La cortina azul

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T. Lectura: 5 min.

Una valiente y rebelde etapa en su juventud separaba a mi esposa de la exclusividad de mi miembro. Por supuesto que Mario el mecánico cuarentón no iba dejar pasar, sin masticar ese caramelo qué los 19 años lucía virginal aunque no lo fuera, ofreciéndosele como una fruta jugosa en medio del árido desierto. Ya saben, una fugaz discusión de novios originó dos semanas de distanciamiento yo termine en las playas de Atlántida con mis amigos y Carolina mi novia entonces, con las piernas abiertas en la parte trasera de la camioneta de Mario, donde varias veces le midió el aceite como lo hacía con el auto de sus padres y de los míos.

Veinte años pasaron desde entonces y la mota negra en su expediente de esposa perfecta mutó como un gusano de seda, lo que mucho antes me pareció vil y rastrero ahora volaba en colores y cada tanto, cada vez más frecuente, suplicaba qué me contará, qué narrara sutilmente aquellas experiencias que conocía de memoria, como si fuera yo quien empaño los cristales y empapó la cuerina incómoda qué recubría los asientos de la Ford.

El relato me provocaba pasear por todos los estados, rabia, celos, ira, confusión pero a la vez producía una excitación inexplicable que elevaba la libido a las estrellas y permanecía días enteros en absoluto goce. Parecía irreal qué un desliz casi adolescente alimentara la locura frenética en nuestras madrugadas y en una de ellas, en plena cabalgata descontrolada le propuse intercambiar parejas. Al principio aceptó pero al cabo de un rato la razón moral prevalecía.

Así estuvimos un tiempo, deliberando, jugando, fantaseando. Un buen día quedamos en conocernos con una pareja, no funcionó. No hubo química y no la habría ni en cien años, otro día conocimos otra y nos cayeron mejor pero concluimos que tampoco daba, no quiero comentar la razón porque no viene al caso. Ahora dicen que la tercera es la vencida y nuestro caso calzo perfectamente.

Bernhard y Louisa Bauer eran cincuentones escapando del invierno europeo y de la monogamia. Era una pareja abierta desde hacía más de una década y por lo que percibía claramente estaban dispuestos a volcar toda su experiencia en un par de novatos nerviosos como nosotros. La magia de las redes sociales nos presentó y una semana después viajamos 2 horas en auto para llegar a su casa.

Un breve tour, por la gran casona de dos plantas y enorme jardín acabó con un brindis a orillas de la piscina. Louisa enseñaba un vestido escotado, blanco y demasiado largo para mi gusto, y sobresalía por sus caderas anchas y su elocuente forma de hablar, Bernhard era metódico, estudioso, vestía y miraba de negro y lo primero que noté después de su barba prolija y canosa fueron dos tatuajes, uno de un escorpión en el dorso de la diestra y el otro de una rosa en la parte derecha del cuello qué llamaba la atención de mi esposa que no dejaba de mirarlo.

Luego de veinte minutos sugirieron tomar algo más adentro si estábamos de acuerdo, seguramente esa fue su señal para activar el código verde, avalando la locura que se avecinaba. Sorprendentemente, Carolina enfundada en su faldita negra apuro el paso a la finca al lado del desconocido que indudablemente la atraía, y estaba a punto de follarla.

Brindamos, hablamos y nos miramos profundamente entre todos, porque por algo estábamos ahí y no era precisamente para observar muebles victorianos ni pinturas rupestres. Todos estaban eufóricos, menos yo y era que la austriaca no me motivaba en nada, quizás por sus libras de más o su boca pintada de fucsia no lo sé, el exceso de maquillaje pudo influir también y es que en ese punto pensé que mi mujer estaba bromeando y me quería hacer sufrir. ¡Que equivocado estaba!

En fin las mujeres se fueron a cuchichear sobre unas vasijas traídas de la India y yo quedé mano a mano con el ex nadador olímpico, qué nunca había ganado nada, salvo medallas escolares. —Estoy seguro que lo vamos a pasar genial. Aseguró, con el vaso vacío en la mano. —Creo que si. Contesté apurando el último trago. Una parte de mía estaba excitada pero no por la mujer europea, sino por la profesora de idioma español y madre de mis dos hijos que estaba por recibir la tercera caña de su vida.

—Arriba tenemos la habitación del deseo. Dijo la señora Bauer apuntando al cielo con su índice y continuó. —Si suben, ya saben… ¡Sexo! Advirtió seriamente. Se hizo una pausa larga y helada, mi corazón palpitaba acelerado, casi podía escucharlo cuando las carcajadas de los tres estallaron al pie de la escalera. Carolina me rescato de la risa fingida y dijo con los ojos brillosos —¡A eso venimos!… ¿Verdad mi amor?… Yo quedé de piedra con las tres figuras expectantes esperando mi respuesta que no se hizo esperar. Y masticando algo de resentimiento balbucee— Por supuesto, que si mi vida.

El cuarto era gigantesco y estaba dividido en dos por un telón azul y largo que iba de extremo a extremo justo por el medio, dos grandes camas una en cada esquina del cuarto quedaban aisladas por la tela. Las mujeres se adelantaron a la cama más alejada, conversando como grandes amigas. Las luces se atenuaron, y una penumbra sutil envolvió la habitación, la respiración de Bauer se tornó tan pesada que podía escucharla claramente. Dios mío pensaba, esté es el peor negocio de mi vida. Y como si él hubiera escuchado lo que pensaba dijo. —Tranquilo, ella lo desea, no lo hagas por ti, hazlo por ella.

Carolina quedó en el fondo parada al lado de la cama esperando a Bernhard quien se cruzó con su esposa para cerrar el telón azul en el medio.

Y fue ahí cuando la mujer rellenita y rubia me hizo tumbar en el lecho. Rápidamente notó mi nerviosismo. —Déjate llevar. Susurró. Quitándose la ropa. La tetas enormes cayeron sin brasier y los pezones negros y duros quedaron en libertad para llenarme la boca con ellos, mientras hundía la mano entres sus piernas mojadas. Hubo una pausa y nos besamos como amantes la hembra europea era más bella de lo que parecía y yo estaba con una erección descomunal y como si de una coreografía se tratara del otro lado del telón, jadeaba el nadador seguramente teniendo la boca de mi esposa llena.

—Cómeme. Ordenó la señora con la raja finamente depilada para la ocasión. Y obedecí como un perro hambriento. La fémina enloqueció con el menester y chilló como pocas veces escuche gritar a una mujer y como escucharía bramar a mi esposa en la madrugada. No voy a mentir, una vez que me subí a aquel cuerpo voluptuoso y la clave me vine a chorros en el acto, como un bombero que no puede controlar su manguera. Fue tremendo.

Media hora después y gracias a una buena mamada resucitó para ahora si propinarle una buena domada, como se lo merecía. Como nos lo merecíamos.

La penumbra era entrecortada por la luz del cigarrillo qué encendió Louisa, eran cerca de las doce y habíamos cogido como por una hora, estaba exhausto y del otro lado de la frontera azul se escuchaban las risas de la señora González y su tercera victoria. —Pensé que se habían dormido. Bromee. —Bernhard, no duerme. Menos con una mujer como la tuya. Aseguró , tirando el humo que escalaba hasta el techo. —No creo que sea para tanto. —Mirá, si lo conoceré que aún no la clavó . Sostuvo, apagando el pitillo.

—¿Como podes saberlo?…. Pregunte atónito. —Lo conozco, la hará gritar. Sentenció.

Pocos minutos después la predicción se volvió realidad, la profesora estaba siendo devorada por aquel macho europeo que juzgar por los sonidos la estaba matando. La función continuó largo rato. Cuando al fin pareció terminar comenzó nuevamente. —¿Podemos ir? Pregunte inocente. —Claro, a veces no desplegamos el telón. Pero como ustedes son primarios lo corrimos.

Cuando entramos mi mujer estaba en un grito, encima de él de espaldas a mí. La vi cabalgando la descomunal pija del extranjero a un ritmo frenético, guiada magistralmente por la mano del escorpión qué tenia ensartado un dedo en su culo. Desconocí totalmente a esa mujer brincando sobre el musculo tieso del desconocido. Cuando por fin cambiaron la posición se percató de mi presencia. Esta vez quedo boca abajo, mirándome. Me agache en cuclillas para verla de cerca. Estiró su brazos para tomar mis manos mientras el mastodonte se posicionó detrás, arrodillado., ensalivo su punta gruesa, mi señora abrió más sus piernas y coloco aquella aberración en la puerta agrandada.

—¿Entro o no? Preguntó el austriaco. Carolina cerró los ojos miel y suplico. —Si… Por favor. —¿Entro o no? Pregunto nuevamente.

Nos miramos y solo moví la cabeza para, un si ahogado salió de mí y él logro escucharlo, la perforó despacio pero firme varios minutos ante la atenta mirada de su mujer y los gemidos inconexos de la mía, que contorsionaba su cuerpo tratando de adaptarse a aquel instrumento de placer inconmensurable como posteriormente lo bautizo en su diario. Bernhard aumentó las embestidas, mi esposa hundió sus uñas en mis antebrazos, y los gritos se aunaron ante la llegada del líquido seminal, que llenó la boca de Louisa qué sin pereza masturbo aquel caño enorme, vaciando a ese hombre que abría sus fauces para rescatar el aire qué le faltaba para seguir viviendo.

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1 COMENTARIO

  1. Es fascinante, de mucho morbo, te eleva la libido al máximo ver cómo le entra y sale la verga de un tercero en la panocha de tu mujer, escuchar sus gemidos y los monosílabos a veces poco audibles y otros a gritos de “así”, “que rico”, “mas”, “muévete”, “sigue- sigue”, “me vengo”, verle la cara enrojecida por el esfuerzo, y los ojos en blanco con el cuerpo convulsionándose de su intenso y largo orgasmo y un hayyyyy que rico

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