Después del encuentro ominoso

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La luna llena, en su máximo apogeo, dominaba el cielo nocturno, proyectando una luz plateada que confería un aire espectral al mar tempestuoso. Desde el promontorio donde me encontraba, el viento aullaba con furia, azotando mi cuerpo enfundado en un traje de cuero negro que abrazaba cada contorno de mi figura.

El atuendo, diseñado a medida, era una obra maestra fetichista: botas altas hasta las rodillas, guantes largos que se ajustaban como una segunda piel y una capucha que cubría casi todo mi rostro, dejando al descubierto solo mi boca. Mis ojos estaban protegidos por lentes oscuros que desafiaban el viento, y una máscara nasal filtraba el penetrante olor marino. Este traje no solo me protegía, sino que alimentaba mi fascinación por el cuero, su textura firme y su aroma embriagador.

Frente a mí se alzaba una criatura colosal, enviada como emisaria del reino oceánico. Medía casi diez metros, con una forma vagamente humanoide, pero su rostro recordaba al de un pez, con cuatro ojos brillantes que destilaban inteligencia. Cualquier otro habría retrocedido ante tal visión, pero yo sentía una mezcla de asombro y curiosidad. Me había ofrecido como intermediario de mi reino, movido tanto por el deseo de explorar lo desconocido como por la oportunidad de lucir este atuendo que satisfacía mis inclinaciones más profundas.

La criatura, capaz de leer mi mente, pareció captar la primitiva fascinación que me embargaba, pero se limitó a negociar con precisión. Tras un diálogo mental, llegamos a un acuerdo sobre la navegación en los territorios acuáticos que representaba.

Finalizada la reunión, me alejé del promontorio mientras la criatura se sumergía en las profundidades primigenias del océano. Caminé hasta el campamento cercano, donde el horizonte anunciaba la llegada de una tormenta. Rápidamente ordené a un mensajero que partiera con el informe de la reunión, deseando que el clima no lo retrasara. Luego indiqué a mis acompañantes que se resguardaran hasta que pasara la tempestad.

Entré en mi tienda de campaña, colgando los lentes en un perchero. Allí me esperaba mi doncella de viaje, cuya presencia avivó mis sentidos. Vestía un traje de cuero similar al mío, pero diseñado para resaltar sus curvas voluptuosas. El crujido del cuero al moverse era música para mis oídos, y el brillo del material bajo la luz de las velas me hipnotizaba. Con una sonrisa, me ofreció una bebida caliente para combatir el frío. Sus manos enguantadas rozaron mi rostro, y el aroma del cuero mezclado con su calidez despertó mis deseos. La besé con pasión, y ella respondió con un abrazo que intensificó la conexión entre nosotros.

Me guio hasta una silla especial, acolchada con cuero suave, y comenzó a besar mi cuerpo. Cuando llegó a mi entrepierna, abrió con destreza la cremallera oculta del traje, liberando mi miembro. Sus manos enguantadas lo acariciaron con firmeza, logrando una erección inmediata. Sin preámbulos, procedió a realizarme una felación que me llevó al éxtasis. La sensación del cuero envolviéndome, el roce de la capucha contra mi piel y el aroma que saturaba mis sentidos elevaron mi placer a un nivel sublime. La culminación llegó con una explosión de satisfacción que mi doncella recibió con devoción, mientras afuera la tormenta rugía con furia.

Tras un breve descanso, cambié de posición a mi doncella, colocándola boca abajo sobre la silla. Su traje de cuero, ajustado y brillante, resaltaba sus formas, invitándome a explorar más. Con un movimiento fluido, deslicé sus pantalones de cuero, revelando su piel. Usé un lubricante especial, aplicado con mis dedos enguantados, para preparar su cuerpo. La penetré con facilidad, y sus gemidos iniciales de dolor se transformaron en placer.

Sus manos enfundadas recorrieron mi pecho, avivando mi excitación, y prolongamos el acto hasta que ambos alcanzamos el clímax. Más tarde, repetimos el ritual, esta vez explorando otras facetas de nuestro deseo, siempre envueltos en el abrazo del cuero que nos unía.

Agotado, me dormí profundamente, pero un sueño extraño interrumpió mi descanso. En él, me encontraba nuevamente en el promontorio, pero bajo un cielo despejado. La criatura oceánica me observaba con sus cuatro ojos, asintiendo con un gesto que parecía una invitación. Habló de cruzarme con su familia, un concepto que no comprendí del todo. El sueño se desvaneció, dejándome inquieto. Al despertar, mi doncella, percibiendo mi agitación, se acercó y, con una felación experta, disipó mi ansiedad. Su habilidad me llevó a un estado de calma, seguido de un nuevo encuentro apasionado que celebramos con la intensidad que solo el cuero podía inspirar.

Por la mañana, el aire marino refrescó mi rostro al salir de la tienda. Ordené desmontar el campamento para regresar al castillo. Mientras organizaba los documentos para el rey, imaginé la recompensa que me aguardaba: títulos, tierras, quizás otra doncella para mi colección. Mis pensamientos se desviaron a las dos doncellas que me esperaban en mis aposentos, con sus collares y cinturones de castidad, enfundadas en trajes de cuero que despedían un aroma embriagador. La sola idea de besar sus cuerpos mientras las liberaba de sus ataduras casi me provocó una erección espontánea.

Entre los papeles, encontré una carta de mi amiga, la Condesa, una mujer dominante con sirvientes dedicados a su servicio. Respondía a mi consulta sobre extender el contrato de sumisión con mi doncella de viaje, quien había rogado por continuar a mi lado. La Condesa incluía un documento legal, redactado por su esclavo experto en contratos. Mi doncella, adicta al cuero como yo, había aceptado acompañarme en este viaje a cambio de satisfacer mis gustos fetichistas. Le mostré la carta, y con alegría firmó el contrato, sellándolo con una gota de su sangre.

Como símbolo de su sumisión, se colocó una capucha de cuero que dejaba al descubierto solo sus ojos y boca. Le ajusté un collar, también de cuero, aceptando su compromiso como mi vasalla y sirviente sexual por varios años más. A cambio, me comprometí a cuidar de su manutención y educación como cortesana.

Mientras soñaba con un baño en mi tina al regresar al castillo, un acontecimiento inesperado alteró mis planes. La criatura oceánica reapareció, acompañada por una figura femenina de proporciones humanas, pero con rasgos acuáticos: branquias en el rostro, ojos grandes y curiosos, y un cuerpo curvilíneo enfundado en un traje lustroso hecho de algas marinas procesadas, similar al cuero pero con un brillo único. El titán, con su voz mental, me instó a aparearme con ella, asegurando que era compatible con los humanos. Aunque la idea me horrorizó al principio, la visión de su atuendo y la curiosidad por lo desconocido me hicieron reconsiderar.

De pronto, un torbellino me arrastró al fondo del mar. Desperté en una ciudad submarina, iluminada por un resplandor verdoso. Estaba desnudo sobre una litera de un material extraño. La criatura femenina, ahora llamada Marina, entró en la habitación. Su nuevo atuendo era aún más fascinante: un traje brillante de un material gomoso que cubría cada centímetro de su cuerpo, con botas altas, guantes largos y una capucha que dejaba al descubierto solo su boca, ojos y branquias.

Me ofreció un traje similar, diseñado para mí. Al ponérmelo, sentí cómo el material se fusionaba con mi piel, como una segunda dermis. La capucha, equipada con lentes y mangueras conectadas a una mochila respiratoria, completaba la experiencia. La sensación de estar completamente enfundado me excitó de inmediato.

Marina, notando mi reacción, se acercó con una risa coqueta. Procedió a realizarme una felación, intensificada por la textura de nuestros trajes. Copulamos durante lo que parecieron días, sumidos en una rutina de placer y sueño, con nuestras necesidades atendidas por el traje. Un día, Marina se mostró distante y anunció que mi deber estaba cumplido. El torbellino me devolvió a la superficie, donde el titán me esperaba. Me informó que, si el vástago resultante era más humano, sería entregado a mi cuidado; de lo contrario, permanecería con su madre. Me obsequió el traje submarino para futuras visitas y se sumergió en el océano.

Solo en la playa, respiré profundamente el aire marino. A lo lejos, vi acercarse a un grupo de caballeros con la bandera de mi rey. Me alegró saber que pronto informaría al monarca sobre la alianza forjada con las criaturas de las profundidades. Mientras tanto, mi mente ya estaba en el castillo, anticipando los placeres que me aguardaban con mis doncellas, envueltas en cuero y listas para complacerme.

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