Cruzando el límite con Luciana

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Era el cumpleaños de mi papá, y la casa estaba llena de risas, música y el aroma a comida casera. La familia se había reunido para celebrar, y entre la multitud, allí estaba ella: mi prima, Luciana. No la veía desde hacía años, y la última vez que la recordaba era una adolescente traviesa y llena de energía. Ahora, frente a mí, estaba una mujer madura, con una familia propia y una mirada que aún conservaba esa chispa pícara que tanto la caracterizaba.

—¿Y vos? —me preguntó de repente, interrumpiendo mis pensamientos—. Veo que no subís ninguna foto con ninguna chica. ¿Qué pasa, no tenés novia?

Su pregunta, directa e incómoda, me pilló desprevenido. Luciana siempre había sido así, sin filtros, como si el mundo fuera su terreno de juego y todos fuéramos sus compañeros de aventura. Yo, por el contrario, era reservado, especialmente cuando se trataba de mi vida personal. En ese momento, estaba pasando por una situación complicada con una chica, algo que no quería tocar ni siquiera en mi propia mente.

—No es tan sencillo —respondí, evadiendo el tema con una sonrisa forzada.

La noche avanzó, y después de la cena, Luciana se acercó de nuevo.

—Te llevo a tu casa —le ofrecí, sabiendo que vivía cerca.

—Gracias, pero… ¿por qué no pasás un rato? Los nenes están con su papá, y la casa está vacía —sugirió con una sonrisa que me hizo dudar.

Acepté, más por cortesía que por ganas. Llegamos a su casa, un lugar acogedor pero con ese silencio que solo las casas sin niños pueden tener. Encendió la televisión y puso una película que ninguno de los dos estaba realmente interesado en ver. Abrió la heladera y saco un fernet ya empezado y una coca.

—¿Qué te pasa? —preguntó de repente, mientras el alcohol comenzaba a hacer efecto—. Sé que sos reservado, pero te conozco. Algo te está molestando.

La miré, sorprendido por su intuición. Luciana siempre había sido así, capaz de leer entre líneas, de ver más allá de lo que las personas mostraban.

—No es nada —respondí, intentando cambiar de tema.

—Si querés no me contés, pero sabés que estoy acá para vos —dijo, acercándose un poco más.

Sus palabras resonaron en mí, y el alcohol comenzó a desdibujar los límites que siempre había mantenido. La película seguía su curso, pero ninguno de los dos la estaba viendo. En su lugar, nos mirábamos, como si el tiempo se hubiera detenido.

—Gracias —murmuré, sintiendo cómo la distancia entre nosotros se acortaba.

Sin decir más, nos abrazamos. Fue un gesto natural, como si nuestros cuerpos hubieran estado esperando ese momento. Sus brazos me rodearon, y su aroma, una mezcla de perfume y alcohol, me envolvió. El abrazo se prolongó, y poco a poco, la tensión se hizo palpable.

—¿Esto está bien? —pregunté, aunque en el fondo sabía que no lo estaba.

—No lo sé —respondió ella, su voz temblorosa—. Pero no quiero parar.

Y no lo hicimos. Nuestros labios se encontraron en un beso apasionado, como si todos los años de distancia se hubieran evaporado en ese instante. Sus manos recorrieron mi espalda, y las mías se deslizaron por su cintura, sintiendo la calidez de su piel a través de la ropa.

—Esto está mal —murmuré, pero mis palabras se perdieron en otro beso.

—Lo sé —susurró ella, antes de llevarme de la mano hacia su habitación.

La habitación estaba en penumbras, iluminada solo por la luz de una lampara. Nos miramos, conscientes de lo que estábamos a punto de hacer, pero incapaces de detenernos. Nuestra ropa cayó al suelo, pieza por pieza, como si el tiempo se hubiera acelerado.

Su cuerpo era perfecto, con curvas que delataban su vida como madre, pero que no habían perdido su belleza. Sus pechos, firmes y generosos, se elevaban hacia mí, invitándome a explorarlos. Sus caderas, anchas y seductoras, prometían un placer que mi mente no podía ignorar.

—Nunca pensé que esto pasaría —dije, mientras mis labios recorrían su cuello.

—Yo tampoco —respondió, su voz entrecortada por el deseo—. Pero ahora que está pasando, no quiero que termine.

La besé con intensidad, sintiendo cómo su cuerpo se arqueaba contra el mío. Mis manos exploraron cada centímetro de su piel, descubriendo cada curva, cada rincón que el tiempo había transformado. Ella hizo lo mismo, sus dedos trazando patrones invisibles en mi espalda, sus uñas clavándose suavemente en mi piel.

—Sos mi prima —murmuré, como si esa frase pudiera detener lo que ya estaba en marcha.

—Lo sé —respondió, antes de guiarme hacia la cama.

El sexo que tuvimos fue salvaje, explícito, como nada que hubiera experimentado antes. Sus gemidos llenaron la habitación, mezclándose con los míos en una sinfonía de placer prohibido. Nuestros cuerpos se movían al unísono, como si hubieran estado esperando ese momento durante años.

La penetré con fuerza, sintiendo cómo su cuerpo me recibía con avidez. Sus piernas se enredaron en mi cintura, y sus manos se aferraron a mis hombros, como si temiera que me fuera a escapar. Movimientos rápidos y desesperados se alternaron con momentos de ternura, como si intentáramos convencernos de que lo que hacíamos estaba bien.

—Más fuerte —pidió, su voz por el deseo.

Y lo hice. La embestí con toda la fuerza que pude, sintiendo cómo su cuerpo temblaba bajo el mío. Sus ojos, clavados en los míos, reflejaban el mismo conflicto que yo sentía: el deseo ardiente mezclado con la culpa de lo que estábamos haciendo.

—Voy a acabar —gimió, su voz casi un susurro.

—Yo también —respondí, sintiendo cómo mi cuerpo se tensaba.

Y entonces, en ese momento, todo explotó. Nuestros cuerpos se fundieron en un orgasmo compartido, un grito que llenó la habitación. Caímos exhaustos, nuestros corazones latiendo al unísono, como si hubiéramos corrido una maratón.

—Esto no debería haber pasado —dije, mientras la abrazaba, sintiendo su piel húmeda contra la mía.

—Lo sé —respondió ella, su voz llena de una mezcla de satisfacción y arrepentimiento—. Pero pasó.

Nos quedamos así, en silencio, mientras la realidad de lo que habíamos hecho comenzaba a asentarse en nuestras mentes. El alcohol ya no era suficiente para borrar la culpa, y la emoción del momento daba paso a una sensación de vacío.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté, aunque en el fondo sabía que no había una respuesta fácil.

—No lo sé —respondió ella, su voz quebrada—. Pero no podemos pretender que no pasó.

Y allí estábamos, dos personas que habían cruzado una línea que nunca deberían haber cruzado, envueltos en una mezcla de placer y culpa. La noche avanzaba, y con ella, la certeza de que nada volvería a ser igual.

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1 COMENTARIO

  1. Maravillloso. El sentido de lo indebido exacerba las ganas, empuja hacia lo que no debería ser , pero que se disfruta intensamente.

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