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Tres días con mucha huella

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Este relato corresponde a la época en la que deseaba sentirme bien, pero no sabía qué me faltaba. Andaba yo por los treinta años, casada con Saúl, un hombre que atendía mis necesidades económicas y las de mis hijos, pero yo estaba segura que no me amaba pues no me sentía el centro de sus atenciones, por el contrario, primero estaban su trabajo y sus hijos y, si sobraba algo de tiempo para mí era en la noche, donde después de unas caricias y besos, se ponía a mamarme y estrujarme el pecho mientras me cubría; una vez que satisfacía su necesidad de sexo dormía sin importarle cómo me sentía yo.

¡Y me sentía muy mal!, sólo era usada! Por esa razón había crecido en mí un sentimiento de odio y desprecio hacia mi marido. Así me sentí desde el principio de nuestro matrimonio: usada para su eyaculación; usada para ser la madre del hijo que él anhelaba tanto. A los pocos días de que di a luz tuve una gran depresión y Saúl ni se dio por enterada.

Al cumplir mi crío seis meses acudí a la ciudad donde vivían mis padres y tuve oportunidad de tener mi primer amante. Fue Roberto, con quien ya había tenido varios escarceos dos años antes, incluso en aquella ocasión me pidió que me casara con él, pero no acepté pues ya estaba comprometida con Saúl; sin embargo, eso no impidió que nuestras caricias sobre la ropa y los besos me excitaran.

Por ello y mi depresión, fue fácil iniciar esta relación subrepticia, aunque con el tiempo todos se enteraron. Después hubo otro par de encuentros, una sola vez con cada uno, que me hicieron sentir mejor por un tiempo ya que me sentía querida y deseada. Con el tiempo, casualmente me reencontré con Eduardo, con quien también había tenido acercamientos muy calientes y amorosos antes de casarme y dado mi estado de continua insatisfacción inicié una relación prohibida más, y de la que también se enteró todo mundo pasado el tiempo.

Así estaban las cosas en ese momento: yo con dos amantes a quienes veía cada vez que era posible (por separado, claro) además de algunos otros que ocasionalmente se me antojaba tirarme y “por única vez” porque no quería más complicaciones. Saúl tuvo que salir al interior del país, como lo hacía una o dos veces por año, durante una semana como máximo, por asuntos de trabajo. En esta ocasión salió en un vuelo nocturno y regresaría en la mañana del cuarto día, por lo que vi la oportunidad de estar con Eduardo un día completo. Le hablé y nos pusimos de acuerdo para que me esperara en una estación del metro, mi hermana se encargaría de los niños ese día.

Primer día: Decidí llevar a los niños al cine la tarde anterior a mi encuentro con Eduardo. En el cine, coincidimos en la fila de la taquilla con un muchacho de mi edad que llevaba a sus dos hijos, de edades similares a los míos y ellos de inmediato hicieron migas, así que a los padres no nos quedó más que intercambiar algunos comentarios, comprar las palomitas de maíz y sentarnos juntos, con los niños intercalados entre nosotros. Al finalizar la función ellos seguían muy platicadores y nos invitaron a jugar a su casa. “Será sólo un rato”, precisó el padre suplicándome que accediera.

Carlos resultó ser un hombre viudo, muy dedicado a que sus hijos no resintieran la falta de su madre. Ayudado por tres empleados fijos, atendía un negocio de autopartes ubicado en la planta baja de la finca donde ellos vivían. Una vez en su casa, los niños se entretuvieron y nos dejaron solos.

–¿Deseas tomar café, té o algo más fuerte? –preguntó Carlos.

–¿Qué tan fuerte? –Pregunté– Mejor lo que tú quieras –corregí.

–Lo que tú digas, me dijo tomándome la mano para llevarme hacia la pequeña cantina de su casa.

Me metí y le dije “¿Qué le sirvo señor”?, al tiempo que me agachaba y descubrí unas revistas de Play Boy y Hustle que estaban ahí. Las saqué y se las ofrecí diciendo “También hay esto, lástima que no haya para damas. Ja, ja, ja. Me conformaré con la bebida” dije mirando cómo se enrojeció su cara, avergonzado. Pero se repuso de inmediato, me volvió a tomar las manos y, mirándome a los ojos, me dijo muy serio “Sí hay para damas, pero sólo un modelo”. No pude evitar la seriedad de su mirada que fue tornándose en un gesto amable y no pude evitar besarlo. Nuestras lenguas se acariciaron y al concluir el ósculo dije con cara alegre “El modelo está muy bien, ¿qué más sabe hacer?” Ya no hubo tragos, solo besos y caricias y me dejé llevar hacia su recámara.

–Este es el único modelo que hay aquí –me dijo cuando estuvo desnudo y a mí me había quitado el saco, la blusa y el brasier.

Me separé de él para preciarlo completamente. Su pene estaba perfectamente erguido, sus nalgas se antojaban para besarlas y, en general, su cuerpo estaba en muy buena forma con algunos músculos marcados. Seguramente yo tenía una cara de deseo más notoria que la de él y sin dejar de admirarlo dije “Me gusta el modelito y quiero ver cómo funciona”, al tiempo que yo me quitaba poco a poco la ropa que me faltaba. En cuanto estuve desnuda su boca y manos se fueron a mis chiches (¡siempre mis chiches!). Después sus besos bajaron hasta llegar a mi triángulo de vellos donde talló su cara y aspiró con profundidad el olor a deseo que emanaba de mi vagina. Carlos de rodillas sobre la alfombra, yo de pie, abrí las piernas para sentir su lengua chupando mis jugos y metiéndola cada vez más adentro.

Siguió besándome recorriendo los laterales de mis piernas hasta llegar a mis nalgas y sentí su lengua en mi ano, ¡qué delicia! Se irguió y me cargó para depositarme en la cama. Yo no dejaba de verlo, me maravilló su glande, del cual empezaba a escurrir el presemen, que no pude evitar chupar y pedirle que me lo diera acostada. Al poco tiempo le pedí que me cubriera con su cuerpo y dirigí su pene hacia mi interior. Mis orgasmos llegaron con mucha intensidad, nuestro ritmo era frenético y sentí una descarga poderosa en el interior de mi vagina, luego otra oleada más del caliente líquido que traía acumulado. Carlos quedó yerto sobre mí con la respiración agitada que suspendió cuando sintió que mi “perrito” lo exprimía y su pene salió flácido.

–¡El modelo está bello y funciona muy bien! –dije dándole un beso antes de levantarme después del segundo palo que fue igual de rico que el primero.

–¿A dónde vas? ¡Quédate conmigo! –suplicó.

–Me tengo que ir, soy casada –dije y su cara se entristeció–. ¡Eres formidable, gracias por esta noche! ¿Puedes pedirme un taxi?

Afortunadamente, ya estábamos vestidos cuando aparecieron los críos. “Ya nos vamos, otro día venimos”, dije tomando mi bolso al escuchar el claxon del taxi y me despedí con un beso a cada quien. Llegué a mi casa muy feliz de haber concluido ese día tan satisfecha.

Segundo día: Desde que llegó mi hermana, me arreglé para estar puntual en mi cita con Eduardo. Justamente al salir de la estación del metro, estaba Eduardo en su combi. Nuestras sonrisas se encontraron y me subí, dándole un beso antes de ponerme el cinturón de seguridad. Él, justo después de cambiar la velocidad, me acarició las piernas y subió la falda para ver mi pubis, verificando que no traía pantaletas, después subió su mano y me acarició el pecho, metiendo la mano por el escote, recorriéndola de pezón a pezón pues tampoco traía brasier, ambas prendas estaban en mi bolso, por si fuesen necesarias en algún momento. Así era como los tenía acostumbrados a Roberto y Eduardo cuando salía con alguno de ellos, a cambio de que ellos tampoco trajeran ropa interior.

–¡Qué rica está mi mujer! –me dijo Eduardo aún con la mano en mis chiches.

Llegamos a un parque cercano a esa estación y nos bajamos a caminar abrazados. Nos deteníamos con frecuencia para besarnos y, si no había alguien cera, meter las manos bajo las ropas holgadas. Ni qué decir que nuestras manos olían al sexo del otro pues nos mojábamos con las caricias y los besos. Atrás de una lomita nos sentamos a gozar de las caricias hasta que en un momento ya estaba él encima de mí penetrándome. Me retiré justo antes de que se asomara otra pareja por ahí, seguramente buscado también un refugio para amarse. Nos reímos cuando, de inmediato giraron para retirarse pues Eduardo traía el pene de fuera.

–¡Cada vez somos más cínicos en el amor, mi mujer! –exclamó sin dejar de sonreír.

–Sí, pero debemos ser recatados en público, me haces el amor cada vez que ves la oportunidad… –dije recordando que me lo metió en un teatro para niños, el cual estaba abarrotado, con mis hijos en la última fila, y nosotros, y otros padres, apretujados en la parte posterior de los asientos, cubiertos por la oscuridad de la sala.

–Es divino sentirte mía cada vez que puedo, dijo entrecerrando los párpados y volviendo a meter la mano bajo mi blusa. –sentí el calor de sus caricias y mi humedad escurriendo en la entrepierna.

–¿Te gustan mis tetas, aunque estén algo caídas? –le pregunté mientras seguía regodeándose al apretar mi carne.

–¿Caídas? ¡Sí, se caen de buenas! –contestó dándome un apretón más.

Seguimos paseando abrazados y besándonos. Eduardo tenía razón: éramos más cínicos cada día. Yo ya no me preocupaba, pues si alguien nos veía juntos, mejor se volteaba para otro lado. Seguramente en estas salidas muchos nos reconocieron pues recibí reprimendas de algunos familiares, pero Eduardo y Roberto siempre me sacaron de mi marasmo con el amor que me prodigaban, a dos manos y testículos llenos…

Más tarde fuimos a comer a “La Marquesa”, ese parque nacional donde uno puede perderse entre los pinos fuera de las miradas indiscretas de los demás, lo cual hicimos para bajar la comida. Me penetró, a condición de no venirse para evitar que le diera una indigestión. Yo… ¡yo sí me vine y mucho! Como había que complacer a mi macho, nos fuimos a su departamento a tomar un aperitivo y terminar la noche.

Cuando llegamos, Eduardo sacó una botella de un coñac sumamente caro, y muy rico. Dijo que se la habían regalado hace tiempo, pero la guardó hasta que pudiera tomarla conmigo sin que hubiese problema. Ya otra vez, por la misma razón, había llegado con fuerte olor a vino a la casa y le dije a Saúl que habíamos festejado a una amiga muy querida, lo cual supo desde antes de mi mentira que no había sido así. Pero ahora no había nada para impedir que me pusiera alegre sin quien me lo recriminara. Así que paladeamos la primera copa desnudos, mezclándola con chupadas, Eduardo a mis tetas y yo a sus genitales, ¡desde el glande hasta sus testículos!

–Otra más a nuestra salud, pero seguido, en un cruzadito –dijo sirviendo otra porción, la cual me hizo efecto de inmediato, pues me sentí borracha y arrecha después del segundo beso.

–¡Ya, cógeme, amor, que quiero sentir tu verga en el útero! –le dije arrastrando las palabras y sorprendiéndome de la terquedad vulgar usada en mis palabras.

¡Claro que te cojo, golfa chichona! –dijo poniéndome de pie, y volteándome de espaldas me inclinó sobre el sillón, metiéndome todo el pene de un solo envión.

Afortunadamente yo estaba muy mojada y su herramienta se deslizó fácilmente. ¡Vi las estrellas!, “¡Más, que me salga por la boca, cógeme mucho, puto, que para eso te tengo!”, le grité, borracha y añadí: “Para eso me sirven los putos, para cogerme cuando yo lo pida.” “¿Y cuántos putos tienes?, me preguntó bombeándome frenéticamente y jalándome del pelo en cada embestida. Su pubis me golpeaba fuerte y mi cuerpo se alejaba de él, pero con su mano me regresaba a su verga enorme. “¡Contesta, golfa!: ¿cuántos te cogemos?”. Dentro de la obnubilación que me daba el alcohol, se me hizo la luz de que estaba hablando de más y contesté “Tú, siempre, y Saúl algunas veces”. “¿Y Roberto?” preguntó, cambiando el lugar de sus manos a mis chiches para jalármelas cada vez que volvía a ensartarme.

Me asusté porque nadie sabía que Roberto estaría conmigo al día siguiente. “Él ya pasó, y sí, lo tenía para lo mismo, para coger rico, muy rico, riquísimo, pero tú me haces el amor mejor”, dije antes de venirme una vez más al sentir su eyaculación. Me volteó y me metió el falo en la boca exigiendo: “Límpiamela, golfa cogelona”. Aunque ya estaba flácido, la sentía en la garganta y me dieron arcadas. Me la sacó y me cargó para llevarme tambaleando hasta la cama donde me arrojo y luego se tiró sobre mí.

No sé cuánto dormimos, pero ya era muy noche cuando despertamos, así que le pedí que me llevara a casa. En la combi le chupé el falo, pero sólo le salió un chorrito de semen, ya lo había exprimido mucho…

Al entrar, estaba mi hermana leyendo en la sala y notó mi fuerte olor a coñac. “¡Uf, estuvo buena la fiesta!” me dijo. “Sí, buenísima y muy alegre”, contesté sonriendo. “Se te cayó la baba en el suéter, límpiate, me dijo con seriedad extendiéndome un pañuelo desechable y se fue a acostar. Me vi en el espejo y se distinguía claramente el semen que me escurrió de la boca y, por si fuera poco, resaltaban un par de vellos de mi macho. “Sí, estuvo buena la fiesta”, me dije para mí misma cuando emprendí el camino hacia mi cama. Levanté la cobija, metí el pañuelo bajo la almohada para recordar el olor de Eduardo, me desvestí y volví a saber de mí hasta la mañana siguiente.

Tercer día: Roberto pasó a mi ciudad a firmar un contrato y al día siguiente regresaría a la suya en el primer vuelo. Ya me había avisado días antes que quería que nos viéramos para comer juntos. ¡Claro que también quería que nos “comiéramos” juntos! Afortunadamente, mi hermana había quedado de estar en las tardes con los críos, mientras Saúl se encontraba ausente.

Este día, dejé todo listo, incluida una rica comida que hice y sabía que era del agrado de todos, y me fui al restaurante donde ya algo tarde me citó Roberto, quien ya me esperaba. Platicamos como una pareja de enamorados y bebimos una botella de riquísimo vino. Al decirle que ya me tenía que retirar, me lo impidió y me llevó a su hotel, cerca de donde estábamos, me desnudó y todo cambió para mí, el vino se mezclaba con las hormonas. Le urgí a que él se desvistiera, porque era cierto que debía irme a casa, otra trasnochada no me lo permitiría mi hermana.

El pantalón fue lo último que se quitó, pues cuando salimos juntos no usamos ropa interior, y resorteo su miembro de glande imponente, el cual me metí a la boca de inmediato, pues brillaba de tanta humedad y estaba coronado con una gruesa gota de presemen que amenazaba con caer a la cama sin ningún uso práctico.

–¡Umhhh, más rico que el vino! dije y lo obligué a formar el 69.

–¡Sí, riquísimo! –contestó abrevando mis jugos y metió la lengua hasta donde le alcanzó, haciéndome soltar jugos en los orgasmos múltiples que me estaba provocando. Siguió lamiendo la raja paseando la lengua hasta el ano varias veces, antes de sorber mis labios y clítoris al mismo tiempo y grité de felicidad.

Reposé un poco, entre lágrimas y sollozos, por la dicha que me dio volver a probar su vergota, y abrazándome me besó la cara en todas partes: frente, ojos, labios y por último chupó mis orejas, las cuales empezaron a enrojecer para disipar el calor que me tenía satisfecha de cariño y anhelante de ser penetrada. Me zafé de sus brazos y con mis extremidades abiertas y los ojos cerrados le dije “Cúbreme, mi amor”, al tiempo que sentía cómo escurría mi panocha. “Pues a chimar, puTita” me dijo con el coloquial y castizo verbo de su tierra. Metió sus manos bajo mi espalda para alcanzar mis hombros y me penetró de golpe. Se movió rápidamente y mis orgasmos vinieron uno tras otro hasta que no pude con más felicidad y le pedí con el poco aire que aún tenía: “¡Faltas tú, mi amor, vente!” “Sí mi amor, dijo y soltó la gran cantidad de semen que había estado conteniendo.

–¿Te gustó así, puTita?

–Sí, mi amor. ¿Ya no te gusto tanto?: te tardaste mucho para venirte –le pregunté temerosa, porque siempre me llena pronto de lo caliente que se pone.

–¡Claro que me gustas! Pero hoy me prometí hacerte disfrutar lo más que pudiera.

–Gracias, lo lograste. ¿Me llevas a mi casa? –le pedí, pues casi siempre detenemos el taxi media cuadra antes, pero como hoy no está Saúl…

–¡Claro que sí! –me contestó y tomó el teléfono para pedir en la administración un taxi.

Nos vestimos con prisa y apenas salimos del vestíbulo ya estaba el taxista esperándonos y nos abrió la puerta de atrás para subir. Inmediatamente después de darle la dirección, Roberto se abrió la bragueta del pantalón y, amorcillada aún, apareció su verga. “Ven”, me dijo inclinándome la cabeza para que se la chupara. Obviamente no lo desprecié y me puse a mamar. ¡En menos de un minuto ya no me cabía en la boca! Le chupé el glande con lo mejor de mi repertorio bucal al tiempo que con una mano le bajaba y subía la piel del tronco y con la otra amasaba los testículos con suavidad…

Roberto, por su parte, me acariciaba la raja encharcada y surgió el olor de mi sexo ya atendido debidamente. Es obvio que el taxista sabía lo que estaba pasando pues además del penetrante olor a sexo, el chaca-chaca del ruido de la piel, mis chupetones y los jadeos de mi amado que culminaron en un sollozo profundo al soltar el semen en mi boca no podían deberse a algo más. El resto del camino se la fui limpiando, además de haberle dado un beso con un poco de lo que me dio a tomar. “¿Aquí doy vuelta a la izquierda o a la derecha?” Preguntó el taxista volteando hacia atrás después de frenar despacio.

Claro que no vio nada, el pelo de mi cabeza obstruía la vista de lo que yo paladeaba, pero seguramente si vio mi mata ya que Roberto me tenía con la falda en la cintura. A poco de dar vuelta “a la derecha” como le indicó Roberto, me incorporé para decir “Aquí” y paró frente a la casa. Roberto le pagó el doble de lo que pidió el conductor, diciéndole que se quedara con todo, y bajó sin haberse subido el cierre, pero con el badajo ya dentro del pantalón.

Abrí la puerta de la reja, la cerré y a la luz del farol que estaba en la puerta de entrada, pero ya al amparo de las paredes interiores estuvimos besándonos otro rato, antes de que abriera yo la puerta de entrada a la casa.

–Un último beso y me voy, puTita… –me dijo Roberto, acercándome su crecidísimo miembro, ¡parecía que no se había venido ninguna de las dos veces! No pude resistir el calor que me comunicaba en el pubis.

–…”y te vienes”, has de querer decir. –corregí abriendo las piernas, mojadas por el escurrimiento del semen que ya traía de él y el presemen que soltó cuando me friccionó su pene acompañando su caliente solicitud.

Me ensartó delicioso después de colgarme de su cuello y aprisionarle la cintura con mis piernas. El “chaca-chaca” duró muy poco: se vino exhalando un fuerte suspiro que temí pudiera despertar a mis hijos. Yo también me vine automáticamente al sentir su semen caliente bañando mi vagina. “Qué macho tan caliente tengo”, me dije acompañándolo en el suspiro y aflojé las piernas para descenderlas y tocar el piso cuando soltó suavemente mis nalgas. Lo besé y nos dijimos adiós. Cerré la puerta y subí despacio las escaleras en tanto que Roberto salió de la reja y la cerró.

–Ya llegué. –le dije a mi hermana, quien se encontraba en la cama del estudio.

–Sí, ya escuché desde que llegaste –dijo molesta por mi reiterada conducta cuando Saúl no estaba–, parece que no te es suficiente el tiempo en el que no estás en tu casa… Buenas noches –concluyó.

Al ver que mis hijos dormían, me fui a mi cama. Me desnudé y con las pantaletas que saqué del bolso de mano me limpié la raja, olí el semen de Roberto, lamí la prenda y me quedó claro que, efectivamente, no me es suficiente el tiempo en el que no estoy en la casa, ¡cómo volví a desear a Roberto, ahora aquí en mi cama!

Para los que estaban con la duda, cuando llegó Saúl, lo primero que hizo fue usarme como él lo acostumbraba: chupándome las tetas mientras se venía. En la noche sufrí unas embestidas más de su parte y nos dormimos haciendo el 69. Pero eso no lo sentí como amor, mucho menos al compararlo con lo que cualquiera de los otros días recibí.

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