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Una vieja sorpresa

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En memoria de una excelente mujer, 25 años mayor que yo, con quien tuve amoríos varias noches, cuando trabajamos juntos, yo bajo su tutela.

Cada viernes era similar, platicábamos hasta muy tarde. Sin embargo, esa noche me habías pedido que te hiciera un documento de análisis estadístico que explicara más ciertos datos que verías al día siguiente con otras personas. Me fui a trabajar a mi cuarto y terminé en un par de horas. Vi luz en tu recámara y subí para entregarte el trabajo.

–Adelante... –respondiste a mis toquidos.

Entré y observé que estabas acostada sobre tu cama. Como única prenda traías un camisón abierto al frente, pero cerrado sólo por una cinta. Te extendí las hojas, las viste y me pediste que te explicara algunos detalles. Me situé en la orilla de tu cama para señalar sobre el documento mis explicaciones. Te sentaste y se abrió un poco el camisón. Después platicábamos no sé de qué cosas. Al quedarnos callados, te miré, pasé mi mano por tu cabellera y besé tus labios. Me correspondiste y quedé recostado sobre tu pecho. Abrí el camisón soltando el nudo de la cinta y al tiempo de darte otro beso abarqué con mis manos cada uno de tus senos. Después los besé y chupé con ternura en tanto que tú me acariciabas el pelo. Estuvimos así, sin hablar y mimándonos, durante media hora, al cabo de la cual estabas con el camisón completamente abierto, y a mí solamente me quedaba la parte inferior de la piyama.

–Nunca me imaginé estar así contigo –confesaste, volviste a besarme y metiste la mano dentro de mi pantalón, encontrando inmediatamente mi turgencia.

–¿Por qué lo dices? –te inquirí al terminar nuestro beso, pero sin abrir los ojos ya que gozaba de los jaloncitos que me dabas en el pene, y antes de que pudieras responderme mi boca se apoderó de tu pezón izquierdo.

–Desde jovencita fui muy chichona, todavía lo era hace unos cinco años, pero ya estoy muy delgada –te apresuraste a decir al ver la fruición con la que tomaba tu pecho.

–Pues lo que aún te queda está muy rico –declaré en el momento que mi boca se cambio a lamerte del lado derecho.

–No me parece creíble que te atraiga alguien mayor que tú –observaste, retomando el comentario que habías iniciado antes de que mi lengua sintiera el palpitar de tu corazón.

–Estás atractiva, cada día me has sido más atractiva. Me gusta lo que tienes aquí adentro (besé tu frente para indicar tu pensamiento), y aquí (besé tu esternón para referirme a tus sentimientos). Ahora quiero conocerte también de otro interior –y me resbalé hasta besar los labios de tu vagina, ardiente y húmeda, para insinuarte mi deseo.

Abriste las piernas y mi lengua probó el delicado sabor salado de tu flujo. Me erguí y sentí en el mentón la frescura de un hilo de la mezcla de mi saliva con tu jugo. Probaste de mi boca tu sabor salado en tanto que te penetraba. El beso, vehemencia manifiesta en las bocas que no se separaron a pesar del frenesí de nuestro movimiento, sino hasta ver satisfecho el instinto del paraíso que da la carne y el amor declarado abiertamente. Descansamos, mientras los cuerpos se oreaban en la calidez de la noche.

–Dime qué te gustaría que te hiciera. Aunque nunca he sido una buena amante, quiero, con tu ayuda, que tengas más de un orgasmo en esta noche –me pediste, abrazándome fuerte y diste un sonoro beso en mi mejilla al terminar tu súplica.

–Chúpamelo– te contesté y dirigí la mirada hacia mi entrepierna, acompañándola de un movimiento en mi cabeza.

Sin problema cupo mi ápice en tu boca, pues había quedado flácido después de haberme saciado en tu interior. Lentamente fue creciendo hasta inmovilizar tu lengua y tuviste que sacarlo. Tu mano lo estrechó con fuerza y lo jalaste suavemente varias veces antes de lamer el glande. Para poder hacer mejor los movimientos, te hincaste. Miré tu perfil delgado y la palidez de tu piel que permitía ver las veredas, grises como tus ojos, por donde transitaba la pasión que, a borbotones, iba desde tu corazón hasta mi sexo.

De madrugada, cuando la temperatura exigió cobijarnos, te puse el camisón despacio, cubriéndote primero con el roce de mis labios y al final con la cobija. El primer beso fue para tu pubis y el último lo puse en tu frente. Apagué la luz y salí rumbo a mi alcoba.

Antes de dormir, recordé tu plática, la que escuchaba chupeteando tus pezones marcando la alternancia con mis preguntas. Imaginé cómo habían sido los otros encuentros secretos de amor. Inicié con tu primera vez, y, aunque era corta la enumeración, mi sueño llegó antes de terminar la marcha de los fantasmas que desperté en tu vientre.

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