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Una fuente incomparable de fruición

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Ernesto era un hombre de piel blanca amarillenta, cabello rubio y lacio que le llegaba hasta los hombros, cejas peludas, ojos celestes, pestañas invisibles, patillas salientes, mejillas rojizas, tabique hundido, nariz grande con aletas amplias, labios bien rosados, mentón normal, cuello forrado con manchitas blancas, hombros bien desarrollados, pectorales marcados, abdomen definido, cintura delgada, extremidades fibrosas, manos huesudas, uñas transparentes con cutículas oscuras. Tenía veintiséis años de edad y medía un metro setenta y ocho. Era lampiño, casi pelado. Tenía voz de locutor, se le entendía a la perfección cuando hablaba.

La poderosa tempestad había estado presente desde hacía más de una semana, todo el entorno estaba húmedo, las calles y avenidas estaban encharcadas, los terrenos baldíos parecían piscinas, los lagos y arroyos estaban desbordados, la erosión hídrica había echado a perder huertas y jardines, las terrazas y los techos estaban empapados, las viviendas estaban mojadas y la temperatura se mantenía por debajo de los veinte grados centígrados.

Ernesto se había tomado unos días libres del trabajo y, debido al horrendo clima, tuvo que quedarse encerrado en su casa como si estuviera cumpliendo prisión domiciliaria. Vivía en una pequeña morada grisácea, con techo en mal estado, puertas macizas, ventanas con celosías, pisos monocromáticos y paredes dañadas. Tenía una cocina-comedor, una sala, el baño y un patio que compartía con varios vecinos. Afuera siempre había ropa colgada en el tendedero y niños ruidosos que hacían escándalo.

La vecindad en la que se encontraba no tenía nada de malo, a excepción de la puerta de entrada que se estaba cayendo a pedazos. Todos los que allí residían eran personas de clase media, personas que vivían con lo justo y quizás un poquito más. La relación de Ernesto con los demás miembros de la vecindad era regular, ni buena ni mala. Ahí ninguno podía lucirse de sus riquezas ni pavonearse de sus trabajos. Todos sabían muy bien lo difícil que era ganarse el pan de cada día.

Ernesto ya llevaba cinco años trabajando en obras de construcción con varios compañeros. Algo que compartían todos ellos era la soltería, ninguno conseguía una pareja estable o una persona fiel con la que pudiese expresarse libremente. Durante los ratos libres, se juntaban entre los albañiles y conversaban sobre experiencias personales. Había un ingeniero simpático y de buen hablar que siempre hacía reír al grupo con sus ocurrencias. Se trataba de Javier, el más afable de todos. Le gustaba contarles a los demás lo que hacía los fines de semana.

Javier era un hombre fornido de piel morocha, cabello bien corto de color negro, cejas finas, ojos cafés, nariz ancha con aletas amplias, labios grandes y morados, dientes blancos como perlas, mentón circular, protuberante nuez de Adán, hombros definidos, pectorales bien trabajados, abdomen marcado, cintura ancha, extremidades fibrosas y manos grandes. Tenía treinta y siete años de edad y medía un metro noventa y uno. Era bien lampiño, no tenía pelos ni en la entrepierna. Tenía una voz gruesa que resultaba llamativa, a veces era difícil entender lo que decía por el marcado acento colombiano.

Fue durante un día normal que Ernesto se cruzó con el ingeniero y le contó que había tenido una cita, pero que las cosas no le salieron bien y echó todo a perder en el mejor momento. Ante aquella desdichada oportunidad de ligar con alguien, Javier le comentó que conocía a una mujer promiscua que tenía muchos deseos de experimentar cosas nuevas con hombres jóvenes. Se trataba de una solterona de treinta y nueve años que había quedado en bancarrota luego de que su primer novio la cambiara por otra.

Según lo que se comentaba, la mujer había quedado tan enfadada con lo que le había hecho su primer amante que comenzó a acostarse con todo hombre que se le cruzase. Cobraba una pequeña suma de dinero por cada sesión de amor que brindaba desde su casa, tal y como lo haría una prostituta, y así fue recuperando el dinero que había perdido por culpa del exnovio. Él le había robado casi todos sus ahorros para mudarse del país e irse a vivir a España con una jovenzuela bien zonza.

El nombre de la mujer era Estela (hija de inmigrantes), una persona amorosa y de buen vestir. Pese a no tener una fortuna, vivía en una morada digna. Tenía dos gatos siameses y un loro que cuidaba la casa cuando ella no estaba. Trabajaba como profesora de danza y daba clases de música los sábados por la tarde en una escuela para adultos. Era común que los transeúntes le tiraran piropos y le susurrasen cosas a espaldas. Se mantenía muy bien a pesar de la edad.

Estela era un muñeca de piel blanca, cabello rojizo y lacio que le llegaba hasta la mitad de la espalda, oreja chicas, cejas finas, ojos verdes, pómulos marcados con manchitas, nariz pequeña, labios rosados, mentón triangular, cerviz salpicada con lunarcitos, pechos grandes, abdomen chato, cintura angosta, cadera ancha, brazos delgados, nalgas abultadas, piernas carnosas, manos pequeñas y uñas cortas pintadas de color lila. Medía un metro setenta y siete y tenía el cuerpo totalmente depilado. Cabe mencionar que no tenía ni celulitis ni problemas de peso corporal.

Javier le había contado que tenía pensado ir a visitar a Estela durante el fin de semana, pero no estaba seguro en qué momento lo haría. Le propuso que lo acompañara para que la conociera en persona ya que era una mujer encantadora que enamoraba a cualquiera con su bella sonrisa. Ernesto le pidió que le diera el número de teléfono de aquella mujer para llamarla. Él quería hablar con ella antes de ir a visitarla.

Intento tras intento, ponerse en contacto con Estela fue imposible para Ernesto. Pensó que a lo mejor ella lo llamaría en algún momento para saber quién había estado llamándola tantas veces. Lo que Ernesto quería era cerciorarse de que esa mujer fuese lo que Javier había descripto y no una persona común y corriente como la que había conocido en la última cita. La espera se había hecho tan extensa que finalmente se dio por vencido.

Eran casi las nueve de la noche cuando el celular sonó, Ernesto estaba lo más tranquilo viendo una película de acción en la televisión y apenas se dio cuenta. Se levantó del maltratado sillón y agarró el celular para contestar. Se llevó una gran sorpresa al escuchar la voz más dulce del mundo a través del parlante. El milagro se había cumplido: Estela por fin lo llamó. Los nervios se apoderaron de él y quedó tartamudo por un rato, como si no supiera cómo responder.

Estela lo llamó para contarle que tenía la noche libre y que enviaría a Javier a recogerlo para que no tuviera que caminar o viajar en autobús. Ella vivía a más de quince kilómetros e ir hasta su casa bajo la lluvia era un verdadero fastidio. Le confesó que estaba muy ansiosa por conocerlo en persona, le dijo que quería probar carne joven y suculenta. Además, le avisó que Javier también participaría de la escena, por lo que no estaría solo con ella.

Al escucharla decir eso, pensó que harían un trío como los de las películas: un hombre por delante y otro hombre por detrás. En realidad, lo que Estela pretendía era otra cosa más, pero él no se lo imaginaba. Javier era abiertamente bisexual y le gustaba metérsela a hombres y a mujeres por igual, con ambos sexos disfrutaba. El atractivo ingeniero había tenido muchas experiencias sexuales con personas de todas las edades, excepto con menores de edad. Se autoconsideraba un semental porque estaba bien dotado.

Ernesto le dijo que quería verla con ropa provocativa antes de cogérsela, que no quería apresurarse porque siempre metía la pata cuando el tiempo le jugaba en contra. Su mayor deseo era tener contacto físico con ella antes de penetrarla, y de ser posible, intercambiar caricias como lo hacían las parejas antes de hacer el amor. No le importaba en lo más mínimo que ella fuese mayor que él o que tuviese más experiencia en la cama, lo único que quería era pasarla bien un rato.

Tras finalizar la llamada, se contactó con Javier para decirle cuál era su dirección exacta a fin de que pudiese ir a buscarlo. Se puso la mejor ropa que tenía: una camisa blanca con botones negros, un pantalón de vestir de color marrón oscuro, calcetines grises, zapatos negros de suela alta y perfume por todo el cuerpo. Le temblaban las manos y no podía dejar las piernas quietas. Sentía mariposas en el estómago al saber que esa misma noche tendría un encuentro amoroso con una treintona.

Se sentó en el mismo sillón descolorido de antes, apagó la televisión y se quedó pensando en cómo sería la escena de sexo. Tenía tan poca experiencia tratando con mujeres que ni siquiera sabía cómo hacer para conquistarlas, era un verdadero desastre para el ligue. Suponía que Estela no sería tan exigente con él considerando la diferencia de edad y las experiencias previas. Lo que ella buscaba era contacto carnal, no una cita amorosa que durase una eternidad ni un liróforo que le dijese con pulcritud lo que sentía por ella.

La espera se hacía interminable y los deseos por coger no desistían. Ernesto tuvo que moverse un poco por la sala para hacer tiempo, estirar los músculos para que no se le acalambraran durante el viaje y hablar consigo mismo frente al espejo del baño para sentirse más relajado. Por la forma en la que estaba vestido, Estela jamás sospecharía que él era un hombre de bajos ingresos que vivía con lo justo. De todas formas, ella no discriminaba a ricos y pobres.

Antes de las diez de la noche, Javier se contactó con Ernesto y le dijo que estaba por llegar. El obrero guardó el celular en el bolsillo del pantalón, agarró un paraguas, apagó las luces, tomó la llave, salió de la casa, cerró la puerta y se marchó sin decir nada. Trotó cuán rápido pudo hasta la puerta de entrada, ahí se quedó esperando hasta que Javier apareciera.

No pasó ni medio minuto hasta que el ingeniero llegó en su auto de alta gama. Tenía un BMW serie 8 coupé de color azul marino que había comprado hacía dos años y lucía como si todavía estuviese nuevo. Al abrir la puerta y sentarse en el asiento del copiloto, Ernesto se sentía como si estuviera dentro de una nave espacial. Lo amplio y moderno del diseño le parecía magnífico. Nunca antes había estado dentro de un vehículo tan lujoso.

Javier llevaba puesto un traje negro con corbata roja, camisa blanca, pantalón de vestir, calcetines blancos, zapatos marrones y un Rolex en la muñeca izquierda. Se había puesto un perfume fuertísimo que se olía a kilómetros de distancia. A simple vista, parecía un multimillonario con anhelos de lucirse frente a los demás. En realidad, era un hombre común que le gustaba vestirse con elegancia y juntarse con la chusma.

—¿Vendes droga o qué? —Ernesto le preguntó en broma y se puso el cinturón de seguridad. En ningún momento quiso sonar grosero—. ¿Cómo hiciste para comprar esta máquina?

—No estuve ocho años en la facultad de ingeniería por gusto —le respondió y pisó el acelerador—. Este carro lo compré con mis ahorros y un préstamo del banco.

—Con un cochazo como este ninguna mujer te diría que no.

Durante el viaje por las calles inundadas, se la pasaron hablando de autos de alta gama y de los precios que había en el mercado. Ernesto soñaba con comprarse un buen auto que tuviese un motor grande y potente, pero que no costase una millonada. Javier le recomendó algunos modelos a precios razonables, no tan potentes pero sí muy vistosos. Para poder acceder a uno de esos autos, Ernesto tenía que ganar un muy buen sueldo (como el de un diputado).

Al llegar al destino, Javier se detuvo a pocos metros de la casa, apagó el motor, retiró la llave y le dijo al copiloto que ya estaban en el sitio de encuentro. Ernesto estaba alterado porque no sabía cómo comportarse para seducir a una dama, no quería volver a cometer los mismos errores de antes. Tenía miedo de hacer el ridículo frente al ingeniero que se había tomado la molestia de llevarlo hasta allí sin cobrarle ni un centavo.

—No te preocupes por nada, parcero. Estela y yo ya lo hablamos. No haremos nada de otro mundo. Tendremos una cena normal y luego nos divertiremos un poco.

—Hay algo de lo que no te hablé. Me daba vergüenza decírtelo.

—¿De qué se trata? —insistió en saber.

—Bueno, digamos que no resisto mucho cuando me excito —le contó y tragó saliva antes de continuar—. Yo sé que a las mujeres les gusta el sexo duradero. Me temo que yo no soy el indicado para eso. Me vengo enseguida.

—Eso tiene arreglo —le contestó para calmarlo—. Tengo un gel especial con efecto anestésico. Te servirá para aguantar más tiempo sin venirte. Siempre lo uso porque tengo el mismo problema que tú.

—Ah, pensé que era algo grave.

—No pasa nada —le aseguró—. Ven, vayamos que Estela nos está esperando.

Bajaron del vehículo, caminaron por la acera bajo el paraguas que Ernesto había llevado, se metieron por una entrada cubierta por un techo metálico, se quedaron de pie frente al portón negro y tocaron el timbre. En cuestión de nada, el portón de entrada se movió hacia un costado, atravesaron un prolijo jardín con arbustos podados y flores coloridas, cruzaron por un sendero pedregoso que los llevó hasta la escalinata de la vivienda. Como era de noche y había poca luz, no se veía con claridad. La casa de Estela era grande y lujosa.

—¡Qué jartera esta lluvia! Parece un diluvio.

—A mí también me tiene harto.

La detallada puerta principal, la cual era de roble y poesía una aldaba argéntea, se abrió para dejar entrar a los invitados. Una preciosa mujer de aspecto atractivo, vestida con pantalón vaquero de color verde, una blusa rosada y calcetines amarillos, apareció frente a ellos. Les dio la bienvenida y les pidió disculpas porque aún no se había calzado. Le dio un poquito de vergüenza salir así.

—No hay de qué disculparse, mi reina —Javier le habló—. Lo importante es que estamos aquí como acordamos.

—Veo que me trajiste a este jovencito encantador. —Le clavó la mirada más intensa de todas y estudió su cuerpo de arriba abajo—. Ansío conocerlo.

—Ya habrá tiempo para conocerlo. Por lo pronto, necesitamos descansar un poco.

—Pasen.

Al ingresar a la casa, Ernesto quedó boquiabierto al ver tanta belleza y prolijidad. Si bien la vivienda no era una mansión, por dentro lucía increíble. Las paredes eran blancas como la nieve, había cuadros con pinturas de paisajes en cada muro, los pisos estaban protegidos con cerámicos plateados, los muebles eran de algarrobo y brillaban como si fuesen nuevos, la grifería y los picaportes parecían estar hechos de oro, el techo enyesado tenía lámparas colgantes que iluminaban con gran intensidad.

La sala era el sitio más amplio, con un sofá y dos sillones de cuero, una mesita con revistas encima, una televisión pantalla plana, un reproductor de DVD, veladores sobre las mesitas de los costados, una gigantesca alfombra con figuras abstractas y complejos bordados, una estufa pegada a la parte baja de la pared, una ventana que daba hacia la parte externa y varios llamadores de ángeles que colgaban del techo.

A la derecha, estaban la cocina y el comedor; a la izquierda, estaba el baño y el cuarto de lavado; en la parte del fondo, había una habitación donde dormía la dueña de la casa y otra que estaba reservada para los visitantes que necesitaban hospedarse temporalmente. La parte de atrás tenía un galpón donde se guardaban las herramientas y las cosas que no se usaban con frecuencia.

Ernesto se sentía como si estuviera en un palacio. Javier no estaba sorprendido de nada, ya había estado ahí en reiteradas ocasiones, hasta se encargó de barnizar uno de los muebles de la sala. Estela se sentía cómoda en esa casa, por más que todavía no había terminado de pagar la hipoteca. De no ser por la ayuda que le había brindado Javier, no habría podido seguir viviendo ahí. Él le pagaba muy bien por cada sesión de amor que le ofrecía.

Ernesto y Javier se sentaron en el sofá, aflojaron los cinturones, se quitaron los zapatos y estiraron las piernas. Estela les ofreció un poco de jugo de piña y les dijo que pronto estaría lista la cena. Ella no acostumbraba ofrecer bebidas alcohólicas ni comidas extravagantes, le gustaba lo sencillo. Tampoco tenía dinero para despilfarrar como su novio que ganaba fortunas vendiendo esculturas y estatuillas. Él era un excelente escultor y un gran amante del arte hiperrealista, por eso su relación con Estela no duró mucho.

Mientras esperaban a que estuviera lista la comida, los hombres intercambiaron miradas, inquietudes, palabras y sugerencias. Querían que todo pareciese normal hasta que llegase el momento indicado para entrar en acción. Para no excitarse con demasiada antelación, tenían que fingir que no sabían lo que iba a pasar a medianoche. De esa manera, no se distraerían pensando en sexo ni en cochinadas.

Cuando la cena por fin estuvo lista, Estela los invitó a que se acomodaran en el lujoso comedor y que tomaran una silla para sentarse. La mesa era redonda y estaba emperejilada con un mantel púrpura de mediana calidad. Las sillas eran macizas y pesaba una tonelada cada una. Ella les sirvió un sabroso menú de espagueti con salsa blanca y una exquisita lasaña. Demás está decir que su especialidad era la comida italiana.

Disfrutaron la cena en silencio, comieron despacio y bebieron jugo de fruta. Comían como si fuese una reunión familiar, sin pleitos ni discusiones. La paz y la tranquilidad se habían apoderado del comedor y los visitantes no hicieron más que degustar la sabrosa comida que la anfitriona había preparado especialmente para ellos. Los platillos eran un manjar, uno de los mejores que habían tenido el gusto de probar.

En la sobremesa, luego de que todos terminaran de comer, se pusieron a hablar sobre cuestiones personales. Javier mencionó que tenía ganas de mudarse a otra parte porque no aguantaba a sus molestosos vecinos que ponían música a todo volumen los fines de semana. Estela les contó que necesitaba dinero para comprarse un nuevo lavarropas porque el que tenía estaba deteriorado. Ernesto sólo se limitó a hablar de su trabajo y lo dificultosa que era la economía de un obrero con un salario regular.

Cuando Estela le preguntó a Ernesto sobre su vida sexual, se le hizo un nudo en la garganta y quedó callado por un momento. Le daba vergüenza contarle las cosas que había hecho de joven, lo malo que era como seductor y la poca experiencia que tenía en el sexo. Javier, en cambio, era un genuino rompecorazones. No sólo era un profesional que ganaba muy bien, también era un experto para ganarse el cariño de las damas.

Contrario a la creencia popular, Javier no conquistaba mujeres por el tamaño de su tranca o por el cuerpo nervudo que tenía, sabía cómo tratar a las mujeres y cómo hacer para que se sintieran a gusto con él. El sexo lo dejaba para última instancia, una vez pasada la etapa de enamoramiento. Lo primero que hacía era coquetear con palabras y luego recurría a los halagos. Demostraba que le importaba los sentimientos de sus compañeras, y eso lo convertía en un hombre querible (según las opiniones de las mujeres que habían estado con él).

Para que la incomodidad no persistiese, Estela se puso a hablar de las cosas que hacía en su tiempo libre, lo mucho que disfrutaba la compañía de sus mascotas y lo bien que dormía sabiendo que soñaría con alguno de sus galanes. Frecuentaba el mundo de las fantasías sexuales con los hombres más gallardos. Le fascinaba soñar con ellos e imaginarse las escenas de sexo con plenitud de detalles.

Sin embargo, había algo más que ella siempre había querido ver en persona y era, precisamente, una escena pasional entre hombres. Anhelaba ver a dos hombres tocarse frente a ella y darse cariño como una pareja de gays. Se le humedecía la concha con tan sólo imaginárselo. Después de haber tenido esporádicas experiencias con otras mujeres de su edad, descubrió que el placer no discriminaba sexos ni orientación sexual. Suponía que, si dos mujeres podían excitarse tocándose, también podían hacerlo dos hombres.

Ernesto no era homofóbico y tampoco tenía vértigo en la cola, por lo que aquellas experiencias deseadas poco le preocupaban. Lo que todavía no sabía era que el ingeniero que había trabajado tanto tiempo con él, tenía unas ganas terribles de cogérselo. A Javier le gustaban los hombres jóvenes, de rasgos masculinos y culos sin estrenar. Debido al tamaño elefantiásico de su miembro, tenía que ser gentil con sus parejas de juego. Era considerado descortés sodomizar salvajemente a alguien que desconocía la estimulación anal.

Para ir calentando motores, Javier hizo comentarios irónicos en los que mencionó agujeros apretados y objetos grandes, refiriéndose a su aparato reproductor y al ano del acompañante de la cena. Ernesto, sin captar el significado de aquellos comentarios con mensajes subliminales, se sentía como el perico de los palotes. No sabía qué palabras escupir ni qué sugerencias hacer. Se mantenía con la boca sellada, tal y como acostumbraba hacer cuando no se le venía nada a la mente.

Estela sabía que sería difícil para Ernesto aceptar ser sodomizado por un compañero de trabajo al que le tenía mucho respeto, pero no lo consideraba una imposibilidad. Para que el joven aceptase el reto, tenía que buscar la forma de persuadirlo (extorsionarlo) con el fin de que diera su consentimiento. Decir que no sería inadecuado después del favor que le había hecho Javier al llevarlo en su auto y al invitarlo a cenar en la morada de la mujer.

—¿Alguno de ustedes desea hacer uso del baño? —les preguntó Estela y los miró a los ojos antes de levantarse de la mesa—. Yo necesito vaciar la vejiga.

—Es mejor que lo hagas después de acabar —le respondió Javier con una mirada picarona.

—No puedo esperar tanto. Yo no puedo retener la orina como ustedes —le dijo y se rio.

—Ve al baño. Nosotros te esperaremos en el cuarto.

—No se les ocurra fugarse, eh —les advirtió y se fue al baño.

Javier movió la silla de lugar, se puso de pie y le hizo un ademán a Ernesto para que lo siguiera por detrás. El joven caminó en pos del ingeniero, no tuvo que esforzarse mucho para adivinar lo que vendría a continuación. Al ingresar a la cómoda habitación con una amplia cama matrimonial y muebles limpios, se pararon frente a la puerta y la recostaron un poco. Fue en ese momento desconcertante que el diabólico plan de Javier salió a la luz.

—Antes que nada, me disculpo por no habértelo dicho antes —le dijo Javier y le puso las manos en los hombros—. No quería hacerlo de esta manera. Estela fue la que me pidió que guardara silencio. Si fuera por mí, te lo habría dicho desde el principio.

—¿De qué estás hablando? No comprendo.

—Me gustan los hombres y las mujeres —le confesó de corazón—. Como Estela insiste en presenciar una escena de sexo entre hombres, me ofrecí para traerle un espécimen masculino. Por eso te traje a ti. Esta noche la planificamos para darte una sorpresa —le explicó en qué consistía el plan y le quitó las manos de encima—. Pero no desesperes. No te obligaré a hacer algo que no quieras.

—¿Acaso pretendes cogerme para que ella vea? Esa no era la idea.

—Sólo será una escena de calentamiento. Te aseguro que ella no dejará que la penetres si no dejas que yo te penetre primero.

Ernesto se tomó todo el tiempo del mundo para pensarlo con detenimiento. Lo que él quería era cogerse a esa hermosa pelirroja, no que otro hombre le diera por atrás. Pero si la única forma de acceder a ella era dejándose penetrar por otro hombre, no le quedaba otra alternativa. Tenía que dejar de lado el temor y sacrificar el orgullo masculino. No podía decir que no ni tampoco irse como si nada. No quería parecer un maleducado ni un ingrato.

—¿Duele mucho? —arrojó la pregunta a bocajarro.

—Usando el lubricante apropiado, no sentirás dolor. O en caso de sentirlo, será apenas notable.

—¿Tú ya probaste?

—Obvio que probé. ¿Por qué otra razón crees que quiero metértela? Está claro que ya sé cómo se siente.

—¿Quieres que sufra?

—Quiero que goces como yo gocé. Eres un buen hombre y mereces sentir el máximo placer.

—Vacié la tubería esta mañana —mencionó, haciendo referencia a sus intestinos—. ¿No hay problema con eso?

—Mejor para mí. Tendré más espacio para explorar.

—¿Piensas hacerme una colonoscopia o algo por estilo?

—No llegaré tan adentro.

Estela apareció en ropa interior, un sostén negro le tapaba los pechos y una tanga roja le cubría los genitales. Se había quitado los calcetines y se colocó un perfume que atraía a los hombres como el olor de una perra en celo a los canes. Estaba ansiosa por empezar, al igual que ellos lo estaban por verla en cueros. El cuerpo de esa sílfide era bellísimo desde donde sea que se mirara.

—¿No piensan desvestirse? —les preguntó, con una mirada sicalíptica que denotaba lo que quería ver.

—Será más divertido si nos das una mano —le sugirió Javier—. Echa un vistazo antes de comenzar.

—Como gusten.

La mujer se aproximó a ellos meneando la cadera como una bailarina nocturna, tocó con sus suaves manos los rostros de ambos, les acarició el cuello, palpó los canesúes de las camisas, exploró la parte alta del pecho, luego restregó el resto del tórax. Hurgó en los botones, en los laterales de las caderas y, desde luego, en las aproximaciones de los cinturones. Rozó las braguetas de los pantalones con las uñas, raspó la tela de los pantalones, fisgoneó en la parte central del pubis y cosquilleó los paquetes.

Se acomodó entre los dos, se movió de un lado a otro, tanteó los músculos de la espalda, les tocó la nuca y luego se desplazó para que la acorralaran contra el borde de la cama. En la punta apoyó las posaderas, desde allí manipuló los cinturones y los desabrochó. Les bajó la bragueta y les pidió que se quedaran quietos mientras ella examinaba los bultos en el interior de los calzones.

La mano izquierda palpó el paquete de Javier y la mano derecha palpó el paquete de Ernesto. Los dos se sentían ansiosos por iniciar la memorable escena de sexo, mas ella tenía ganas de disfrutar el cortejo con cuentagotas. Aquellas traviesas manos estudiaban la carne blanda que yacía oculta tras la tela de la ropa interior. Al manosearlos de esa manera, hizo que se excitaran. Las caricias que les daba los iban poniendo tensos a los dos, hasta llegar a un punto en el que ya no podían disimularlo.

Los calzones de ambos tomaron forma de carpa, algo protuberante hacía que la tela se estirara. Ella sabía muy bien que estaba haciendo un buen trabajo de precalentamiento. Al verlos excitarse con tanta rapidez, suponía que sería pan comido lo que vendría luego. Javier y Ernesto intercambiaban miradas ligeras sin susurrar ni una sola palabra. La estaban pasando muy bien ahí.

—El masaje erótico está bacano. Sirve para entrar en calor —musitó Javier y pispió el bulto de su compañero sin que él se diera cuenta.

Los invitados se desprendieron la camisa, expusieron sus troncos, ofrecieron todo el arsenal que tenían para que ella tanteara. Ver hombres semidesnudos siempre le daba pábulo a su arrechura. Siguió explorando la entrepierna y descendió despacito por los muslos, rozando los cuádriceps y los femorales de cada uno. Las piernas fibrosas de hombres le resultaban atractivas.

Las manos siguieron explorando la región central, palparon la zona testicular, toquetearon la parte baja y apretujaron con cariño los arpones semirrígidos que ya habían empezado a humedecerse. Dada la incontenible ansiedad, metió la mano por encima del elástico y tocó los miembros directamente. Hacer eso la puso aún más cachonda. Sabía que esa noche gozaría como nunca.

Ellos siguieron adelante con el juego, se bajaron los calzones, se quitaron las camisas y los calcetines, y se quedaron quietos frente a la curiosa fémina. Ella retomó los masajes para hacer que esos chorizos crecieran y se pusieran firmes. Una vez alcanzada la etapa final de la erección, ofreció besitos húmedos en el bálano de cada uno, acompañando con cosquillitas en las bolas. Los dos estaban circuncidados y tenían vergas venosas y oscuras.

—¡Dios mío! ¡Javier! —Ernesto no tenía palabras para describir lo asombrado que estaba de ver al ingeniero en pelotas. Ese tremendo pedazo de carne entre sus piernas lo intranquilizaba—. Qué herramienta la tuya.

—Los colombianos la tienen grande —susurró Estela y sonrió.

La verga de Javier tenía cuatro centímetros de grosor y veinticinco centímetros de largo. La de Ernesto no llegaba a tres en grosor y apenas alcanzaba veinte en erección. Ambos estaban bien dotados; Estela estaba fascinada de verlos. Tocar genitales de hombres era su especialidad, y más cuando eran de tamaño considerable.

—¿Piensas meterme esa cosa en el culo? —Ernesto le preguntó, mirándolo con desconfianza—. Me partirás por la mitad.

—No es para tanto. Hay hombres que la tienen más grande que yo —le respondió—. Además, yo lo hago despacito y con calma. No te pasará nada.

—Me raspará las almorranas.

—Con el lubricante que traje, gozarás como no tienes idea.

Estela saboreó las dos vergas tiesas que tenía al alcance de la mano, las ensalivó, las besuqueó, las mordisqueó, las lamió y las refregó contra sus mejillas. Les sobó las bolas y les rascó el perineo. Quería sentir la carne masculina lo más cerca posible. Se relamía pensando en la escena que harían los dos frente a ella. Fue tragando los miembros despacio, con la finalidad de degustar el néctar transparente que salía de la uretra. Les sorbió el fluido preseminal y les chupó el meato urinario junto con el frenillo.

Lo siguiente en hacer fue quitarse el sostén y frotar los glandes contra esos enrojecidos pezones que parecían flores primaverales. Aceitó las tetas con los fluidos que los hombres segregaban. Esos grasientos pomelos femeninos fueron sometidos a los vergazos más brutales. Sostenía con fuerza las mangueras para que no perdieran rigidez. Estaba poniendo a prueba la dureza de cada una.

—Creo que ya es tiempo de pasar a la segunda parte —dijo Estela y se detuvo—. Javier, es todo tuyo.

Javier se agachó, sacó del bolsillo de su pantalón una botellita de color blanco con una etiqueta amarilla. Se la enseñó a Ernesto para que la viese de cerca. Ese era el famoso lubricante anal que neutralizaba el dolor de la sodomía. Paso siguiente, tomó otra botellita plástica que parecía tener crema para peinar en el interior. Le explicó que ese era el ingrediente secreto para alongar las erecciones y así evitar eyaculaciones precoces.

Al ver que Javier ya tenía todas las cosas listas, no había marcha atrás, tenía que arriesgarse y dejarse culear por él. Estaba desnudo y excitado, frente a una mujer hermosa que lo había estado manoseando sin timidez alguna. El guapo ingeniero colombiano que tenía a todas las mujeres a sus pies, ahora quería probar un culo de hombre. Los dos miembros fueron embadurnados con la crema potenciadora con efecto retardante.

Estela se sentó con las piernas abiertas en el medio de la cama, a Ernesto lo acomodaron de rodillas en el borde, con la cadera un tanto levantada para que fuera más fácil ingresar a sus entrañas. Javier estaba encantado de ver un culo neto. Pocos hombres tenían un culo tan bien cuidado como ese. Se notaba a la legua que Ernesto era un sujeto que cuidaba mucho su higiene personal.

—Estoy un poco nervioso —titubeó Ernesto antes de que le tocaran el culo. Sentía un hormigueo en el vientre y tenía muchas dudas al respecto. No sabía qué esperar de su compañero de trabajo.

—Creo que lo mejor será iniciar con dilatadores anales —masculló Javier al ver lo apretado que estaba aquel orificio que pretendía agrandar—. Estela, pásame algunos de tus consolares. Los usaré para dilatar este culito.

Ella se levantó de la cama, buscó en la parte interior del ingente ropero, sacó una bolsa negra con un montón de objetos fálicos, tomó seis consoladores de distintos tamaños y se los entregó. Él colocó lubricante anal en cada uno de ellos y los usó para iniciar el viaje de exploración. Hizo el papel de urólogo, introdujo un dedo en el ano y luego prosiguió con los consoladores más pequeños.

Ernesto sentía lo que le estaban metiendo por detrás, pero no sentía dolor en absoluto. Sólo percibía una ligera sensación de obstrucción en la parte final del intestino grueso, nada más. Esperó a que Estela se reacomodara frente a él para decirle que estaba sintiéndose raro. No se sentía ni bien ni mal, se sentía fuera de sí. El temor a sentir dolor generaba una sensación de incomodidad poco común. Ella le aseguró que todo iba a estar bien. Lo mejor que podía hacer era relajarse.

Una vez que Javier acabó de dilatar el ano con los juguetes, reintrodujo más lubricante en el interior del orificio, se acomodó detrás de su compañero, le pellizcó las nalgas y comenzó a meter la enorme verga en ese agujerito. Lo que había imaginado Ernesto no era ni la sombra de lo que estaba iniciando. Su cuerpo comenzaba a precipitarse a toda máquina. El sometimiento era absoluto y el miedo impedía que se apaciguara. El tiempo que a Javier le tomó metérsela pareció una eternidad, cuando en realidad fue sólo un instante.

Las penetraciones que siguieron fueron muy suaves, apenas perceptibles. Ernesto resollaba y jadeaba como si estuviera bajo presión. Esa vergota de color oscuro le estaba provocando algo que nunca antes en su vida había sentido. El placer inicial fue mínimo, luego se incrementó, luego volvió a incrementar, y siguió así. La temperatura corporal aumentaba al ritmo de las penetraciones. Mientras más aceleraba, mayor era el deleite.

—¿Cómo te sientes, parcero? —Javier le preguntó.

—Lo estoy disfrutando —le respondió con voz profunda.

—Sabía que te gustaría —Estela murmuró y le acarició el rostro con ambas manos—. Deja que Javier siga un rato más. A mí me calienta muchísimo ver esto.

A petición de la anfitriona, Ernesto se dispuso a aguantar todo lo que podía durante los próximos minutos. Javier le dio por atrás con toda la serenidad del mundo. En ningún momento recurrió a movimientos bruscos, hacía todo lo posible para que fuese un somero masaje anal. Centímetro tras centímetro, se la metía y se la sacaba como si estuviese probando la rigidez de su verga. El pasivo estaba en el límite de la resistencia, ya había largado medio litro de fluido preseminal.

Estela se tocaba las tetas, dándose masajes circulares con las dos manos. Los delgados dedos recorrían de una punta a la otra del torso, desde el cuello hasta el ombligo. Se quitó la tanguita y se puso a trabajar en la parte inferior. Se masturbó introduciéndose los ensalivados dedos en la humedecida concha, masajeó el clítoris hasta hacer que se pusiera duro, estimuló los labios vaginales y los dejó enrojecidos. De sus genitales salía un olor intenso que avivaba las pasiones de los machos.

Llegó un momento en el que Javier se detuvo para tomarse un respiro, retiró la verga del hoyo, tomó la botellita y le untó más lubricante para poder seguir adelante. Ernesto sentía que tenía el culo hecho un túnel, aunque no le molestaba en lo más mínimo. Había acabado de descubrir los placeres del sexo anal y no se sentía traumado por ello. Confiaba en que su compañero de trabajo no lo lastimaría bajo ninguna circunstancia.

—Antes de pasar a la escena definitiva, quiero que me den una buena chupada entre los dos —les pidió Estela, con las piernas bien abiertas.

—El señorito Quiñones y yo estaremos encantados de hacerte el favor —dijo Javier y se acomodó al lado del hombre sodomizado.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —preguntó Ernesto.

—Comerme el coño.

—Dos bocas siempre son mejores que una —añadió Javier y le mostró a su compañero cómo tenía que chupársela.

Entre los dos, le dieron lo que a toda mujer le encantaría sentir: una chupada suprema. El cunnilingus inició despacio, desde los labios externos hasta la parte superior de la vulva. Lamieron el clítoris con entusiasmo y le llenaron la vagina de saliva. Las dos lenguas se tocaban durante la chupada, ofrecían delectación en todo momento y en todo lugar. Los besos y los mordisquitos causaban electrizantes espasmos en las piernas de Estela. Le estaban devolviendo el favor por la felación que les había dado antes.

Hicieron que la mujer gimiera y se alborozara como una desquiciada. Disfrutó cada momento del juego exploratorio, desde la primera lamida hasta la última. Los dos le daban lo que se merecía por haberles preparado una deliciosa cena. La dejaron embriagada de placer y con las hormonas por las nubes.

—Es tiempo de que pasemos a la siguiente escena —dijo Estela—. Ahora sí gozaremos a lo grande.

Los hombres se reacomodaron para dar lugar a la mejor escena de la noche: el trío prometido. Estela se quedó con las piernas abiertas en el borde de la cama, Ernesto le colocó la verga en la concha, Javier se la metió de vuelta por atrás. Lo que vendría a continuación era el plato principal, todo lo anterior había sido pura calistenia. Había llegado el momento de coger en serio.

Ernesto penetró a Estela cariñosamente mientras Javier lo tenía arrinconado contra la cama, con la enorme pija puesta en su culo. Debido a la irresistible lujuria, fueron aumentando la velocidad de las penetraciones poco a poco, sin perder la calma. El placer se acrecentaba cada segundo y los resuellos eran cada vez más notables. Los tres jadeaban al mismo tiempo, intercambiando sensaciones fascinantes que los incitaba a seguir adelante.

Cuando ya no pudieron resistirse a la tentación, los hombres largaron sus fluidos precipitadamente: Ernesto le llenó la concha a Estela y Javier le inundó el culo a él. Ambos habían eyaculado con una presión bestial. Se vinieron como una par de caballos. El intercambio de fluidos fue sensacional, estupendo, portentoso.

Continuaron dándose cariño como al principio, sólo que ahora lo hicieron a un ritmo un poco más raudo. Las tremendas cogidas que daba Javier no eran broma, Ernesto se percató de que el colombiano era una verdadera máquina de follar, la metía y la sacaba como si nada, y su erección se mantenía intacta.

Los movimientos constantes de entrada y salida eran sencillos, fáciles de contener, lo que costaba era mantener la entereza durante el coito. Estela sabía que muy pocos hombres podían hacer que se viniera como una zorra, por suerte esa noche lo estaba haciendo con dos ejemplares bien preparados. Ni Ernesto ni Javier mostraban languidez a la hora de coger, sabían bien lo que tenían que hacer.

La segunda ronda no duró tanto como la primera, se vinieron a los pocos minutos y gimieron al unísono. El talente los había obligado a rendirse ante los placeres carnales más intensos. Aun así, se corrieron con profusión de semen. Tanto la concha de Estela como el culo de Ernesto apestaban a emulsión masculina. No hace falta recalcar que los cuerpos desnudos ya atufaban a sudor.

Pasaron por alto los nimios calambres en las piernas; prosiguieron con la más suculenta escena de sexo. La posición incómoda en la que habían estado durante tanto tiempo les crispaba, haciendo que los músculos más grandes sufrieran contracciones involuntarias, algo que se podía obviar sin drama.

Estela gozaba la durísima verga de Ernesto y éste lidiaba con la recia verga de Javier. El hecho de tener una poronga en el culo ponía más tenso al participante del medio, lo ayudaba a venirse con mayor rapidez y le generaba mayor regodeo. Con una bomba hidráulica atrás y un orificio empapado adelante, Ernesto estaba en el paraíso. La fuente de fruición en la que se encontraba sumergido era incomparable.

El semen volvió a salir una vez más para aliviar la tensión genital de los penetradores. Les costaba respirar y concentrarse, tanto esfuerzo los estaba dejando sin energía. El objetivo era alcanzar la complacencia en su estado más puro. Tenían que dar lo mejor que tenían si querían dejar satisfecha a Estela, quien apenas podía hablar por lo agitada que estaba.

Dado que todavía les quedaban fuerzas para seguir, retomaron el ejercicio de cadera y respiraron como si tuviesen disnea. Las exhalaciones casi sonaban como estertores, pero eso no era posible puesto que los dos tenían los pulmones sanos. Ernesto se apoderó de los labios de Estela y le metió la lengua en la boca. Javier apenas alcanzaba a olisquear el perfume (mezclado con sudor) de su compañero.

Volvieron a correrse antes de lo pensado, se detuvieron un instante para tomar un poco de aire. Javier sentía cómo el esfínter de Ernesto se contraía cada vez que alcanzaba el orgasmo. Le parecía excitante sentir aquellas contracciones mientras mantenía la verga fija en el culo, sin moverla para nada.

Quisieron experimentar un orgasmo más intenso, con que optaron por aumentar la velocidad de las penetraciones. Fue en ese momento que Ernesto descubrió que podía sentir incluso más fruición de lo que venía sintiendo. Una cogida brutal era su pase al otro mundo. Javier le acompañó desde atrás, con violentos empellones que hacían que empujara a Estela contra el colchón.

De haber sabido que podía sentir un placer como ese, Ernesto ya habría debutado antes con otro hombre. El goce que Javier le estaba haciendo sentir estaba más allá de lo que podía llegar a imaginar. El tute era aún mayor y la calentura era todavía más intensa. Estela se dio cuenta al instante de que al hacerlo de esa manera, ninguno de los duraría más de cinco minutos.

Tal y como lo había pensado, las contracciones prostáticas hicieron que Javier y Ernesto eyacularan por quinta vez. Aunque la cantidad de semen era menor, el placer que sentían al eyacular era el mismo de siempre. Estela se sentía feliz de haber invitado a esos galanes a su casa. Le habían demostrado que podían alegrarle el día con un poco de sexo.

Para ir cerrando con el trío, se pusieron de acuerdo en intentarlo una vez más a ver qué pasaba. Las pingas todavía estaban en condiciones de excretar fluidos. Para Javier y Ernesto hacer eso implicaba utilizar más brío; en cambio, para Estela sólo implicaba deleitarse con toda libertad. El ser mujer resultaba más conveniente a la hora de fornicar.

Mientras la inminente corrida estaba en camino, Ernesto sintió que se abatiría después de terminar. Lo que no sabía era que Estela tenía pensado quedarse un rato más con ellos. Como era fin de semana, tenían toda la noche para divertirse entre los tres. A ninguno le afectaría quedarse hasta la madrugada o hasta la mañana del día siguiente inclusive.

Finalmente, los hombres cayeron rendidos ante la consunción del coito. Javier la sacó del culo de Ernesto y éste se despegó de Estela. Estaban tan cansados que apenas tenían ganas de levantarse. Se reacomodaron en la cama y compartieron mimos y caricias. La dueña de la casa estaba contentísima con lo que había vivido. No podía estar más agradecida. De hecho, creía que todavía había una oportunidad más para darles el gustito final.

Los masturbó a los dos, una verga en cada mano. Se las jaló con premura para que se vinieran lo antes posible. Las erecciones ya no tenían la misma dureza de antes, lo cual no significaba que no pudieran eyacular una vez más. Ella estaba convencida de que podía sacarles todo el jugo. Dejarlos secos era su objetivo. No le importaba cuánto tiempo le tomase.

Lo bueno fue que ninguno de los dos aguantó más de nueve minutos de jalada, se vinieron por última vez, largando las últimas gotas de semen. Después de eso, se sintieron totalmente satisfechos. Le agradecieron a Estela por haberles dado tanto placer y por haberles preparado la cena. La besuquearon entre los dos y le tocaron el cuerpo.

Recostados en la cama, se tocaron unos a otros e intercambiaron besos y lamidas. Las seis manos iban y venían de un lado a otro, rozando zonas erógenas y magreando partes sensibles. Dejaron atrás los genitales para centrarse en otras partes del cuerpo. A Estela la manosearon con todo el cariño del mundo y le dieron besitos en las mejillas. Estaban muy felices de haber compartido la noche con ella.

Finalizada la sesión de amor que con tantas ansias habían esperado, fueron al baño, se lavaron con agua y jabón, se pusieron la ropa y el calzado, salieron de la habitación y se dirigieron a la sala. Ante la puerta se pusieron de pie y hablaron de lo bien que habían pasado la velada. Javier y Ernesto tenían sueño y querían irse a dormir. Ella seguía acelerada y tenía energía de sobra.

—Para mí fue asombroso lo que hicieron —reconoció Estela—. Hacía tiempo que no me corría así. Me han dejado contenta.

—No, tú nos dejaste contentos a nosotros —Javier le respondió—. Sí que la pasamos bien entre los tres.

—Valió la pena la espera.

Se despidieron de ella a eso de las tres de la mañana, salieron de la casa, desanduvieron el mismo sendero de la entrada, atravesaron el portón y retornaron a la acera. Lo único bueno era que ya había parado de llover y no tenían que usar paraguas. Se metieron en el auto y suspiraron calmados. Se quedaron pensando un momento antes de entablar conversación.

—¿Qué te pareció el trío? —Javier le preguntó.

—Estuvo muy bien. Quedé exhausto después de la última corrida que me pegué.

—Sé que tú no eres de esos que sale a gallinacear por ahí los fines de semana, por eso te invité. Quería probar cómo se sentía hacer el amor contigo.

—Ahora que lo mencionas, tengo el culo adormecido de tanto que me diste.

—Gracias por aceptar la invitación. Te puedo asegurar que Estela y yo lo disfrutamos tanto como tú.

—De eso estoy seguro.

Sin más palabras para intercambiar, Javier encendió el auto, puso el cambio, pisó el acelerador y llevó a Ernesto de regreso a casa. A esas altas horas de la noche, no había un alma por la vía pública. Todo estaba en absoluto silencio. Todo el mundo dormía plácidamente. A Ernesto no le quedaba otra opción más que irse a dormir. Podía soñar con Estela y experimentar un orgasmo inconsciente.

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