El aire en la oficina olía a tinta seca y sudor frío, como en aquellos relatos rusos que Ares le enviaba meses atrás. Afrodita, con su vestido blanco transparentado por la humedad de su excitación— igual que la mujer de “Insolación” en su habitación de hotel—, se arqueó contra el espejo hasta empañarlo con la curva de su espalda.
—¿Sientes cómo nos observan? —susurró, clavando las uñas en sus hombros hasta dejar marcas en forma de luna creciente—. Como en tu “Lunes Puro”… donde los amantes gemían “¡Bozhe moy!”.
Sus muslos, cubiertos de un brillo viscoso, se cerraron como una trampa alrededor de sus caderas.
Ares estaba goteando como cera de vela.
—Esos amantes que creían estar solos… mientras Dios los miraba desde el rincón oscuro de la habitación. -le mencionó él.
Afrodita trazó una cruz ortodoxa en el pecho de Ares con la punta de su lengua, saboreando el sabor amargo del miedo mezclado con el deseo.
—Dijiste que éramos espirituales… —él le dio un mordisco en su clavícula.— Pero mira cómo rezamos ahora.
—Tú y yo somos iguales: rezamos con los cuerpos… pero el diablo siempre toma nota.
La mano de Afrodita descendió hasta su cinturón, jugando con la hebilla como si fuera un rosario, mientras la otra deslizaba el teléfono bajo el cojín.
Y entonces, justo cuando él cerraba los ojos, ella le colocó una mordaza en la boca.
—Eres tan espiritual y carnal a la vez. No huyas de mí… ¿Qué soy yo para ti, dorogóy? ¿Tu monja… o tu pecado favorito?
Ares sintió el aliento de ella en su cuello, húmedo y ligero como el rocío en los cristales, pero no vio la sombra que se movía tras la puerta entreabierta. Apolo, su rival, ajustaba el zoom de la cámara con dedos que temblaban no de miedo, sino de placer anticipado.
En la pantalla, la luz roja de la grabación parpadeaba.
Apolo, con una mano grababa mientras con la otra se palmeaba la entrepierna, los dedos manchados de precum como tinta de bolígrafo barato.
Afrodita arqueó una ceja y frotó su clítoris hinchado contra el muslo de su amante.
—El aire huele a poder —murmuró Afrodita, mientras su mano deslizaba el teléfono bajo el cojín—. Y a traición… ¿No es eso lo que amas de los clásicos rusos, dorogóy?
En el grupo anónimo, la captura de pantalla llegó con un mensaje:
«Tus gemidos son tan predecibles como tus contraseñas.»
—”Солнечный удар”… Nuestro golpe de sol. Tú me lo enviaste diciendo que eras el teniente y yo tu desconocida. Pero en el relato, ella nunca vuelve… (Una lágrima resbaló por su mejilla). —Apolo grabó nuestro final. ¿Quieres verlo… teniente?
Sus palabras fueron como un cuchillo envuelto en terciopelo.
La mujer de la limpieza —una silueta callada como las sirvientas de las novelas de provincia— avanzó con su trapo. Pero en lugar de limpiar el polvo, tomó el vibrador rosado que Afrodita le tendía.
—Él cree que esto es suyo —dijo Afrodita, con la voz dulce y venenosa de una heroína. —Enséñale su error.
La mujer lo escupió (como se escupe el vodka barato) y lo frotó contra las nalgas de Ares mientras él penetraba a Afrodita. El zumbido se confundió con el tic-tac del reloj de pared —ese mismo ritmo que se usaba para contar segundos de éxtasis y ruina.
Afrodita gimió, empalándose en su miembro con furia litúrgica hasta que juntos se derritieron de placer derramándose el uno al otro.
—Los pecados… siempre son alquilados, dorogóy —dijo ella quitándole la mordaza para escupir en su boca —Traga. Así sabrás mi sabor cuando ya no esté.
Al amanecer, Ares encontró su cafetera favorita llena de granos quemados con un texto que decía: «Los secretos, como el café, se filtran» y un condón usado (el de su última infidelidad).
Además, el espejo estaba roto al igual que su orgullo. Y para rematar el informe de desempeño estaba en su escritorio acompañado de un post-it que citaba textual:
«La felicidad es como el sol… quema cuando más alta está.»
Y en el aire, el perfume barato de la mujer de la limpieza —a jazmín y lejía— se mezclaba con el eco de la última frase que le había dicho Afrodita:
—«Ahora tú eres el personaje, Ares. Y los personajes… rara vez terminan bien.»
Inmediatamente él tuvo un déjà vu al recordar cómo el día anterior Afrodita puso un dedo sobre sus labios y dijo suavemente:
—No hace falta palabras. ¿Recuerdas lo que te escribí? “Aunque seamos como dos orillas de un mismo río…”.
Y en el aire, su último susurro —transmitido por el altavoz de su computadora hackeada—:
—«Los ríos llevan secretos al mar… pero yo llevo tus gemidos al infierno.»
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