Oye, comentó mi esposa, tengo curiosidad. Chequeando el internet, encontré este anuncio: Hoy viernes, 5 pm hasta 3 am, noche de esposos cornudos y esposas en gangbang. Noche de coger y beber. Tenemos confirmadas varias damas que tendrán sexo grupal con varios de los asistentes en presencia de los esposos. Me gustaría ver qué pasa allí, dijo. ¿Estás segura? Pregunté. Es curiosidad, contestó, no hay ninguna obligación. ¿O sí? Para nada, respondí. Si quieres, vamos…
Era evidente que aquel anuncio había despertado su interés, porque de inmediato inició los preparativos y no hubo necesidad de precisar sobre aspectos de modo, tiempo y lugar. La idea de asistir a aquello ya rondaba en su cabeza, así que procuró alistarse lo más pronto posible, pues ya eran algo así como las 7 pm. No era necesario preguntar nada acerca de sus intenciones, pues su vestimenta, ligera y atrevida, hacía suponer que iba en plan de acción, si es que aquello captaba su interés.
El recorrido hasta allí no duró mucho. El lugar se encontraba realmente cerca, así que llegamos bastante rápido. Cuando estuvimos dentro del sitio, comprobamos que se trataba de un salón de forma circular, no muy grande, con sillas y mesas colocadas en frente de una pista de baile, de forma semicircular, decorada con grandes espejos. No nos pareció gran cosa y la primera impresión no fue muy agradable. Había pocas parejas en el lugar y, para la hora, no parecía muy concurrido el evento.
La música sonaba y, poco a poco, las parejas que había allí se fueron animando a bailar para romper el hielo e ir calentando el ambiente. Y también, de a poco, empezaron a aparecer más hombres que mujeres en aquel lugar. Ellos, semidesnudos, se intercalaban con las parejas que allí bailaban. Su rutina consistía en abrazar a las mujeres por la espalda y acariciar sus cuerpos mientras ellas bailaban con sus parejas, maridos, novios o amigos. Incluso se atrevían a coquetear con ellas y, si lo permitían, pasar de las caricias superficiales a toqueteos algo más profundos en sus vaginas como parte del proceso de calentamiento sexual.
Era claro que quienes estábamos allí íbamos dispuestos a tolerar aquellas intervenciones y disfrutar de la aventura, porque nadie parecía molestarse o disgustarse por tales atrevimientos con las mujeres. Todo estaba permitido y consentido. Y ellas, claro está, se mostraban dispuestas a dejar fluir todo aquello. En principio no hubo más que dos parejas sobre la pista, de manera que los demás simplemente observábamos cómo evolucionaba aquello.
Los hombres, en el ejercicio de su rol, procedían a desnudar de a poco a las damas, quienes, sin dejar de bailar con sus parejas, lo consentían y disfrutaban. Los hombres, los cornudos, ni se inmutaban ante esto y seguían marcando el compás de la música mientras sus parejas eran atendidas por aquellos dedicados hombres, quienes, actuando de a tres por pareja, masajeaban, desnudaban y coqueteaban con las excitadas damas.
La rutina incluía que los hombres, poco a poco, iban desplazando a la pareja y se turnaban para bailar y coquetear con las señoras, ya también semidesnudas, haciendo más explícitas sus caricias y toqueteos en sus cuerpos, hasta el punto de que ya empezaban a exhibir sus erectos miembros, alentándolas para que participaran acariciándoles y masajeándoles sus penes. Quien estaba de frente estrechaba a la dama en un abrazo mientras que quienes estaban detrás empujaban sus miembros contra las nalgas de la elegida, haciéndole sentir su virilidad.
Una de esas damas no aguantó el voltaje de tales embestidas y se prestó para ser penetrada, ahí mismo, en la pista de baile, a la vista de todos. El agraciado muchacho que tuvo la fortuna de iniciar el acto, la abordó con mucha delicadeza y ella, en armonía con el momento, se inclinó para mamar el pene del hombre que tenía en frente mientras era taladrada insistentemente por el muchacho que tenía atrás. El otro muchacho, el tercero en discordia, seguía masajeando el cuerpo de la excitada mujer. Después de un rato, y coordinados, los hombres turnaban sus puestos, sin dejar que la mujer descansara de tal acoso.
Llegué a pensar que aquellos eran actores que se prestaban para mostrar, más o menos cómo era que funcionaba la rutina prevista para esa noche y motivar a quienes asistíamos para que nos atreviéramos en la aventura. No obstante, la persona que se prestó para aquello era una mujer normal, que vestía de manera conservadora y, eso sí, muy dispuesta a que pasara de todo. Así que pocos instantes después, aquellos hombres le insinuaron algo al oído y, sin dejar de asediarla, se retiraron de la pista de baile, dirigiéndose hacia una escalera situada al fondo del salón. En la pista quedaba otra pareja que, al igual que la anterior, era abordada por otro grupo de tres muchachos, que procuraban despertar en la mujer el deseo para imitar a la mujer que ya abandonaba la pista.
Detrás de ellos, claro está, otro grupo de hombres, incluido yo, seguimos a la mujer y sus tres corneadores. Dejé sola a mi mujer, haciéndole señas de que iba a observar. Y estuvo de acuerdo. Al llegar al segundo piso de aquella instalación, había un salón iluminado con una luz púrpura, bastante tenue, donde había varios sofás de forma redonda. Las mujeres que llegaban allí, se acostaban, o, en la posición de su predilección, permitían que se les abordara sexualmente por quienes la acompañaban en la aventura.
Esa primera mujer, no más llegar allí, se tendió de espaldas, boca arriba y, abriendo sus piernas, dejó que aquellos hombres la penetraran. Uno de ellos la ensartaba mientras ella observaba cómo lo hacía y simultáneamente procedía a acariciar y mamar el pene de sus compañeros, quienes, posteriormente, también se turnaban para penetrarla.
El grupo de hombres se iba incrementando, porque, además de los tres inicialistas, ahora se agregaban aquellos que, curiosos, nos acercamos a observar aquello y nos decidimos a participar, por qué no, siempre y cuando la dama lo permitiera, como en efecto sucedió. Tal vez fuimos diez o quince hombres quienes tuvimos la suerte de participar de aquello y, para disfrute de la dama, quien parecía no contentarse con nada, la penetramos no una sino varias veces. Ella, ya comprometida en la aventura, propiciaba variaciones en la manera de hacerlo.
Inicialmente se dejó penetrar manteniéndose acostada de espaldas, pero después decidió colocarse en posición de perrito y fue en esta posición donde el mayor número de hombres accedimos a ella. Quizá se sentía más cómoda dejándose penetrar sin conocer el rostro y contextura de quienes la abordábamos. Su acompañante, el esposo suponía yo, se limitaba a observar y fotografiarla. Y pasado el tiempo, y aquel disfrute, la aglomeración se fue diluyendo, principalmente porque otra mujer ingresaba al lugar y, por supuesto, había que atenderla.
El grupo de hombres, ahora, acudía al lugar donde otra mujer se iba instalando para tratar de tener sexo con ella, y al parecer esa era la forma como se desarrollaba la dinámica del evento. Y habiendo visto cómo era aquello, bajé a reunirme con mi esposa. Tremenda sorpresa me llevé cuando, al llegar al primer piso, la encuentro en la pista de baile, ya involucrada en la dinámica del espectáculo. No se había aguantado, pensé. Y, asediada por tres hombres, ya disfrutaba de la experiencia.
Uno de ellos estrechaba su cuerpo contra el de ella, mientras sus compañeros le hacían sentir en sus nalgas la dureza de sus miembros. Y ella, encantada, les seguía el juego, pero aún se mantenía vestida, de manera que aquello no pasaba de ser un calentamiento previo. Al verme llegar, por supuesto, se disculpó con los muchachos, tal vez diciéndoles que se reuniría conmigo y que después seguirían con el cuento. Realmente no sé qué pasó, pero lo cierto es que abandonó la pista de baile y se juntó conmigo en la mesa.
Te vi muy animada comenté y pensé que ya estabas metida en el cuento. No, contestó. Te estaba esperando. Bueno, dije, y empecé a comentarle cómo era que funcionaba el asunto, así que era cosa de ella si se involucraba o no en la actividad. ¿Qué piensas tú? Pregunté. Pues, si ya estamos aquí, contestó, hagámosle. ¿Estás de acuerdo? Me preguntó. Si tú quieres y no te incomodas, no tengo objeción. Al fin y al cabo, es una aventura compartida. Tú decides… Decidimos los dos, replicó ella. De acuerdo, entonces, dije. ¡Vamos!
Cuando salimos a la pista de baile, ya fue otro grupo de muchachos el que nos abordó. Los anteriores quizá ya estaban gozándose a otra mujer en el segundo piso, porque, a esa hora, el lugar ya estaba bastante concurrido. Así que, no más iniciados los primeros compases de baile, ya mi mujer era asediada por los hombres que, siguiendo la rutina del evento, tenían la función de abordarla, excitarla y prepararla para tener su múltiple aventura sexual.
Para complacencia de ella, uno de los integrantes del grupo era un muchacho de color, con un cuerpo bien trabajado, un poco más alto que ella y que, casi de inmediato, captó su atención. Bien pronto fui relegado de mi papel de pareja de baile, o sea, ahora, oficialmente designado como cornudo mirón, de modo que me quedé a un lado de la pista siendo testigo de los acontecimientos que se iban desarrollando conforme avanzaba el tiempo.
El muchacho de color no perdió el tiempo y, tal vez conocedor del interés que mi esposa mostró por su compañía, decidió tomar el control y dirigir la rutina. Poco a poco la fueron desvistiendo hasta dejarla, no semidesnuda, sino totalmente desnuda. El permaneció siempre frente a ella, actuando como su pareja de baile, mientras que sus compañeros de tarea la tocaban y restregaban sus penes contra sus nalgas hasta decir no más. Y ella, entregada a la aventura, disfrutaba la situación mostrándose complacida. Para nada le importó bailar desnuda frente a aquellos hombres y la audiencia que a esta hora acudía al lugar.
Incluso, además de los muchachos que conformaban el trío inicial, algunos hombres se aventuraban a palpar el cuerpo de mi mujer y restregar sus cuerpos contra el de ella, siguiendo la rutina que observaban por parte del grupo de muchachos, sin que al parecer le perturbara en lo más mínimo. La actividad se fue prolongando en el tiempo hasta que, el muchacho de color, algo le musitó al oído a mi esposa, porque pronto empezaron a moverse dirigiéndose hacia las escaleras que conducían al segundo piso.
Cuando llegamos ahí, el lugar rebosaba de actividad. Había ruido, jolgorio, murmullos y gritos de placer por parte de las damas que ya estaban instaladas en medio de su aventura. Laura llegó acompañada, no sólo de los tres hombres que la escoltaban sino también por otro grupo de hombres que se vino detrás de nosotros tan pronto empezamos a desplazarnos al lugar de encuentro.
No más llegado al sofá seleccionado, el muchacho de color le ofreció a mi mujer utilizar una venda en los ojos. Y ella, por alguna razón, aceptó. Así que él cubrió sus ojos con una banda de tela negra y, hablándole al oído, la fue llevando de espaldas hasta acostarla de espaldas en aquel gran sofá circular. No sé qué le dijo, pero ella abrió sus pernas y fue él, su parejo de color, quien primero la penetró. Ella, no más sentir ese primer contacto, emitió un gritico de emoción y placer, porque ciertamente aquel miembro, de gran tamaño, inundó de plano su sexo.
El muchacho empezó a empujar y empujar dentro de Laura mientras, sus compañeros, colocándose a un costado de ella, exponían sus penes y se lo hacían sentir sobre su cara para que ella dispusiera de ellos. Ella, así lo hizo, pero, muy excitada, como estaba, soportando las embestidas de quien la penetraba, solo atinó a masajear y masajear aquellos miembros. Poco después empezó la rotación. Muy coordinados, el uno sacaba su miembro mientras el otro, sin tardanza, ocupaba su lugar.
Laura estaba excitadísima. Su rostro estaba congestionado y gemía de lo lindo cada vez que era embestida por esos machos. Y, entonces, empezaron a llegar los otros comensales, quienes, alentados por los gestos y gemidos de mi mujer, también quisieron participar de la actividad. Los muchachos, poco a poco fueron cediendo su puesto a quienes, con su herramienta preparada y dispuesta, venían llegando.
Ella, sin saber quienes la abordaban, tan solo respondía a las sensaciones que el contacto de su cuerpo con aquellos penes le producía. Hubo sí, un hombre de cuerpo y voluminoso pene, que, al penetrarla, logró sacarle un gemido intenso y sonoro. Ella, tal vez demasiado excitada, cuando sintió ser llenada por aquel inmenso pene, simplemente no pudo más y expulsó líquido en cantidades. Ya varios penes habían estado alojados en su sexo, así que aquello fue la cúspide de las sensaciones. Y de hecho gritó con intensidad al sentir la profusión de orgasmos que estaba experimentando.
El hombre, también satisfecho, se retiró, y ella trató de levantarse. El muchacho de color la alentó a colocarse en otra posición, ahora de perrito, y fue también él quien inauguró la penetración masculina en esa nueva pose. Ahora, ella quedaba a merced de quienes aparecieran en escena. Y fueron varios. Mientras su colega la penetraba desde atrás, los muchachos colocaban sus penes al alcance de su boca para que ella, los mamara, como en efecto y presa de la creciente excitación, lo hiciera.
La vagina de mi mujer, para ese momento, ya había sido invadida por unos treinta penes. De hecho, ya había batido el registro de hombres con los que había compartido en una sola sesión de sexo. Antes habíamos tenido aventuras donde hubo compartido con dos y hasta tres hombres en una sesión, pero ser poseída por un número tan alto de personas rebasaba cualquier expectativa. Y lo mejor de todo era que parecía no cansarse y excitarse todavía más.
El muchacho de color, que oficiaba como director de orquesta, disponía de Laura a su antojo. Nuevamente le habló para que ella se colocará de espaldas, recostada sobre la cama, penetrándola nuevamente en la posición de misionero. Ella, al sentir a ese macho cubriéndola con todo su cuerpo, se excitó sobre manera y, aferrándose con intensidad a las nalgas de ese hombre, lo atraía hacia ella con insistencia. El contacto fue muy intenso y, ella, ya rendida de tanto placer, dio a entender que hasta ahí había llegado. Ya no podía más. Fue mucha adrenalina y no había experimentado eso antes.
Ella se incorporó, se quitó la venda y se sorprendió al ver tanto hombre y tanto pene erecto a su alrededor. Con todo y eso, agarró fuerzas de dónde pudo y se atrevió a decirle a aquellos hombres que les agradecía su presencia y los momentos de placer que le habían hecho pasar, pero que ya no tenía ánimos ni fuerzas para continuar. Que todo había sido tan intenso y placentero, que ya había llegado al límite de su resistencia. Y todos los hombres, como siempre, se atrevían a decir de todo… sin tapujos. Tranquila reina, decían, coja fuerzas otra vez que culea muy rico. Nosotros la esperamos… y cosas así.
Jorge, el muchacho de color, estuvo con ella, protegiéndola del acoso masculino. Señores, ya fue suficiente, muchas gracias. Ya la dama terminó. Hay otras damas en celo, así que disfruten la velada. Todavía no acaba la diversión. Y así, poco a poco, el grupo de personas alrededor de ese sofá se fue disipando. Algunos permanecían, quizá, solo por ver el cuerpo desnudo de mi mujer, y el contraste que color de su piel blanca hacía con el de su compañero negro. Quizá otros esperaban que el muchacho la cabalgara otra vez. ¡En fin!
Lo cierto es que, pasados los minutos, quedamos los tres solos, porque la turba de caballeros ya se concentraba en otros lugares donde apenas se iniciaba la acción. De ser actores principales, ahora fuimos observadores de lo que sucedía a nuestro alrededor y ahí sí, Laura, mi esposa, sin su venda, pudo ver la magnitud de la aventura a la que estuvo expuesta, pero no se inmutó. Por el contrario, se mostró muy agradecida con el muchacho, Jorge, que aún, pasados los minutos, permanecía junto a ella.
Ella y el permanecían desnudos, así que le insinué que se vistiera, pero Laura no fue receptiva a mi seña y, aferrando y acariciando el pene de él, sugirió algo más. El hombre lo entendió claramente, así que allí, y sin pronunciar palabra alguna, se irguió frente a ella con su pene erecto y, abriendo con delicadeza sus piernas a los costados, volvió a penetrarla. Varias personas, la mayoría hombres, nos quedamos contemplando como aquel hombre taladraba sin recato a mí mujer hasta que, nuevamente, la hizo estallar de placer. Ese fue el cierre de la jornada.
Después de aquello Jorge, nos indicó dónde estaba el baño de damas, instruyéndole que allí se podía bañar y arreglar. Y, que, si queríamos, podíamos continuar en el lugar porque ya no íbamos a ser abordados. Ya habíamos aportado lo nuestro y los muchachos se dedicaban a las parejas y mujeres nuevas, las que aún no habían tenido la aventura. Así que, después que ella se hubo bañado y arreglado, permanecimos un rato más como espectadores en aquel lugar, viendo ahora, desde otra perspectiva, cómo funcionaba aquello.
Nunca antes habíamos tenido tal experiencia y Laura se mostró muy satisfecha y, viendo todo aquello, nuevamente excitada ante la posibilidad de repetir la experiencia en algún momento. Me enfoqué en mostrarle todos los penes que habían estado en su vagina y que aún andaban presentes por ahí, y que no dejaban de echarle una mirada. Había hombres de todos los gustos. Colores y sabores. Todos, en algún momento de la noche, habían centrado su mirada e interés en ella, que estaba, como perra en celo, dispuesta a recibir entre sus piernas a cualquier macho que le ayudara a bajar la calentura. Y, como ella misma dijo, valió la pena calmar la curiosidad.