¡Fóllame, joder!

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La luna estaba jodidamente alta esa noche, colándose por la ventana como una puta voyeur, iluminando la habitación con su luz blanca y cachonda.

Ella estaba ahí, apoyada contra el marco, el culo apenas cubierto por ese vestido de mierda que se pegaba a sus curvas como si quisiese follarse cada centímetro de su piel.

Él no pudo aguantarse más, caminó hacia ella como perro en celo, las tablas del suelo crujiendo bajo sus pies, y se pegó a su espalda hasta que ella sintió su aliento caliente en la nuca, como si ya la estuviera follando con solo respirarle encima.

“¿Qué carajo esperas?” murmuró ella, girando la cabeza lo justo para enseñarle esos labios húmedos que pedían verga a gritos. Él no dijo ni mierda, solo le clavó las manos en las caderas, apretándola tan fuerte que casi le arranca el vestido.

Sus dedos bajaron rápido, metiéndose por debajo de la tela, tocándole el coño como si fuera suyo desde siempre.

Ella gimió, un sonido ronco que le puso la polla dura como piedra en dos segundos. El vestido cayó al suelo con un ruido sordo, y ahí estaban, ella empapada y él listo para reventarla.

La agarró por el pelo, tirando hacia atrás mientras le lamía el cuello como un maldito animal, y ella se arqueó, empujando el culo contra él, rogándole sin palabras que se la metiera ya, “Fóllame, joder”, soltó ella, y él no se hizo de rogar.

Se bajó los pantalones de un tirón, la verga saltando libre, y se la clavó hasta el fondo sin avisar. Los gemidos de ella rebotaban en las paredes, cada embestida más brutal que la anterior, el sudor chorreando mientras la cama temblaba como si fuera a partirse en dos.

La noche se volvió un puto desastre de carne, fluidos y gritos, y ninguno de los dos dio un paso atrás hasta que el amanecer los encontró exhaustos, tirados y satisfechos como cabrones.

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