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Un retiro espiritual budista muy carnal

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Hace cinco años, a la edad de 45 años, decidí hacer un retiro de un mes en un templo budista.

No soy nada espiritual, ni místico ni nada que se le parezca. Simplemente buscaba un lugar apacible y tranquilo donde poder desconectar del mundanal ruido y bajar mis niveles de estrés y ansiedad.

No era temporada estival así que no había muchas personas, unas cincuenta.

Había monjes y monjas. Todos llevaban el pelo muy corto, casi rapado en algunos casos. Hay mujeres a las que les queda muy bien una imagen a lo Sinéad O’Connor de cuando era joven. Y este era el caso de Catherine, una de las monjas que nos impartían cursos de meditación.

Catherine no era española sino de Escocia. Hablaba el español con un marcado acento anglosajón. Era alta, 1,76 m, con ojos azules. Llevaba el cráneo rapado al cero, pero se intuía que su pelo era de color rubio. De lo delgada que estaba, por una dieta muy estricta que se imponía, se la veía escuálida. Pero era muy atractiva y hermosa de cara.

Monjes y monjas que hacían las veces de monitores eran 15. El resto de las 35 personas éramos visitantes que por diferentes razones queríamos pasar allí una temporada.

Había un sinfín de casetas esparcidas por la finca (esta calculo que tendría 5 ha. de extensión).

Eran como bungalós de 35 m², de uso individual, con baño y duchas incluidos. En estas casetas se hacen retiros de semanas, meses e incluso años. En el recinto con su respectivo templo tienes todas tus necesidades básicas cubiertas, pero no esperes grandes comodidades ni lujos. Mi bungaló era el nº 53.

Había un programa de eventos a seguir. En una sala grande el monje que dirigía el templo y el resto del conglomerado, nos hablaba de la historia de Buda y los diferentes budismos que existen; nos enseñaba algo de doctrina; y también nos refería de las ventajas de la alimentación vegana. Entre otras charlas.

La monja a la que le tocó estar con nuestro grupo fue precisamente Catherine. Ella nos iba instruyendo en todo lo referente a logística. Por ejemplo, el templo estaba a una altitud tan importante que no había conexión a internet y ni siquiera línea telefónica. Los teléfonos los teníamos para sacar fotos y grabar videos, era lo único que podías hacer con ellos.

En las clases de meditación que nos impartía Catherine, yo disfrutaba mucho. Me encantaba oírla dar instrucciones con ese acento tan peculiar. Y cuando nos daba yoga, con sus posturitas de rigor, yo no podía evitar que se me pusiera morcillona. En vez de relajarme en sus clases, que ese era el objetivo, salía excitado y empalmado como un mulo.

En una de las excursiones que hacíamos para recoger setas y otros comestibles, Catherine tropezó, y si no es por mí que la sujeto por la cintura, se hubiera roto la crisma contra el suelo empedrado. Yo, aprovechando la ocasión, le apreté bien de la cintura y le magreé un poco el bajo vientre y la espalda. Ella se dio cuenta de mis intenciones y ruborizándose, se puso un poco colorada. Cuando los compañeros del grupo le preguntaban del porqué de su rojez facial, ella se lo achacaba al susto.

Después de este suceso, durante un tiempo Catherine se mostraba distante y esquiva conmigo. Pero yo sabía que le gustaba, si no, me hubiera delatado el mismo día de mi atrevimiento. Solo era aturdimiento y timidez lo que la movía a evitarme, no había resentimiento.

Una noche de luna llena y muy estrellada, yo me encontraba a unos metros de mi caseta tumbado sobre el césped, contemplando el firmamento mientras reflexionaba sobre mi vida. En esto que escucho unos pasos detrás de mí, alguien me toca en la espalda, me doy la vuelta. Era Catherine.

–¿Qué haces aquí tan solitario? –me pregunta.

–Contemplando el firmamento y disfrutando de los sonidos nocturnos que nos proporciona la naturaleza. ¡Qué envidia vivir así todo el año! –le contesto, al mismo tiempo que observo que se me acerca y se sienta a mi lado.

Me comenta que la vida allí es muy dura, sobre todo en invierno. Pero eso sí, aunque los preceptos del budismo theravada son muy estrictos, en su comunidad son más liberales, algo hippies, y practican un tipo de budismo mahayana sui géneris, sin muchas restricciones ni normas.

Al mismo tiempo que hablamos no puedo reprimir acariciarle un brazo, hacía relente y lo tenía frío. Decidimos entrar en mi caseta, le preparo un té y seguimos charlando de nuestras vivencias del pasado y de nuestros planes de futuro.

En esto que ya no puedo retrasar más besar sus carnosos labios y me acerco para besárselos. Pero se me adelanta, y sacando su lengua me lame los míos. La abrazo, le acaricio desde la nuca hasta la cintura toda la espalda. Ella no deja de besarme y lamerme el rostro. Me mordisquea las orejas y me dice en susurros:

–Estoy deseando sentirte dentro. Que abras mis carnes con tu férreo y cálido miembro.

Nos apresuramos a desprendernos de los cuatro harapos que nos cubren las pieles. De pie, como estábamos, le levanto una pierna con mi mano y ella se introduce mi polla en su acaparadora y húmeda almeja. Entra bien, muy suave. Estamos en esta posición un buen rato, hasta que Catherine decide engancharse de mi cuello. Con sus piernas hace otro tanto abrazando con sus muslos y pantorrillas mi cintura. Yo la sujeto a la altura de sus cachas apretándola contra mi vientre. La subo unos 17 cm y la Ley de la Gravedad hace el resto del trabajo bajándola, cayendo sobre mi rabo con fuerza hasta que mi huevos le hacen de tope. Una y otra vez repetimos esta operación. Mis brazos resisten bien el peso de su escuálido cuerpo.

Disfruto de la visión que me ofrece su cabalgada. Noto que comienza a sudar, su cráneo rapado brilla y algunas gotas de sudor empiezan a caerle por la frente. Pegada a mí como una lapa a su roca, restregaba sus tetas y vientre por mi torso. A mí también el sudor me comienza a resbalar por la espalda.

–Me excita mucho que me monten así. Yo enlazada a mi macho mientras la gravedad me facilita unas embestidas bien fuertes y profundas. ¡Me corro, cariño! ¡Joder! –parloteaba Catherine, entre jadeos y gemidos cada vez más intensos.

La fui bajando poco a poco de su particular tiovivo, con cuidado, porque aún estaba extasiada, ensimismada, gozando de los últimos estertores del visceral orgasmo que acababa de sentir.

La tumbo en el catre y en la postura del misionero me la sigo follando. Ella vuelve a rodear mi cintura con sus piernas, a modo de tenazas, apretando sus pies contra mis nalgas para que no pueda desengancharme (es algo que no tengo pensado hacer, precisamente).

La perforo una y otra vez a buen ritmo. Observo la cara de lascivia que pone, es vicio en estado puro. Vuelve a decir que se corre y me pega un bocado en la barbilla que casi me la corta con sus incisivos dientes.

Nos desenganchamos, esta vez sí, y me pongo de pie. Ella de rodillas ante mi verga espera impaciente los chorros de la vida. Yo la sujeto por el cráneo, a la altura del cogote, y le acerco su rostro a mi nabo. Este comienza ya a babear un poco de agüilla.

Catherine le pega un par de chupetazos en la punta y al instante salen los ocho disparos de esperma que ya no pude contener más. Ella se carcajea mientras le embadurno la cara y el cráneo de lefa.

Después, con mis manos, le extiendo la lechada a modo de mascarilla facial y de crece pelo, por toda la cara y cabeza.

Una hora después tenía la última clase de meditación del día. Catherine me dijo que la daría con toda la cara y cuero cabelludo brillantes por mi esperma, que no se ducharía. Además, según ella, el olor a semen es el mejor perfume que se pueda echar una hembra encima. Es natural al 100%.

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