso café, y cuando pedí la cuenta te acercaste a mí y deslizaste un huevo vibrador dentro del bolsillo de mi pantalón vaquero mientras que, acercándote a mi oído, me susurraste:

“Ahora entras en el baño y te lo metes en ese culito tragón que tienes, cariño. Está claro, ¿verdad?”.

Contesté con un “Sí, Ama” y me dirigí a cumplir tus deseos. Al salir ya habías pagado y mientras pulsabas el botón de máxima intensidad en la aplicación que tenías instalada en tu teléfono y que dirigía el huevo que tenía en el culo, me diste un azote y me dijiste:

“Andando, bonita… verás qué tarde tan divertida vamos a pasar. Yo comprando y tú llevándome de aquí para allá con el huevo dentro”.

Sonreí, te di un beso, nos regalamos un “te quiero”, y comenzamos a pasear por la zona. Al principio entrábamos y salíamos de tiendas de ropa. Te probaste de todo en un montón de tiendas, y el número de bolsas iba aumentando cada minuto.

Merece especial atención una parada en una tienda de zapatos. Te encanta que sea yo quién, de rodillas, te ponga y quite los zapatos. En esa ocasión, te probaste unas botas de cuero altas con cremallera a un lado. Yo estaba de rodillas, ayudándote a meter tus pequeños pies en esas botas tan altas que te sentaban tan bien mientras, con el otro pie jugabas con mi excitación. Se notaba que estaba empalmado, y no parabas de hacer comentarios sobre lo puta que era y las ganas que tenías de follarme, mientras notaba que me ponía rojo de vergüenza por si las dependientas escuchaban tus comentarios. Compraste las botas que te sentaban increíbles y seguimos de tiendas.

En uno de los probadores, en el que estabas probándote un body, me dijiste que entrara para que te ayudara a elegir entre dos modelos. Al entrar me quedé pálido. Te sentaba de muerte y, sin ver el otro, dije que quería que lo compraras, que te sentaba increíble. Insististe en probarte el otro, con lo que te desnudaste completamente, mirándome con ojos de guerra mientras lo hacías.

“Bonita, quiero que me folles aquí y ahora. Me he puesto muy cachonda probándome las botas y después viéndome con esta ropita e imaginándome cómo me vistes esta noche para llevarlo puesto”.

Sin dudar, y sintiendo la humedad de tu entrepierna, me bajé los pantalones vaqueros y los bóxer grises (que para entonces estaban empapados) y entré en ti. Es increíble lo rápido que te mojas. Lo excitada que estás siempre. El calor de tu interior, y la forma que tienes de atrapar mi ridícula pollita dentro de tu maravilloso coño.

Tres minutos fueron suficientes. Te corriste rápido, pero no me permitiste hacerlo a mí, así que, muerto de vergüenza por si alguien nos había escuchado, me vestí y disimulé lo mejor que pude diciéndote que ese body también te quedaba muy bien… y salí sudando del probador, mirando a un lado y a otro y rogando que nadie hubiera visto ni escuchado nada.

Al rato saliste y le dijiste a la chica que estaba en la caja que nos llevábamos los dos. Al salir de la tienda, me cogiste de la mano para decirme que nos íbamos al coche para cambiar de zona y hacer unas últimas compras. Fuimos paseando hasta el parking, nos metimos en el coche entre risas mientras comentábamos la mirada de la dependienta cuando fuimos a pagar, y me indicaste la siguiente dirección.

“Vamos al sex shop que hay en Chueca, bonita. Sabes cual es porque hemos estado bastantes veces”.

Me mirabas y te mordías el labio. Conozco bien esa mirada y sé perfectamente lo que significa, pero muerto de excitación, condujimos hasta allí mientras manoseabas mi entrepierna impidiendo que me concentrara en la carretera. Por fin llegamos al parking y sin salir del coche te quitaste las bragas, las metiste en mi boca y me dijiste.

“Ahora, hasta que volvamos al coche, calladita, cariño. Yo me encargo”.

No protesté. Cerré la boca y comencé a respirar por la nariz mientras una potente erección empujaba mi pollita contra los vaqueros. Fuimos al sex shop y saludaste a la dependienta, que al verme unos pasos por detrás, me dedicó una sonrisa. Sabía perfectamente quiénes éramos, porque habíamos estado allí un buen puñado de veces y te habías encargado de dejar claro cuál era nuestro tipo de relación.

Compraste varios juguetes. Bolas chinas rígidas de metal, un dildo bastante grande, un set con tres plugs, pinzas y alguna cosa más. Pero enseguida me di cuenta que no habíamos ido allí solo para comprar eso, porque en casa teníamos varios de cada.

Al instante se confirmaron mis sospechas. Te acercaste al mostrador y le dijiste a la dependienta:

“Rosa, llegó lo que te pedí la semana pasada, ¿verdad? Me ha llegado un SMS para recogerlo, así que imagino que lo tendréis por aquí”.

Ella sonrió y respondió:

“Claro, Laila. Lo tengo en el almacén. Dile a tu sumiso que me acompañe para cargar con ello. Pesa una barbaridad”.

Me miraste y moviste la cabeza en señal de asentimiento, así que fui con Rosa a la parte de atrás de la tienda. Mis ojos se salían de sus órbitas. Había cientos de juguetes de todo tipo, y encima de una mesa, una caja bastante voluminosa con un rótulo negro en el que se podía leer:

Fucking machine.

Rosa me avisó de que pesaba bastante, y efectivamente así era. Lo llevé hasta donde tú estabas y con una sonrisa dijiste:

“¿Tienes ganas de estrenarlo, cariño?”.

Con tus bragas en la boca, e intentando no hablar demasiado contesté con un breve “Sí” y enseguida me dijiste:

“¿Cómo has dicho, puta?”.

A lo que respondí tratando de no atragantarme, mientras notaba mi voz más ahogada de lo normal:

“Sí, Ama. Tengo ganas de estrenarlo”.

Soltaste una carcajada, y Rosa también sonrió. Yo me moría de vergüenza, pero me agarraba a lo que siempre me decías. (Lo que habrá visto esta gente, tonto).

Pagamos todo, y volvimos al parking, donde me quitaste las bragas de la boca para besarme. De ahí a casa entre risas, con las ventanas del coche abiertas y la música a toda potencia.

Llegamos a casa y me dijiste que me tumbara en el sofá a descansar mientras montabas la máquina. Sabes que soy muy torpe con ese tipo de cosas y también que los fines de semana me encanta dormir, pero cuando te dije que ya no eran horas de siesta, contestaste con una sonrisa en esa boca tan bonita:

“Te va a venir bien descansar, Pedro. Hemos quedado a cenar con mi amigo Juan y su nueva chiquilla. No será una noche para compartirte con nadie ni humillarte follándome a otros. Sabes que Juan es como mi hermano, pero conviene que descanses, que seguro que nos acostamos tarde entre risas y copas”.

Sonreí, te di un beso y me tumbé en el sofá del salón con la tele de fondo, y enseguida me quedé dormido. No sé el tiempo que pasó, pero recuerdo que me despertó un ruido mecánico acompañado de tus gemidos. Enseguida caí en la cuenta de que ya tenías la máquina montada y en funcionamiento, así que me acerqué a la habitación de juegos y te vi a cuatro patas, con un el dildo nuevo entrando y saliendo de ti mientras escuchaba tus gemidos, cada vez más intensos.

Me miraste entrar y me ordenaste que me colocara de rodillas delante de ti y me masturbara, así que sin dudarlo un instante obedecí tus órdenes. Me dejaste muy claro que no podía correrme, y me costó mucho no vaciarme cuando, pasados unos minutos sentí claramente cómo te corrías mientras me mirabas a los ojos. Paraste la máquina y me dijiste:

“Esto es una delicia, bonita. Ponte a cuatro patas. Voy a dilatar tu culito tragón y lo vas a probar ahora mismo”.

Obedecí todavía excitado. Me coloqué a cuatro patas esperando sentir el lubricante en el culo, pero antes colocaste mi cabeza en el suelo y cogiste mis manos para atarlas a mi espalda con unas bridas, mientras decías:

“No querrás encima estar cómoda, ¿no bonita?

Te reiste y también colocaste una barra separadora en mis tobillos, una mordaza con agujeros en la boca y después envolviste mi cabeza con film, abriendo un par de agujeros minúsculos cerca de la nariz. Entonces dijiste:

“Así sí, puta. Así es como me gusta verte. Vamos a empezar despacito e iré aumentando el ritmo. Si quieres parar, golpeas con tu frente tres veces el suelo”.

Enseguida sentí el lubricante inundar mi culo, y poco después sentí el dildo que iba conectado a la máquina, tratar de empujar dentro de mí. Fuiste colocándome aquí y allí, hasta que mi postura encajaba perfecta con el nivel de penetración del dildo, y lo pusiste en marcha, de modo que sentía cada embestida en mi culo, sin apenas moverme un centímetro.

Poco a poco la intensidad de las embestidas iba aumentando, y también lo hacía la velocidad de las mismas. Mi respiración se agitaba mientras tenía la frente pegada al suelo. Entonces me di cuenta de que estabas sentada, apoyando tu espalda contra el suelo, y desnuda de cintura para abajo. Lo vi cuando sentí como colocabas ambos pies a cada lado de mi cabeza. También pude ver que tenías el mando de la “fucking machine” a tu alcance, y como aumentabas la intensidad a la vez que te masturbabas mirándome.

Mis gemidos eran cada vez más evidentes. Pero eso dificultaba mi respiración. Entre la mordaza y el film, no hacía más que producir babas que me impedían respirar, mojando mi cara completamente, y llevándolas a mi nariz, lo que lo hacía todavía más complicado. No quería parar, pero me estaba costando respirar, y empezaba a marearme. De pronto sentí tu orgasmo. Estabas masturbándote contra la pared, con la imagen muy fija en lo que veías. Yo completamente inmovilizado de manos y pies, con una máquina follándome a un ritmo endiablado y mis propias babas llegando a los ojos por culpa de la mordaza y de la gravedad (al tener la cabeza más abajo que mi cuerpo).

Después de correrte, sentí que metías tu mano entre mis piernas y comenzabas a masturbarme. Apenas tardé un minuto en correrme. Un orgasmo intenso recorrió todo mi cuerpo. Pero no podía verte. No sabía dónde estabas. Lo que sí pude sentir es que mi orgasmo no era el final de tu juego. Sentí que salías de la habitación, y que yo me quedaba allí, con el dildo de la fucking machine taladrándome sin parar. Entrando y saliendo de mí a toda velocidad.

No tengo claro cuánto tiempo pasó. Yo estaba en un túnel de dolor y placer y no te sentí entrar en la habitación. Solo recuerdo que me soltaste las manos y que la máquina paró de pronto. Entonces me dejé caer hacia un lado completamente agotado. Me quitaste el film. Me desataste la mordaza y con un gesto muy tierno acariciaste mi pelo mientras me decías:

“¿Te ha gustado, cariño? He disfrutado mucho viéndote expuesta y siendo follada sin piedad por esa máquina mientras me masturbaba. Estoy muy contenta de tu comportamiento, preciosa. Límpiate y vete a la ducha. Son casi las 8 y no hemos preparado nada para la cena”.

(Continuará)

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