Compartiendo más que el viaje (1 y 2)

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T. Lectura: 7 min.

Marco era de piel morena clara que parecía absorber y reflejar la luz de una forma casi artística. Su rostro, de facciones angulosas y nariz recta, estaba adornado apenas por una sombra de barba que apenas insinuaba su contorno masculino. Tenía unos 24 años, su vello corporal era prácticamente inexistente, dejando su pecho amplio, su abdomen firme y sus brazos perfectamente delineados, limpios y pulidos como mármol. Su cuerpo no era el más alto, pero poseía una solidez compacta, proporcionada, como una estatua viva de fuerza clásica. Había en su mirada una serenidad natural, como si supiera que no necesitaba demostrar nada para imponerse.

Yo de 23 años, tez morena heredada de generaciones de historia y sol. Mi cabello, oscuro y ligeramente ondulado, caía de forma casual sobre una frente amplia, y mi mandíbula, marcada y definida, apenas era sombreada por un rastro de barba tan ligera como el suyo. Mi físico estaba desarrollado, de líneas largas y proporciones pensadas para el arte: hombros amplios, cintura estrecha, músculos definidos sin exceso, perfectos para la categoría Classic Physique.

El vello en mi cuerpo era mínimo; sólo un leve rastro en los antebrazos y piernas, mientras que mi torso lucía completamente liso y terso. Era apenas un poco más alto que él, y aunque compartíamos el mismo respeto por la estética corporal, mi altura añadía a mi figura una sensación de amplitud tranquila y dominio silencioso.

Éramos distintos, pero al mismo tiempo, nos entendíamos sin palabras: dos versiones de un mismo sueño, dos esculturas vivas buscando su mejor forma.

El viaje había sido largo, Marco y yo, llegamos cansados a la ciudad donde íbamos a instalar nuevas máquinas de gimnasio.
Nos dieron habitaciones separadas en el hotel.

Esa noche, en la soledad de mi cuarto, no aguanté, había traído un fleshlight, nunca había tenido uno y moría por probarlo, no perdí tiempo: me tiré en la cama, bajé mis pants, y empecé a bombear duro, desahogándome. El sonido húmedo, pegajoso y mis gemidos bajos llenaron la habitación.

No sabía que se había escuchado más de la cuenta.

Al día siguiente, mientras desayunábamos en la cafetería del hotel, mi colega me miró sonriendo malicioso.

—Oye, ¿qué chingados estabas haciendo anoche? Escuché unos ruidos muy raros… como de alguien cogiendo —dijo en voz baja, riéndose.

Me reí sin pena.

—Traje un fleshlight —le confesé—. Ya sabes, uno de esos juguetes. Lo estrené anoche.

Su risa se hizo aún más grande.

—No mames… ¿y jala chido?

—Una chulada, cabrón. Si quieres, lo pruebas esta noche —le ofrecí, medio en broma, medio en serio.

Me miró con esa mezcla de incredulidad y curiosidad… Y aceptó.

—Órale, jalo —dijo.

Terminamos de desayunar, cada quien se fue a su cuarto y nos vimos en el lobby del hotel porque nos pasarían a recoger para llevarnos al gimnasio, llegamos, instalamos las máquinas y pusimos todo en orden, ya que estábamos ahí le dije que aprovecháramos para hacer una sesión completa de entrenamiento, los dos decidimos darle a pierna, fue una sesión brutal.

Regresando al hotel quedamos de vernos en mi habitación para que probara el “juguetito” Marco llegó a mi habitación puntual, vestido simple: camiseta entallada, pants flojos. El sudor de todo el día aún marcaba un ligero brillo sobre su piel morena.

Entró, y lo noté: ese gesto entre nerviosismo y expectación que no podía ocultar. Una media sonrisa, la mirada encendida.

Cerré la puerta tras de él, subí un poco la música para darle un fondo al ambiente —algo discreto, sólo para romper el silencio denso que flotaba.

Él se acercó a la cama mientras yo sacaba el fleshlight del cajón. Lo mostré como si fuera un trofeo.

—Listo para tu estreno, cabrón —le dije, sonriendo de lado.

Marco se rio, pero esa risa cargaba morbo. Se bajó el pantalón sin pensarlo mucho.

Su verga, ya semidura, rebotó al liberarse, gruesa, caliente, viva.

Se sentó al borde de la cama, el cuerpo tenso, los muslos anchos y duros después de la sesión brutal de pierna. Tomó el fleshlight con una mano firme, se inclinó un poco y escupió dentro, lubricándolo con su saliva espesa.

El sonido del escupitajo resonó en el cuarto. Me provocó un escalofrío y un morbo impresionante.

Se acomodó, abrió ligeramente las piernas, y deslizó su verga en el fleshlight. La expresión en su rostro cambió de inmediato: primero sorpresa, luego entrega.

—Verga… está cabrón esta madre —gruñó entre jadeos.

Se empezó a bombear lento.

Yo lo miraba desde una silla frente a él, las piernas abiertas, mis propios pants tensándose con mi erección, el sonido húmedo, pegajoso, llenó la habitación de nuevo, el olor a sudor, a carne caliente, a deseo masculino se mezclaba con el aire.

Marco cerró los ojos por momentos, la mandíbula apretada, sus pectorales bombeando con cada respiración profunda, aceleró el ritmo, sus músculos temblaban, los muslos tensos, los brazos marcados de venas, gemía bajo, como un animal controlando el rugido.

Hasta que no pudo más.

Soltó un gruñido ronco desde el fondo de su pecho, casi una bestialidad, se vino dentro del fleshlight, a chorros, su semen caliente brotando con fuerza, llenándolo, rebosándolo.

El juguete goteaba, espeso, blanco.

Marco se inclinó hacia adelante, jadeando, sudado, las gotas de sudor resbalándole por el pecho y los trapecios hinchados.

Me extendió el fleshlight, aún palpitante en su mano.

—Tu turno, cabrón —me dijo, con esa sonrisa sucia de victoria.

Yo no dudé ni un segundo.

Me levanté, bajándome los pants hasta las rodillas, mi verga ya estaba dura, vibrando, brillando con mi propio preseminal. Tomé el fleshlight caliente, resbaloso, cargado de su leche, el olor a macho fresco me invadió la cabeza, me enloqueció.

Metí mi verga en el fleshlight, sintiendo la mezcla de calor, humedad, y la textura cremosa de su corrida que aún llenaba las paredes internas.

La sensación era indescriptible.

Brutal. Sucia. Perfecta.

Empecé a bombear, lento primero, disfrutando cada milímetro, el roce viscoso, el calor animal, el peso del líquido que se agitaba con cada embestida.

Los gemidos me salían solos.

Marco se reclinó en la cama, viendo todo, jadeando todavía, su mano en su verga semierecta, como admirando la escena.

No tardé mucho.

El placer subía como una ola imparable.

Apreté los dientes, bombeé más rápido, y con un gruñido gutural, me vine también, soltando toda mi carga dentro del fleshlight saturado.

El juguete, ya completamente lleno, empezó a gotear semen mezclado por los bordes, tibio, brillante.

Ambos quedamos un momento en silencio, respirando fuerte, nuestras pieles brillando de sudor, nuestros cuerpos latiendo todavía con los últimos espasmos de placer.

Después, nos miramos, sin palabras, no sabíamos qué seguía.

Agarré una copa del minibar, con cuidado, incliné el fleshlight sobre ella, el contenido cayó: un flujo pesado, espeso, blanco, caliente.

La copa se llenó hasta el borde.

Nos miramos, riéndonos, sudados, sabiendo que habíamos llevado la camaradería a otro nivel que no muchos podían entender.

Esa noche, no solo compartimos cuarto… compartimos algo más salvaje, algo más crudo

Segunda parte: El reto.

La copa estaba allí, llena hasta el borde, caliente y espesa. Nuestro semen mezclado, nuestras corridas frescas, desbordándose en un símbolo perfecto de lo que acabábamos de hacer.

Nos mirábamos entre risas pesadas, todavía sudados, todavía con las venas marcadas de la tensión.

—Y ahora… ¿qué hacemos con esto? —preguntó Marco, medio en broma, pero con un brillo retador en los ojos.

Yo sonreí de lado.

—¿Te atreves a ir más lejos? —le dije, acercándome a la copa.

Él se cruzó de brazos, todavía con la verga colgando, semi endurecida, mirándome directo.

—¿Qué tienes en mente, cabrón?

Sin decir palabra, agarré la copa, la levanté y la acerqué a mis labios. La mezcla caliente olía fuerte, potente, masculino. Mi lengua salió, recogiendo un poco del borde. Hasta que empecé a beberla lentamente.

El sabor denso, salado, amargo y caliente me explotó en la boca. Era brutal, era como beber la esencia misma del sexo.

Él soltó una risa nerviosa, pero su verga empezaba a endurecerse otra vez, lentamente.

—No mames… —susurró, excitado.

—¿Qué, te rajas? —lo reté, extendiéndole la copa.

Por unos segundos dudó. Pero la testosterona, la adrenalina, el fuego de lo que habíamos hecho… pudieron más.

Se acercó. Tomó la copa con una mano firme, la levantó y me miró una última vez. Bebió un trago largo y espeso, dejando que parte de nuestra corrida bajara por su garganta mientras sus ojos se cerraban, disfrutando del asqueroso placer de romper cualquier límite.

Cuando bajó la copa, se limpió la boca con el dorso de la mano, su respiración pesada.

—Verga… —jadeó, con una sonrisa cargada de lujuria.

El ambiente se volvió eléctrico, estábamos duros de nuevo. Las reglas habían volado a la mierda y el ambiente estaba cargado: calor, testosterona, olor a sexo y sudor de hombre.

Los dos estábamos de pie en el cuarto, completamente desnudos, con las vergas duras, venosas, palpitando, retándonos con la mirada.

No había necesidad de palabras, solo instinto puro.

Él fue el primero en moverse. Se sentó al borde de la cama, abriendo las piernas, su verga dura apuntando hacia arriba. Me miró y sonrió de manera sucia.

—¿Qué esperas, cabrón? —me dijo.

Yo me acerqué. Me paré frente a él. Empecé a jalármela, lentamente al principio, luego más rápido, mientras él también se la jalaba, sincronizándose conmigo.

Los dos nos bombeábamos con fuerza, la respiración pesada, los músculos tensos, las gotas de sudor resbalando por nuestros torsos marcados.

Mi objetivo era claro: vaciarme sobre su pecho, marcarlo con mi corrida caliente, dejar mi huella sobre su piel.

El sonido húmedo de nuestras pajas llenaba el cuarto, mezclado con jadeos, gruñidos, gemidos de placer contenido.

Él inclinó la cabeza hacia atrás, ofreciéndose, mientras yo aceleraba, sintiendo el fuego subir por mi columna, hasta que no pude más, con un gruñido salvaje, me vine sobre él.

Mi corrida salió en chorros gruesos, calientes, salpicándolo en el pecho, el cuello, parte de su cara. Él jadeó al sentir el calor de mi leche marcándolo.

Sin perder tiempo, mientras mi leche chorreaba por su piel, él siguió bombeándose frenéticamente, su verga palpitaba lista para explotar, me acerqué más, desafiándolo.

—Hazlo sobre mí, cabrón —le dije.

Él gruñó, apretó los dientes y, segundos después, se vino también.

Su corrida salió con fuerza, bañándome el abdomen, los pectorales, un poco en la cara, deslizándose caliente sobre mi piel, mezclándose con el sudor y el olor a macho.

Ambos quedamos jadeando, sudados, cubiertos de nuestra mezcla, compartiendo el placer más animal, más masculino, más crudo que habíamos sentido jamás.

Nos miramos, sonriendo como bestias satisfechas, sin una pizca de vergüenza. Éramos dos bestias, bañadas en el resultado de nuestro placer, sudor, semen y calor cubrían nuestras pieles tensas, marcadas por el entrenamiento diario.

Me miró, su respiración aún agitada, y sonrió con esa expresión de macho cabrón que no conoce límites.

—Ya que estamos así… —dijo, acercándose—. Vamos a aprovecharlo, ¿no?

No hubo discusión, su mano áspera se posó sobre mi abdomen, recogió parte del semen que escurría, y lo frotó sobre mi pecho, extendiéndolo como un ungüento caliente, pegajoso, masculino.

Yo hice lo mismo. Puse mi mano entre su pecho duro, sus pectorales sudados y empecé a embadurnarlo con su mezcla, sintiendo la textura resbalosa entre mis dedos.

Poco a poco, nuestros cuerpos se fueron juntando más, los torsos pegándose, las gotas resbalando entre nosotros, el calor volviéndose insoportable.

Nos apretamos, pecho contra pecho, resbalándonos uno sobre el otro, con cada movimiento los músculos chocaban, los pezones duros rozándose, nuestras vergas endurecidas frotándose, deslizando una contra la otra con nuestro propia leche como lubricante.

El contacto era brutal, sucio, adictivo.

Gruñíamos bajo, mientras nos movíamos, restregándonos contra el cuerpo del otro, como animales cubiertos en su propio rastro de placer.

Sentía su verga dura y caliente resbalándose contra la mía, atrapadas entre nuestros abdómenes marcados, frotándose una contra otra, humedeciéndose aún más con la mezcla tibia que cubría todo.

Nos agarrábamos fuerte de las nucas, de las espaldas, presionándonos más y más, sin separación, solo calor, carne, fuerza.

Cada frotada nos arrancaba gemidos bajos, cada resbalón nos incendiaba más.

Hasta que no aguantamos más.

Volvimos a estallar, esta vez directamente entre nosotros, sin espacio, sin aire, solo cuerpos entrelazados explotando en un nuevo torrente de semen, cubriéndonos aún más, haciendo que el líquido resbalara entre nuestros músculos tensos y sudados.

Nos quedamos abrazados unos instantes, pegados, respirando agitados, sintiéndonos llenos, sucios, dominados por el deseo más puro y masculino.

Nuestros cuerpos estaban tan cubiertos de semen que ya no sabíamos qué era sudor y qué era corrida, cada centímetro de piel resbalaba contra el otro, caliente, pegajoso, cargado de deseo masculino desbordado.

Nos miramos, jadeando, sonriendo como dos guerreros sabiendo que la batalla aún no había terminado.

Él me empujó hacia la cama caí de espaldas, sintiendo la sábana pegarse a mi piel bañada. De inmediato, se lanzó sobre mí, su cuerpo pesado, musculoso, aplastándome, el calor brutal entre nosotros.

No hubo pausa, empezamos a frotarnos salvajemente, verga contra verga, pecho contra pecho, estómago contra estómago, todo resbalando, chapoteando en nuestra propia mezcla.

Cada movimiento era rudo, animal, hambriento. Nuestras manos se aferraban a los músculos del otro: espalda, hombros, glúteos endurecidos. Tirábamos, apretábamos, empujábamos, queriendo fundirnos en un solo cuerpo.

Él gemía sobre mi oído, gruñidos bajos, potentes. Yo arqueaba la espalda, sintiendo su peso, su dureza, su calor brutal dominándome.

Nuestros fierros resbalaban uno contra el otro, atrapados entre nuestros cuerpos, bombeándose al ritmo de nuestro choque, aplastados entre los abdómenes duros, chorreando cada vez más.

Hasta que otra ola de placer nos golpeó, primero él. Se vino gruñendo sobre mí, su verga soltando otro torrente caliente que se mezcló con lo que ya nos cubría, su cuerpo tembló encima del mío, jadeante, rugiendo de placer.

Eso me arrastró también, bastaron unos segundos más de frotarnos, de resbalar su leche fresca contra mi verga, para que yo también me viniera brutalmente, empapándonos aún más.

Ambos quedamos jadeando, aplastados, pegajosos, exhaustos.

Nuestros cuerpos seguían latiendo de calor. El cuarto apestaba a sexo, sudor, semen. El espejo del armario mostraba el reflejo de dos bestias cubiertas, rendidas, satisfechas.

No dijimos nada. Solo permanecimos ahí, abrazados, resbalándonos, sintiendo el pulso de la piel, del músculo, del deseo que nos había consumido.

Hasta que el cansancio ganó. Nos dejamos caer uno al lado del otro, respirando como animales después de una cacería salvaje.

Sonriendo. Sabíamos que esa noche no sería solo un recuerdo sucio. Sería nuestro secreto de guerra, el lazo inquebrantable entre dos machos que se dieron todo, hasta la última gota.

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