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Un polvo con mi futura suegra

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Llevaba seis meses saliendo con Teresa cuando accedí a conocer a sus padres. No se trataba de miedo al compromiso sino que la relación, sobre todo a nivel sexual, no terminaba de satisfacerme. Teresa era hermosa, todo hay que decirlo. Morena de ojos verdes con unos pechos modestos y un culo soberbio.

El padre era gerente de banco y encasillaba cada aspecto de la vida en columnas de un balance. En cambio, la madre era otra cosa. Simpática y muy mona. Se llamaba Ingrid, era morena como la hija pero con unos grandes ojos que oscilaban entre el verde y el marrón y que daban la impresión de navegar aguas misteriosas. La cena fue algo tensa. Yo no soy muy bueno con los números y el padre parecía tener solo estadísticas en la cabeza. Después del postre nos encerramos en la habitación a tener algo de sexo.

Como dije, a pesar de toda su hermosura, Teresa dejaba qué desear en la cama. Los juegos previos se limitaban a unos cuantos besos y algunas caricias en los lugares indicados. El sexo oral era un tabú. Conclusión: tenía que poner mucho de mí para que la cosa saliera adelante. Y esa noche, vaya si salió adelante: la cogí como nunca en la oscuridad del cuarto, inspirado en las hermosas tetas de la madre, en ese culo macizo de mujer madura…

El sol calentaba la habitación cuando me desperté. Teresa dormía dándome la espalda, contemplé unos segundos su culo espectacular bajo la sábana. Tenía la verga muy dura pero me contuve, en los seis meses de noviazgo no había logrado que tuviéramos una sola vez sexo por allí y ése no era el momento ni el sitio indicados para insistir. Tenía sed, me puse el bóxer y la remera y espié por si andaba cerca alguno de sus padres. En punta de pies, fui hasta la cocina.

–¿Madrugando?

Me sobresalté, Ingrid sonrió y mordió una tostada con jalea de membrillo.

–Te diré que como huésped no sos para nada educado. No pude dormir en toda la noche.

La miré intrigado y ella se metió a la boca el resto de la tostada.

–La próxima vez deberían poner una almohada entre el respaldo y la pared.

Me tocó a mí sonreír y de pronto me puse serio y creo que hasta pálido. Ingrid pareció leerme el pensamiento.

–MI marido no está, se fue al club con esos… que son como él. Puros numeritos.

Se levantó. Llevaba puesto un salto de cama atado a la cintura y, según pude ver, debajo solo tenía ropa interior. Se ofreció a hacerme un café y acepté.

–Como te digo, una no es de palo. Y ustedes dándole sin parar al asunto. Probé leer pero ahí estaban gimiendo, quise escuchar música y volvían los golpes en la pared.

Hablaba como si estuviera sola mientras preparaba café y buscaba más tostadas. Imaginé la carne llena de deseo bajo aquella bata, temblando por la necesidad de un buen polvo, ansiando con cada poro algo que la hiciese sudar como una yegua corriendo bajo el sol.

–¡Y Aurelio! ¿Para qué vamos a hablar de…?

¡Que fuera lo que Dios quiera! Hacía cinco minutos que tenía la verga dura imaginando ese cuerpo encerrado dentro de la tela. Le apoyé por detrás mi pija y le abarqué las tetas, las encontré grandes y sueltas. No llevaba ropa interior. Las sobé con ardor, la taza vacía cayó al piso y se rompió. Afirmó las manos en la mesada, inclinó la cabeza y echó su culo hacia atrás, lo frotó contra mi miembro tieso como una columna, arriba y abajo, gimiendo cada vez como el sediento frente a una jarra de agua helada. Alcé la bata, la enrollé alrededor de la cintura y la turgencia de las nalgas me sorprendió. Ingrid se la quitó de su solo tirón y me encaró con los ojos despidiendo chispas de calentura. Nos besamos con una pasión que solo puede guardar una mujer que hace tiempo que no la tocan. Bajó la mano hasta mi verga, dura y caliente.

–Te la voy a chupar hasta que se te gaste, hijo de puta.

Se arrodilló y se la metió en la boca. Se entretenía deslizando la lengua por el glande, presionando con la punta en el único ojo. Succionaba salvaje, exhalando gemidos entrecortados.

–¡No se te ocurra acabar! Quiero sentirla bien adentro –me advirtió, la cara transfigurada en una expresión de deseo violento.

Volvió a metérsela en la boca, se acomodó y avanzó despacio, separando más y más los labios hasta que la punta de su nariz presionó fría contra mi pubis. Atraje su cabeza para que mi verga le perforara la garganta. Emitía gruñidos breves, una ligera arcada sacudió sus hombros. Se retiró intentando recuperar el aliento mientras yo solo quería que me la siguiera mamando. Le sujeté la cabeza y le acerqué la verga. Como una milf obediente, volvió a engullirla. Espiando de vez en cuando hacia el dormitorio de Teresa, disfrutaba de las lamidas calientes de Ingrid. Jugaba con su lengua dentro de la boca como si mi glande fuera un caramelo largamente ansiado. Con sus dedos suaves me acariciaba los huevos, jugaba con ellos sin dejar de chupármela mientras me miraba desde abajo con esos monumentales ojos verdosos.

A punto estuve de escupirle toda mi leche cuando se detuvo con una sonrisa mientras se ponía de pie.

–¿Ibas a terminarme, no? Es de muy mala educación. Vení, metémela toda ya mismo.

Se afirmó contra la mesada presentándome su concha empapada de deseo. Apoyé el glande contra la entrada caliente y le abarqué una de sus tetas macizas.

–Te voy a coger como hace mucho que no te cogen.

–Partime la concha, papi. Hacé conmigo lo que quieras. ¡Pero ya!

La metí despacio, disfrutando de cada milímetro de esa vagina que se iba abriendo para mí entre gemidos de agónico placer. Cuando la tuvo toda adentro, echó la cabeza hacia atrás con un largo jadeo. El olor a lavanda de su cuello se mezclaba con el del café de la mañana. Me empecé a mover dentro suyo, primero con suavidad pero después cada vez más fuerte. Mis manos sentían vibrar su cintura, mi boca bebía sus gemidos, nuestras lenguas luchaban como gladiadores espartanos. La humedad de sus jugos goteando por mis huevos me calentaba. Entonces, le daba más duro, quería perforarla.

–Te voy a partir en dos, ¿me escuchaste?

–Rompeme toda, papi. Hacé lo que quieras pero seguí dándome. ¡Qué rico! ¡Asííí!

Con los dedos crispados contra el borde del mármol, tembló como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Le abarqué los pechos buscando sus pezones, se los pellizqué mientras se desarmaba en un orgasmo salvaje que sofocaba con los dientes apretados para que Teresa no nos oyese. Se dejó caer sobre la mesada y yo redoblé mis embestidas, nunca había tenido una concha tan estrecha y lubricada a mi disposición y estaba dispuesto a gozarla al máximo. Cuando sentía que estaba por acabar, me detenía, contaba hasta tres y seguía. Con la cara contra la mesada, Ingrid emitía gemidos débiles como si ese orgasmo la hubiera dejado sin fuerzas. Probé nuevas vías de acceso introduciéndole el pulgar en el ano pero protestó y lo apartó con un gesto desganado.

–Quiero cogerte este culo gordo y hermoso –rogué sintiendo que acabaría en cualquier instante.

–Dejame sentir esa linda pija en mi concha, no seas malo. Así, me encanta. Dámela toda, papi. No termines, por favor.

Con la verga perdida en el interior de Ingrid, contuve la respiración y sentí detenerse hasta el tiempo esa décima de segundo que reprimí el violento disparo de leche caliente que la llenó entera. En el espacio de luz que dejaban mis párpados entornados, la vi recibir con deleite todo mi semen. Sonrió como si estuviera teniendo el mejor sueño en mucho tiempo y permaneció inmóvil hasta que dejé dentro de ella la última gota.

–Sentate, mi amor –ronroneó con sensual languidez.

La obedecí y me senté en una de las sillas. Ingrid volvió a colocarse de rodillas entre mis piernas y lamió el glande mojado con sus propios jugos y restos de semen. El suave contacto con la lengua me arrancaba estremecimientos de placer intenso. Permanecimos en esa postura un buen rato, Ingrid chupándomela con dulzura y yo gimiendo como un chico al que se la maman por primera vez.

–¿Prepararías el café? Algo me chorrea –sonrió incorporándose.

Con la bata colgando de un brazo y meneando el culo como una fruta prohibida, desapareció hacia el baño mientras me preguntaba dónde guardarían en esa casa el café.

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