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Sexo con una embarazada

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Tras dejar los estudios universitarios y para compatibilizarlo con las oposiciones para profesor, decidí apuntarme a alguno de los trabajos benéficos que ofrece mi parroquia. Así, al estar casi todos los trabajos de comedor ocupados, acabé en la ayuda a madres solteras. El padre Antonio daba mucha importancia a esta labor, ya que se trataban de mujeres que, pese a las adversidades que tiene hoy en día criar a un hijo sola, decidían ser valientes y traerlos a un mundo cada vez más deshumanizado.

Mi tarea consistía en ayudar en lo posible a estas mujeres, normalmente entre 7 y 8 meses de embarazo: hacerles recados, ayudarles en casa, llevarles alimentos a las que no pudieran permitírselos comprar, etc. Y sin pretenderlo, viví una de mis mejores experiencias sexuales. En una de las primeras casas en las que estuve, había una chica inmigrante, de piel negra, ojos de color avellana, una larga y rizada melena negra, amplias caderas, una hermosa sonrisa… Poco tiempo después dejé de verla, pues dio a luz y tras nacer el bebé, otra persona de la asociación (una mujer mayor) se encargaba de cuidar a la madre y a su retoño. Me encantaba mirarla, pero nunca llegué a nada con ella.

La segunda persona a la que atendí sería mi nueva aventura sexual: se llamaba Sandra, y era una antigua compañera de clase de mi hermana mayor. A sus 27 años aún conservaba la belleza que me atraía de adolescente: alta, con unos kilos bien repartidos, tetas grandes, buen trasero, piernas bonitas, ojos azules, una larga y lisa melena rubia… Su embarazo, de 8 meses, le daba un atractivo aún mayor, con su barriga como si estuviera a punto de explotar y sus grandes tetas habían aumentado de tamaño, lo que me hacía fantasear en aquellas primeras semanas en lo duras que estarían y cómo me gustaría mamarlas. Me invitó a pasar a su casa, mientras me decía “Tú eres el hermano de Cristina, ¿verdad?” “Sí, ¿qué tal estás, Sandra?”, le respondí. Le agradó que me acordara de su nombre y posteriormente se puso a preguntarme por mi hermana y cosas así. “¡Cómo has crecido! Recuerdo cuando eras un niño que jugaba en la piscina con su hermana”, me dijo. Ella, en cambio, estaba genial, siempre me han gustado las de su clase, las rubias un poco entradas en carnes de las cuales poder agarrarme.

Las primeras semanas estuve limpiando su casa, haciéndole la compra y otros menesteres mientras ella se quedaba descansando en casa. Aquella experiencia como voluntario me servía para aprender a apreciar aún más la belleza de las mujeres embarazadas, y comprender el porqué de que el hombre primitivo las venerara como diosas de la fecundidad. Y en el caso de Sandra, que siempre había sido una bella chica, su atractivo se multiplicaba por mil. Me costaba no tener una erección al verla caminar por la casa con tan sólo un camisón blanco, pudiéndose adivinar el color de su ropa interior.

Siempre había usado catálogos de ropa premamá para inspirar mis fantasías sexuales, o aquellas fotos que determinadas mujeres famosas se hacían desnudas para mostrar su embarazo. Pero no es lo mismo ver a tales mujeres en revistas o en páginas de internet que tenerlas al lado, ya que puedes percibir ese olor a hembra que desprenden, mezclado con sudor. Era, simplemente, una de las experiencias más excitantes que podrías tener en tu vida. Cuando acababa mi tarea, era habitual que fuera con mi coche a un lugar apartado, aparcara y me masturbara pensando en tener a Sandra desnuda y mi lengua lamiendo sus pechos.

Poco a poco, Sandra y yo comenzamos a tener más complicidad. Me enteré que su pareja le había abandonado tras quedarse embarazada, lo que le había causado un gran dolor, teniendo que enfrentarse, además, a su familia (que veía mal el hecho de haber decidido tener al bebé sin estar casada) y tener que trabajar horas extra para poder ganar más dinero que el que ganaba en su trabajo habitualmente. Consideraba admirable su fortaleza para seguir adelante, y me quedaba embobado escuchando salir aquellas palabras de su boca mientras estaba sentado a su lado tomando algo que me hubiera ofrecido.

Hubo un momento en que manifestó malestar, “me ha pegado una patada”, me dijo. “¿Sabes ya el sexo del bebé?”, le pregunté. “No, prefiero no saberlo, ¿te gustaría saludarlo?”, y acto seguido, me puso las manos sobre su barriga para que lo sintiera. En aquel momento, sintiendo el tacto de aquella barriga tan dura, se me endureció, y fue todo tan rápido que no pude evitar que me brillaran los ojos con ese contacto, algo que Sandra notó. “¿Te gustaría hacer el amor?”, me preguntó.

No supe cómo responder, pero ella insistió: “Ya eres un hombre, y la verdad, me pareces muy guapo y me gusta que seas tan solidario con las personas como yo”, comentó, “no pienses que aunque sea madre soltera lo hago con cualquiera, sólo ha habido un hombre en mi vida y era mi expareja. Pero necesito follar, mis hormonas andan revueltas y he leído sobre los beneficios del sexo durante el embarazo. ¿Qué dices?”

Sandra me habló de cómo el sexo liberaba estrés a las embarazadas, ya que el orgasmo liberaba oxitocina, lo que mejoraba el estado tanto de la madre y del bebé. Así mismo, me habló de cómo ayudaba a la conciliación del sueño, a disminuir los dolores de las contracciones durante el parto, etc. Yo ardía en deseos de follarla, y el hecho de que el sexo tuviera esos beneficios para Sandra y su bebé me motivaban. Por otro lado, no sabía qué pensarían en la parroquia si supiesen que estaba teniendo sexo. ¿Pero acaso la caridad no era una muestra de amor del cristiano hacia el prójimo? Si un abrazo a alguien que lo pasa mal se puede considerar como caridad, ¿por qué no podría ser lo mismo darle sexo a quien te lo pide y más si puedes aportarle un beneficio? Estaba decidido.

“Sandra, me gustas desde hace años, cuando quedabas con mi hermana para estudiar en casa. Y al verte embarazada mi deseo se ha encendido a la máxima potencia. Estoy dispuesto a hacerte el amor”, le dije. “Dame un momento”, me contestó. Fui a la cocina a llevar una jarra de agua fresca para el dormitorio. Y de repente salió Sandra con su mejor lencería. Una minúscula braguita blanca, que apenas se veía por su enorme barriga y un sujetador con rayas amarillas que resaltaban sus enormes pechos. Nos empezamos a besar y yo notaba lo caliente que estaba Sandra. Pero antes de penetrarla, quise masajear su barrigón. Cogí un bote con aceite de coco y comencé a untárselo en la barriga, masajeándosela lentamente formando círculos con mis manos. Al acabar, volvimos a besarnos mientras le tocaba aquellos pechos. Le quité el sujetador y pude finalmente meterme aquellos pechos en la boca, con sus pezones marroncitos.

Acto seguido, me quité la camiseta mientras ella me acariciaba el torso y me lamía el cuello. Con una mano tenía uno de sus pechos y con otro le tocaba la barriga. Me bajé los pantalones y mostré aquella erección que apenas se podía contener en aquel slip de color negro. Por un momento solté mi mano sobre una de sus tetas para acariciar sus muslos, para luego volver a acariciar sus cabellos rubios.

Ese peculiar olor a hembra de las mujeres embarazadas mezclado con el del aceite de coco y el sudor me indicaban que ya estaba todo dispuesto para la penetración. Así que me quité el slip y ella se quitó su braguita y, esta vez sin condón (obviamente, no iba a dejarla embarazada y ambos estábamos libres de enfermedades venéreas), comencé a penetrarla y créeme si te digo que fue una de las experiencias más estimulantes que tuve en la vida y que no tardaría en volver a tener. Sandra se agitaba de placer en cada embestida, mientras le preguntaba si aquello le estaba gustando, pues no quería hacerle daño en su estado. Ella me pedía más y más, y no podía resistir las ganas de correrme, por lo que en un par de minutos me corrí dentro de ella.

Pero Sandra merecía mucho más, por lo que me serví un vaso de agua, le di a ella otro y decidimos volver al sexo. Antes de ello, me preguntó: “¿Qué fantaseabas con hacerme en aquellos días cuando todavía no estaba embarazada?” “Pues me encantaba tu cuerpo, en especial tu culo, me hubiera gustado tenerlo encima”. Y Sandra se enderezó, se puso de espaldas a mí y se sentó encima mientras se colocaba el pene sobre su vagina y empezó a cabalgarme. “Disfrútame, hazme tuya”, me decía. Con mis manos le agarré los glúteos mientras Sandra me cabalgaba y no tardó en renacer el ardor lujurioso que sentía hacia ella. Aquella penetración mientras veía y sentía su enorme trasero sobre mí me la endureció, pero tardaría más en correrme que la primera vez, dando su merecido orgasmo a Sandra. Tras esto, se tendió junto a mí en la cama y yo le pegué un lametón a su cuello. Nos dormimos abrazados, con mis manos en su barriga.

No fue la única vez que Sandra y yo teníamos sexo, ya que repetimos en varias ocasiones, lo que aceleró el momento del parto. Aunque yo no era la pareja de Sandra, esta le puso mi nombre a su bebé, que resultó ser un varón, en lugar del que tenía su padre biológico, como tenía pensado, pues yo la ayudé y le di amor mientras el otro la despreció. Nuestros caminos como amantes se separaron, pero no olvidaré que ella sería mi primera amante embarazada, mi diosa Venus de la fertilidad a la que no dudé en honrar con mi amor y mi simiente.

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