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Puticas en avenida La Cordialidad

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Hay días en que tengo hambre y me da pereza cocinar. Entonces salgo, tarde en la noche, camino hasta la Terpel y compro algo de comer, ya sea un pastel de pollo o un bofe con yuca de los que vende Félix, ya sea una de las comidas de Darlene. Depende de lo que me provoque. La mayoría de veces le compro a Darlene, su comida trae carne, arroz, ensalada, sopa. Es más variada (y más sabrosa) que la de Félix, pero la de Félix también es buena. Félix tiene sesenta y un años, es delgado, suele usar gorra para cubrir la calva repelente en la parte superior de su prominente cabeza. Darlene tiene treinta y nueve años y es gordita, rolliza, sus ojos son de color miel. A veces sólo llego y me quedo a hablar con ellos un rato, sin comprar nada, mirando el panorama nocturno.

Nos tenemos consideración. Incluso más de la que se debería. La vez pasada Félix, al verme, dijo que yo sentía mucho amor por Darlene porque me fijé en la mujer que estaba parada junto a él, la que confesé no reconocer de inmediato. Era, en efecto, Darlene, que se había quitado de su lugar por un supuesto mal olor impregnado cerca en el suelo. Como si no hubiésemos escuchado nada, ella no dijo una palabra, y yo tampoco; pero al volver de nuevo Félix a decir ese es mucho amor, enseguida le pedí respeto, no para mí sino sobre todo para Darlene, y ella me apoyó. Me apené un poco. Yo hablo bastante con Darlene, nos hemos contado cosas íntimas. Hoy, por ejemplo, me comentó de lo necesario que es tener a alguien con quien se pueda, además del sexo, conversar, así como cuando habla conmigo. Dice que el ser humano no nació para estar solo. Sin embargo, Darlene está soltera por el momento, "amorosamente hablando", porque tiene hijos con los que aún vive. Hasta hace poco andaba con un señor que conduce un taxi, un señor muy atento, según ella, pero a la vez supercomplicado. No niego que en ocasiones me parece atractiva, sí, en ocasiones me veo sumergiendo la cara en sus enormes tetas, acariciando cada parte de su rollizo y bronceado cuerpo, en medio de sus piernas, penetrando extasiado su chocho carnoso. Pero esto podría dañar la amistad entre nosotros. No sé.

Después me acerqué a la panadería de la esquina. El muchacho que la atiende en las noches, Iker, se ha hecho vale mío. Es venezolano y tenemos más o menos la misma edad. Iker me está ayudando a conseguir a Liseth, una de sus compañeras de trabajo, también venezolana. Pero ayudar, lo que se dice ayudar, no; sólo de vez en cuando le mando con él uno que otro mensajito inocente. De parte de un admirador secreto. Liseth me ha visto comprar postres en el día: es ella quien me los despacha. Me las arreglo para que así sea. Desde lejos la observo y, si está atendiendo a alguien, disminuyo el paso, espero a que quede libre y entonces llego. Normalmente le digo: "Hola ¿cómo estás?" Y ella: "Hola. Bien ¿y tú?" La primera vez que me vendió un postre le pregunté cuál era para ella el más rico de los dos que me había sacado, y el que me señaló fue el que compré. ¿Se imaginará que yo soy el admirador secreto que le envía mensajitos con su compatriota Iker? Creo que sí. Al fin y al cabo Iker tal vez ya le habrá dicho

Mira chica el loco este está enamorado de ti

¿Quién?

El loco este que a veces viene de noche y se pone a hablá conmigo, tú lo conoces.

Sí, ella me conoce, sabe que Iker y yo somos medio vales, medio panas. Pero quizá no se acuerde. Soy solo uno de los tantos admiradores que debe tener... Empecé a verla allí hace unos meses. Antes estaba en una panadería de La Carolina, me contó Iker. En aquella panadería tuvo un problema con un compañero de trabajo porque le agarró las nalgas, y pidió que la sacaran y la colocaran en otra panadería. Había llorado por el incidente, dijo Iker. Ella es un bombón dentro de lo que cabe. Es bonita, o eso me parece, nunca la he visto sin el tapaboca. Tiene diecinueve años y abundante vellosidad en los brazos. Posee unos glúteos bien formados, redonditos, estéticos. El motivo del problema en aquella panadería.

Me quedé hablando un rato con Iker. Mientras, llegaban a la panadería conductores, gamines y gente de cualquier tipo a comprar y él los atendía. Había gamines que se ponían a vigilar a los que compraban para después acercarse y pedirles algo, una moneda, un pan, una gaseosa... Cuando pasaba el interludio retomábamos la conversación, y así. Iker me dijo que había visto a una de las muchachas que me llevé el otro día para el apartamento; de las que se ponen en la orilla de la carretera a venderse. Eran dos venezolanas mayores, una de veintisiete y la otra de veinticuatro años, que decían ser hermanas, y con las que había estado. Una es bajita, gruesa, mona, y la otra es delgada, un poquitico más alta que la hermana, y tiene un lunar en la cara. Fue a esta a la que vio Iker. La vio en la bomba que está más adelante, frente a la Olímpica.

-Ya no está tan delgada, ahora está acuerpada. ¿Le vas a llegar? -preguntó.

-No sé -dije-. Tengo ganas.

-Esa chama está más buena que la hermana -dijo Iker.

Tiene toda la razón. Y no sólo está más buena sino que culea muchísimo mejor. Es una artista en la cama. Con la hermana culeé primero, me la llevé por una noche también, y a pesar de que le pagué noventa mil barras, el polvo no es que haya sido memorable, aunque me brindó algo que la otra no me ofreció: se me vino a chorros cuando la embestía en un ataque de furia animal. Esta me cobró lo mismo, pero, como la había invitado a unos tragos y ya iba a ser la una de la madrugada, le di setenta mil y me los aceptó. No la dejé casi descansar. Fue algo bárbaro, el sol salió y todavía estábamos tirando.

Luego, alguien llegó a comprar pan y me fui en dirección a la bomba que está frente a la Olímpica. A esa hora (serían las doce de la noche) la avenida estaba semi desierta. Eran escasos los carros que pasaban. Había una chica joven parada en el andén, vestida con un mocho y una blusa ombliguera esperando clientes. Pasé de largo. Cuando llegué a la bomba, caminé hasta la entrada del motel de la bomba, en la que hay una valla de alambre. Detrás de esa valla, de pie, estaba la venezolana, y con ella otra chica, prostituta también, y un man. La venezolana tenía un vestido enterizo corto de color rosado neón con motivos de flores, bien ceñido al cuerpo. Era verdad que estaba más gruesa, la vi más bonita, más sexy. La llamé y se acercó.

-¿Te acuerdas de mí? -le pregunté.

-Sí, claro -dijo.

-¿Estás de servicio?

-Sí.

-Vamos a mi casa.

-No puedo. No me dejan salir.

-¿Por qué?

-Lo que pasa es que estoy esperando a alguien. Es un cliente que no demora en venir a recogerme. Si quieres podemos hacerlo en una de las habitaciones de aquí.

-¿Y si te espero?

-No te sabría decir. Porque es un buen cliente. Siempre que me solicita se gasta dos, tres horas. La verdad no sé.

-De todos modos te voy a esperar.

Tras una breve pausa, agregó:

-Me hubieras dicho más temprano.

Como no concretamos nada, se alejó para reunirse de nuevo con el man y la otra muchacha. Yo me quedé recostado en la valla, desde donde la miraba, desde donde contemplaba su ilusoria belleza. Después se fue, acompañada por el man; cruzaron la avenida. Del otro lado los esperaba un muchacho que acababa de llegar. Y los tres tomaron la entrada de Villa Estrella por el costado de la Olímpica.

Me fui.

La chica que había visto parada en la acera todavía estaba allí. Por un segundo pensé en detenerme y preguntarle cuánto costaba un polvo, pero me arrepentí. Tenía buena pinta pero su expresión hosca y su apariencia sucia no me entusiasmó para nada. Seguí de largo. A mi derecha, los frentes oscuros de los talleres mecánicos; a mi izquierda, la avenida, el zumbido a algunos carros y del otro lado un enorme complejo de apartamentos de color verde con sus oscuros balcones y sus oscuras ventanas. Al pasar por la panadería, Iker me dijo:

-¿La viste?

-Siza.

-¿Y qué?

-Nada.

-¿Nada?

-Me salió con un cuento raro. Le propuse que se fuera conmigo y me dijo que no la dejaban salir. Que estaba esperando un cliente, que tal.

-¿No había otras?

-Sí pero, nombe, las otras están fuleras. Yo me voy es a dormir. Nos pillamos, man.

-Dale pues.

Crucé la oscura y solitaria avenida, llegué a mi barrio, caminé hasta la entrada de mi conjunto. El portero había cerrado con llave la reja, estaba durmiendo en la garita; pero al sentirme se levantó y me abrió. Ya en el bloque caminé por el pasillo interior del primer piso, iluminado por las tenues luces amarillas de las farolas, en medio de un silencio y una quietud totales. Subí los escalones, llegué al cuarto piso, ante mi puerta saqué la llave del bolsillo y, a pesar de la oscuridad en la entrada, la introduje a la primera en el ojo de la cerradura. Abrí, entré, cerré la puerta. Pasé a mi cuarto, prendí el foco y el abanico y abrí la ventana; me quité la ropa. Fui al baño, me lavé los pies, los dientes. Regresé al cuarto, agarré El asno de oro, leí un capítulo. Luego apagué el foco y me dispuse a dormir.

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