Aprendiendo con maduros (3)

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T. Lectura: 6 min.

El tiempo había pasado casi sin darme cuenta. Eran ya dos años desde que empecé mi relación con Carlos y en mi vida habían pasado otras cosas importantes. Había terminado mis estudios de turismo y tuve la suerte de encontrar trabajo en un importante hotel de la ciudad. Empecé como recepcionista y chica para todo, pero al poco de cumplir 24 años me ofrecieron un puesto como ayudante de relaciones públicas. Acepté y a mis 25 años que tengo ahora me he convertido ya en la relaciones públicas del hotel, un trabajo bien pagado, pero con horarios raros y donde trabajar los fines de semana se ha convertido en algo normal.

Por su parte Carlos había cumplido los 61, una edad maldita que me llevó a una situación de tristeza de la que me costó recuperarme. Carlos me llamó una tarde para vernos en el merendero de un monte cercano. Cuando íbamos en su coche su cara mostraba que algo no iba bien. Se me pasaron mil cosas por la cabeza… una enfermedad, problemas con su negocio, algún problema con alguno de sus hijos… pero la realidad iba a ser mucho más cruel.

Ya en el merendero le pregunté que le pasaba y Carlos soltó la bomba: tenía suficientes años cotizados como para jubilarse y había prometido hace tiempo a su esposa que cuando se jubilara se irían a vivir al sur, a un pueblo tranquilo y cerca de la playa. Sentí como una puñalada atravesaba mi corazón, estaba triste, con muchas ganas de llorar, de gritar, de golpear a lo primero que se me pusiera por delante. Me apetecía estar sola así que le pedí que me llevara a casa. Me encerré en mi habitación y me pasé toda la noche llorando.

Estuve tres días sin ver a Carlos. Me quedaban dos opciones: seguir llorando hasta que se marchara o aprovechar con el hasta el último minuto de los dos meses que le quedaban en la ciudad. Me decidí por lo segundo y aunque no lo tenía muy claro ahora me he dado cuenta que tome la decisión correcta. El día de la despedida se acercaba y quería que Carlos volviera a tener una experiencia inolvidable para que me recordara. No me anduve con rodeos y se lo pregunté directamente: Carlos me dijo que había una cosa que siempre había querido hacer, pero no se atrevía a pedirme.

Quería que una persona con la que en su día monto un negocio que no funcionó se muriera de envidia. Una persona a la que el éxito le había sonreído en forma de dinero, pero que en cuanto al amor y al sexo no le había dado ninguna alegría. Quería que folláramos delante suyo, Carlos y yo, mientras su amigo solo podría mirar. Inicialmente la propuesta no me atrajo demasiado, pero quedaban 4 días para su marcha y no tenía fuerzas para negarle nada.

El día llegó y como siempre Carlos había preparado todo hasta el último detalle. Había hablado con su amigo Antonio para quedar, había pagado para alquilar un reservado en una discoteca de ambiente y me dio dinero para que comprara un vestido sexy. Me dijo que tenía que estar espectacular para la ocasión y que mi actitud hacia el en el reservado debería ser de entrega total, algo que por otra parte no me supondría ningún esfuerzo ya que siempre me entregaba en cuerpo y alma a él. Nos citamos el sábado en la discoteca a las 11 de la noche.

Me presente con un vestido blanco con tirantes finos, completamente ceñido al cuerpo y muy cortito ya que solo llegaba a tapar unos pocos centímetros por debajo de mi culo. Tanga blanco, zapatos de tacón de aguja, maquillaje suave y a juego con la ropa y unas gotas de perfume. Cuando me vio Carlos me guiñó el ojo en señal de aprobación mientras que Antonio se quedó con la boca abierta. Estuvimos charlando un rato y Carlos llevó la conversación al tema del sexo. Carlos le contaba todas nuestras aventuras para darle envidia algo que Antonio escuchaba con atención y cierta incredulidad.

Finalmente, Antonio le dijo que no se terminaba de creer todo lo que le contaba, a lo que Carlos le contestó que se lo sí quería lo podría comprobar in situ en uno de los reservados de la discoteca. Antonio se rio y dijo que yo no me atrevería, algo que me dolió en el orgullo y ante lo que reaccioné tomando la mano de Carlos y diciéndole: “¿vamos y se lo demostramos?”. Mi respuesta dejó perdido y boquiabierto a Antonio. Carlos le invitó a venir y le explicó las condiciones: podría mirar, pero no participar y nada de tocarme a mí… a lo sumo pajearse el solo, pero a una distancia prudente. Antonio aceptó y nos dirigimos al reservado.

El sitio era más amplio de lo que me esperaba. Poca luz, un sofá de dos plazas, un sillón individual, TV de plasma con DVD incorporado, un minibar y música ambiente. Antonio se sentó en el sillón y Carlos en el sofá. Decidí yo tomar la iniciativa para que su amigo se muriera de envidia. Me senté encima de Carlos y comencé a besarle mientras me movía rítmicamente restregando mi coño contra su polla hasta ponerla bien dura. Fui desabrochando los botones de su camisa, acariciándole con mis manos, besando su pecho lamiendo y mordiendo sus pezones hasta llegar a su ombligo.

Me arrodillé delante suyo, le quité los zapatos y los calcetines, besé sus pies, subí con mis manos hasta desabrochar su cinturón, su pantalón y quitárselo para dejarle con unos bóxer blancos bien ajustados que dicho sea de paso me encantaban como le quedaban. Metí mi mano en su bóxer y comencé a acariciarle su verga. Me incorporé un poco, y con la ayuda de mis manos y mis dientes le quité el bóxer hasta dejarle desnudo. Me senté a su lado, incliné mi cuerpo para que Antonio pudiera ver perfectamente como se la mamaba y empecé a comérsela mientras Carlos metía su mano por el vestido y me manoseaba las tetas y pellizcaba mis pezones.

Antonio contemplaba la escena alucinado. Para entonces ya se estaba acariciando por encima del pantalón y había comenzado a desabrochárselo. Yo le estaba dando a Carlos la mejor mamada de mi vida. Lamía sus huevos, masturbaba su tronco, besaba su punta, la envolvía con mi lengua y me la comía enterita para notar como llenaba por completo mi boca. Estuve un rato hasta que Carlos decidió pasar a la acción. Me puso de pie delante suyo, levantó un poco mi vestido (no me lo quitó mientras duro todo) y me arrancó el tanga de un tirón seco para lanzárselo a Antonio que ya se estaba tocando con su polla fuera.

Sentado enfrente de mi Carlos me comió el coño un ratito para sentarme de nuevo encima suyo y penetrarme con dulzura. Cuando me la metió por completo agarró con sus dos manos mis nalgas y comenzó a moverme hacia arriba y abajo hasta que encontré el ritmo adecuado. Estaba ya muy excitada así que comencé a cabalgarle cada vez con mayor intensidad hasta que mi cuerpo notó los espasmos de un orgasmo delicioso. Carlos no me dejó ni recuperarme. Sacó su polla, me puso a cuatro patas en el sofá y comenzó a lamerme el ano y a jugar con sus dedos dentro de él.

Lo que iba a venir era evidente. Apoyó la cabeza de su verga en mi ano y empezó a empujar despacio hasta que me la clavó entera. No me dolió tanto como otras veces y esta vez la sensación desagradable pasó rápido. Carlos embestía mi culo con fuerza, agarrándome con una de sus manos mi cadera mientras que con la otra me daba estirones de pelo y azotes. Antonio nos miraba y se pajeaba a una velocidad de vértigo.

Después de follarme el culo un rato Carlos la saco, se sentó en el sofá y me dijo: “Arrodíllate y termina como solo tú sabes. Si fueras una puta de verdad hoy te hubiera pagado el doble de tu tarifa”. Me arrodillé y terminé mi trabajo con una mamada dulce mientras le miraba a los ojos. Carlos se corrió como un auténtico macho. Mi boca no era capaz de recibir tanto semen y se comenzó a derramar un poco por mis labios. Me senté al lado de Carlos y me pasé el semen por mi boca y me lo tragué.

Luego saqué mi lengua y aproveché el semen que quedaba en mis labios mientras miraba a Antonio quien ya no pudo más y se corrió encima de mi tanga que todavía conservaba en su mano izquierda. Nos limpiamos y estuvimos un rato en el reservado tomando algo. Antonio no sabía que decir. Miraba a Carlos de una manera que denotaba envidia, algo que Carlos percibió y que le hizo tremendamente feliz.

Al día siguiente volvimos a quedar en el merendero a la tarde. Casi no sabíamos que decir. Era la triste despedida. De mis ojos no dejaban de caer lágrimas mientras Carlos me abrazaba y me intentaba tranquilizar. Estuve más de dos horas llorando y abrazada a él hasta que llegó el final. Le regale un reloj a Carlos para que se acordara de mí siempre que mirara la hora. Él respondió con un beso en mi frente, un beso que me pareció el más romántico, tierno y maravilloso que jamás me hayan dado. Fui a mi casa y me pasé la noche (y también los días siguientes) llorando como una desconsolada.

Al día siguiente me levanté temprano y fui al garaje de Carlos. Me escondí en una esquina de la calle y esperé hasta que salió su coche y marchaba con su esposa en el asiento del copiloto. Volví a llorar amargamente durante todo el día. Desde su marcha hablo con Carlos por teléfono y los días 15 de cada mes me manda una rosa para que no me olvide de él. Lo que no sabe (o quizá sí) es que, aunque no me mandara la rosa sería imposible que su recuerdo se borrara de mi mente.

Desde entonces me concentré exclusivamente en mi trabajo en el hotel. Los días eran largos, el recuerdo de Carlos demasiado reciente pero lo cierto es que el tiempo cura heridas y poco a poco me fui sobreponiendo a la tristeza. Sin Carlos a mi lado tenía claro que debía rehacer mi vida y que los hombres maduros debían formar parte de la nueva Nuria. Así fue como comencé a conocer más hombres, la mayoría de ellos clientes del hotel y con los que he pasado momentos deliciosos que os contaré en el próximo capitulo.

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