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Tiempo de lectura: 4 minutos

Hay situaciones en los trabajos que pueden llegar a ser tremendamente morbosas. Desde hace muchos años trabajo en una agencia inmobiliaria donde, llegado el verano, nos dedicamos al alquiler vacacional. Como imaginaran he vivido multitud de situaciones de todo tipo y no necesariamente con connotaciones sexuales. He de decir que me gusta el trato con el público aunque haya clientes con un comportamiento bastante desagradable.

Durante la segunda quincena de junio, el mes más flojo de todo el verano, recibimos a una familia que desde el principio supe que serían un dolor de cabeza. Desde la recepción ya se mostraron bastante quejosos. Supongo que proyectaban contra mi empresa sus propias frustraciones personales. Y es que la familia la componían; Ernesto, un cuarentón manipulado por las mujeres de su vida, su madre y su mujer, Marisa, la esposa del hombre, cabreada por tener que pasar sus únicos quince días de vacaciones junto a su suegra, Amalia, una septuagenaria cuyo único afán en la vida parecía fastidiar a su nuera y Asier un preadolescente que se evadía del mundo tras unos cascos Appel sin levantar la cabeza de su móvil de 1.200 €.

Con este panorama, el hombre comenzó a relatar la serie de exigencias que su madre le ordenaba (¿los colches estarán limpios, y la casa también? ¿el calentador tiene que ser de butano, no hay gas ciudad?). Mientras tanto, su mujer, negaba con la cabeza viendo al pelele de su marido repetir como un papagayo lo que le dictaba su madre. Ahí se produjo lo que entendí no era el primer encontronazo entre aquellas dos mujeres. La tensión familiar por tanto, iría en aumento a medida que pasaran los días.

Y estos fueron pasando con llamadas a la oficina para solucionar mil y una cosas sin importancia, llaves que no aparentemente no abrían, lámparas que no encendían. Tuve que ir varias veces por la casa para comprobar que las llaves solo necesitaban un poco más de delicadeza y la lámpara ser enchufada. Por supuesto, cada vez que llegué estaban discutiendo haciendo de mi presencia allí un rato bastante embarazoso.

Marisa, era una de esas mujeres de aspecto serio, casi amargado, viviendo en un constante enfado. No tenía mal cuerpo para sus 42 años y no era fea pero su ceño fruncido le daba un talante desagradable. En la casa se movía con una camiseta ancha justo por debajo de los glúteos y mostrando unas piernas bonitas bien torneadas. Bajo la camiseta se le adivinaban unas tetas de considerable tamaño siempre libres. Como digo el conjunto era bastante llamativo pero su cara de mala hostia echaba para atrás.

Una semana antes de marcharse nos volvieron a llamar por algo que le sucedía al calentador. Encontré un hueco sobre las 12 del mediodía y me acerqué por la vivienda. Al llegar a su puerta se oían gritos justo antes de que se abriera. En fila india salían, Asier, con sus cascos y su móvil pasando olímpicamente de todo, Amalia la abuela con una extraña expresión a medio camino entre la sonrisa maléfica y la mueca diabólica y por último Ernesto cargado con una sombrilla y una silla de playa:

-Pasa, el calentador no enciende.

Fue su recibimiento y su despedida, porque sin decir nada más los tres se marcharon a la playa. Yo entré en la casa y vi que Marisa estaba sentada en el sofá del salón. Su postura, con una pierna subida y la otra apoyada en el asiento, dejaban ver más allá de lo pudorosamente aceptable. Ella, hablaba por teléfono y me hizo un gesto con la cabeza como dándome permiso para pasar hasta el lavadero y que me dedicara al calentador.

Mientras investigaba sobre las posibles causas, oía a la inquilina reír con su interlocutora ya que supuse que sería alguna amiga o su propia hermana por la terminología que empleaba; el gilipollas o la bruja, en clara referencia a su marido y su suegra. Dejé de prestar atención a la conversación cuando de repente Marisa apareció por el lavadero.

Iba con un mini pantalón deportivo, tipo mallas, muy ajustado que no dejaba lugar a la imaginación. Se le marcaba un buen coño, posiblemente sin bragas, y una camiseta, también deportiva, en la que se le marcaban unos impresionantes pezones sin sujetador. No pude evitar mirarle las tetas. Después la cara, era mucho más guapa de lo que si perpetuo enfado mostraba.

Me miró y al tiempo que se quitaba la camiseta:

-Olvídate del calentador que no le pasa nada…

Ante mostró dos maravillosas tatas, algo caídas, con una aureola grande y rosada espectacular. En el centro un pezón endurecido pedía a gritos un mordisco. Sin tiempo a reaccionar se acercó a mí y para comerme la boca al tiempo que me echaba mano al paquete. No dudé en agarrarle las tetas, pellizcarle los pezones y comérselas. Durante unos minutos estuvimos morreándonos al tiempo que mi polla crecía atrapada en mi pantalón vaquero.

Lentamente, Marisa, fue descendiendo hasta arrodillarse delante de mí. Mirándome a los ojos y con una sonrisa de zorrón me desabrochó el pantalón para liberar mi polla con una tremenda erección. La agarró fuerte por el tronco, tirando de la piel hacia atrás y haciendo que el capullo se tensara, mostrándose inmenso antes de comenzar una mamada espectacular durante 10 minutos. Ayudándose de la mano derecha para pajearme fue metiéndosela entera en la boca para luego comenzar a sacarla poco a poco. Continuó con un movimiento de cabeza, de delante a atrás hasta llevarme al límite.

Cuando noté que me iba a correr la avisé. La inquilina se la sacó de la boca y continuó pajeándome mirándome a los ojos. Con un grito le solté varios lechazos que dirigió a sus tetas. La visión desde arriba, de los chorros de lefa viscosa y blanquecina descendiendo por sus maravillosas tetas no lo podré olvidar. Continuó con movimientos más lentos para terminar de ordeñarme.

Con los pantalones por las rodillas, notaba como me temblaban las piernas productos del tremendo orgasmo. Ella se puso en pie, y sin decir nada, se ha metió en el baño. Yo volví a la oficina con una extraña sensación de relajación, morbo e incertidumbre. Supongo que fue una venganza contra su marido. Una hora después, ya en mi casa, estaba duchándome para refrescarme. Mi mujer entró sin avisar en el baño y me vio con la polla morcillona:

-Anda, ¡Qué contento vienes del trabajo, ¿no?!

Por supuesto, no le dije nada de la mamada que me pegó la inquilina.

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