Era un martes, pasadita las ocho y media.
El aula olía a encierro. Estábamos todos esperando a la profe que, una vez más, no apareció.
Yo ya venía cruzada desde la mañana. El trabajo había sido una tortura y aún no me pagaban.
Encima Helena, mi hermana, había dejado un quilombo en casa y me tocó a mí acomodar. Tenía los ovarios llenos.
Estaba en mi lugar del aula, con cara de culo, un mate ya frío y las piernas cruzadas con rabia.
Ahí vi a Sebastián mirándome. Se me acercó despacio, como si supiera que estaba a punto de explotar.
—Che, ¿estás bien, Mey? —me preguntó con ese tono amable que tiene.
Lo miré, levanté las cejas.
—No. Hoy fue un día de mierda, boludo. Y ahora esto. ¿A qué vine?
—Salgamos un ratito. Vamos a la esquina a comprar algo. Tomamos aire.
No sé por qué acepté. Él hablaba tranquilo y me hacía reír sin esfuerzo. Yo me iba aflojando, notaba cómo la tensión se me escapaba por las comisuras.
Compramos algo para picar. Él eligió una coca, yo un agua.
Al rato, me dijo:
—Che, me está pegando el fresco… ¿Me acompañás al auto? Tengo un buzo ahí.
Asentí. El auto estaba a la vuelta, en una calle medio oscura y sin salida. Todo silencioso. Solo se escuchaba el zumbido de las luces del alumbrado público y alguna moto lejana.
Abrió el baúl, sacó el buzo… pero no se lo puso. Lo tiró al asiento delantero y me miró distinto.
Sin aviso, me tomó de la mano y me empujó despacito contra el auto. Sentí el frío del metal en la espalda. Me miró a los ojos y me besó.
Nos metimos las lenguas con hambre, con deseo contenido que ni sabíamos que existía.
Me apretó contra su cuerpo, sentía su calor a pesar del aire fresco.
Él me sobaba las piernas por encima del jean, y yo, sin pensarlo, le ofrecí el culo, girando apenas la cadera. Sus manos lo agarraron con firmeza.
Yo le acariciaba el pecho por debajo de la remera, buscándole la piel.
—Subite —me dijo. Ni lo dudé.
Nos tiramos en el asiento. Volvimos a besarnos como si nos fuera la vida en la boca del otro.
Él me subió la remera y me sacó el corpiño. Se aferró a mis tetas como si fueran su salvavidas. Me besaba los pezones, los lamía, los chupaba con devoción.
Yo le sobaba la pija por encima del pantalón, la notaba dura, desesperada por salir.
Me bajé rápido. Le desprendí el pantalón y se lo bajé junto con el bóxer. Su pija salió con un movimiento elástico, grueso, duro, con una venita marcada. Casi 18 centímetros, pensé. Ni dudé: la agarré y me la metí en la boca.
Comencé a chuparla lenta, con la lengua lamiendo cada centímetro del glande. Él gemía bajito, con la cabeza tirada hacia atrás, los ojos casi cerrados.
Me presionó la cabeza hacia él, metiéndomela hasta el fondo. Me costó un poco, pero me la banqué. Cuando sentí que me ahogaba, frené. Le apreté la base y me la saqué de la boca, con un hilo de saliva que caía desde mis labios.
—Dame un segundo —dijo, y sacó un forro de la gaveta.
Se lo puso con práctica y se sentó. Yo subí mis rodillas al asiento y me senté sobre él. Sentí su pija pasar por la entrada de mi concha, ya mojadísima. Se deslizó lento, profundo. Se me escapó un gemido contenido.
—Shhh —me dijo.
Nos movíamos despacio, como si estuviéramos flotando. Mi concha lo apretaba, lo sentía hasta el fondo. Él enterraba la cabeza entre mis tetas, las chupaba mientras me apretaba el culo con sus manos grandes.
Lo cabalgaba suave, con movimientos circulares, de lado a lado. Jadeaba bajito, lo besaba con fuerza. La intensidad era una locura.
Hasta que paré.
Me acostó boca arriba, y bajó. Me abrió las piernas y comenzó a lamerme la concha. Su lengua era tibia, juguetona. Se metía, salía, giraba. Me agarraba fuerte de los muslos mientras me devoraba.
Después me acomodé en cuatro, apoyando las manos contra la luneta del auto. Él me agarró de la cintura y me empezó a culear con fuerza.
Cada estocada me sacaba un gemido distinto. Me tiraba del pelo, me daba nalgadas. Yo ya gritaba sin filtro. No me importaba nada.
A los minutos, se sacó el forro y acabó en mi culo. Sentí su leche caliente chorrearme. Jadeaba como si hubiese corrido una maratón.
Me dio un beso suave.
—Vestite, pendeja hermosa.
Me limpié con una franela que sacó del asiento. Me ardía todo. Pero estaba feliz. Me vestí rápido. Bajamos. Caminamos de nuevo hasta la facultad. Al entrar, todos nos miraron raro.
Yo… ni bola, estaba más relajada.
![]()
Muy buen relato, buena manera de relajarse para ir a la Facultad. Saludos