Anteriormente:
Troy Singer se transforma en Loverboy, un héroe que utiliza su gran culo musculoso y hambriento para detener el crimen y demostrar que la restricción del sexo no es la solución a los problemas de una sociedad.
John Ruttenford simplemente se quedó mirando a Loverboy sosteniendo la base de su lustrosa bota de cuero azul. El rostro del apuesto capitán no denotaba ninguna sensación, solo observaba al agitado muchacho quién le devolvía la mirada como implorando rescate, mientras a su frente la emboscada se llevaba a cabo en el lúgubre callejón y, por supuesto, los gemelos Sempentor trataban de resistirse al arresto.
-¡Maldita marica! ¡Nos has tendido una trampa! – Gritó Will desde las mediaciones del pasadizo mientras era detenido con el mismo tipo de grilletes cromados usados en Dion (ver capítulo 1).
Una infartante cabo, digna de pasarela de Victoria Secret, se acercó al capitán Ruttenford para informar la situación de la redada.
-Capitán. Hemos detectado altos niveles de excitación entre los arrestados, varios mirones serán acusados por cargos menores, y los hermanos Serpentor estaban siendo buscados por sus antecedentes de estafas reiteradas. Pero hay algo más Capitán – Informó la cabo.
-¿Qué ocurre, Tricia?- Preguntó el capitán sin despegar la vista en el desvalido Loverboy como tratando de entender como tanta infracción junta podía estar abrazado a su bota.
-Se encontraron rastros de la feromona sexyd-69, capitán- Informó de manera cortante.
La cabeza de Ruttenford se giró para mirar a Tricia fijo a los ojos.
-No es posible, cabo. Esa feromona fue erradicada desde hace más de 200 años- Explicó de manera categórica el capitán.
-Lo sé capitán, estoy tan sorprendida como usted, señor- Dijo la cabo a la vez que miraba sorprendida a nuestro sexualizado héroe – ¿Qué quiere que hagamos con el muchacho? No presenta niveles de excitación y la prueba de eyaculación dio negativa – advirtió
-Estoy analizándolo, cabo. Fíjese si puede recabar algo más sobre la feromona – Ordenó
-¡Sí, Señor!- Dijo la cabo, girando sobre sus tacones de 21 cm, volviendo por el mismo camino por el que había venido, con sus estilizadas piernas desnudas.
John Ruttenford se puso en posición de cuclillas mientras Loverboy se mantenía aferrado a su bota.
-Creo que ya puede soltarme la bota, chico-
Loverboy simplemente estaba obnubilado por el increíble escenario que se le presentaba. Aquel abultado speedo blanco ahora estaba a menos de cincuenta centímetros de él. Incluso podía sentir el tenue olor sudoroso de su entrepierna. Pudo ver, desde una posición privilegiada y poco usual, sus voluptuosas piernas torneadas, tanto los muslos sin fin como aquellos marcados isquiotibiales que terminaban en el inicio de unos glúteos abrumadoramente grandes. Si no se tratara de un capitán del cuerpo de “sex-arrest”, loverboy juraría que ese tipo de culo solo podría pertenecer a un macho bombeador sin precedentes.
El joven héroe soltó a malagana la bota del Capitán Ruthenford, no solo por soltar algo tan preciado para él, como ser el pie de ese majestuoso hombre, sino porque sabía perfectamente que debía incorporarse luego de eso y así perder su perfecto espectáculo visual. Y así lo hizo.
Aún en cuclillas, John, era solo un poco más bajo que Loverboy. La imagen graficaba una típica escena paternal. De hecho John, a pesar de su hermetismo y severidad, era reconocido por sus compañeros como un hombre con modos paternales y siempre muy protectores.
-Mi nombre es Jhon Rutenford, Capitán del escuadrón anti-sexo de la ciudad. Escucho tu versión de lo que paso, hijo- Dijo el capitán
Loverboy solo se identificó con su nombre verdadero ante el Capitán Ruthendord: Troy Singer, y le relató los hechos del ataque de los hermanos Serpentor con el menor detalle posible. No dijo nada del traficante y su arresto, de sus nuevos poderes, y mucho menos habló sus erupciones anales, contó que iba camino a su casa tratando de acortar camino por las intercales cuando ocurrió el ataque. Todo el relato lo hizo siempre recordando que se trataba de un agente de la ley, justamente para no caer en la trampa de sucumbir ante su belleza.
-Entiendo- dijo John pensativo, cuando el heroico adolescente terminó de contar su historia – ¿y no crees que el que vayas vestido así puedo haber provocado a los delincuentes? ¿Sabes que solamente por lo que llevas puesto tengo la obligación de llevarte detenido? – Preguntó el capitán incorporándose frente al muchacho y denotando la enorme diferencia tanto en volumen como en altura. Digamos que a pesar de que nuestro héroe estaba excelentemente bien formado, John Ruthenford facilmente duplicaba cada una de sus medidas.
Un frío estremeció la espalda de Loverboy. Lo que menos deseaba era terminar aquella eterna noche preso por llevar puesto algo tan revelador que ni siquiera él había escogido ponerse.
-Señor Capitán – Comenzó hablando muy nerviosamente – Yo no estaba vestido de este modo, señor. Llevaba una vestimenta regulada deportiva y solo había salido a correr. Estas correas que ve, son parte de una forma de entrenamiento que estoy implementando, pero se llevan bajo la ropa, señor. Quedaron descubiertas cuando fui atacado, señor – Mintió Troy sabiendo el terror que le producía inventar algo tan poco creíble a un agente policial que claramente conocía todo sobre entrenamiento muscular.
-Te diré esto, muchacho – Advirtió el Capitán ante un asustado y vulnerable Loverboy – Tus niveles de excitación se informan normales, y por lo que veo realmente has sido la víctima en todo esto. Debería arrestarte por tu vestimenta, pero voy a hacer un gran esfuerzo por creer la estupidez que has inventado. Entiendo que aun eres un adolecente que tiene que aprender a canalizar el impuslo delictivo. Sé que tú me comprendes ¿no es así? Ahora vas a subir al patrullero del cabo Dominguez y él te alcanzará a tu casa. No pienso permitir que tu experimento textil de mal gusto se vea un minuto más. – Terminó diciendo.
¿Acaso dijo que mis niveles de excitación eran normales? Se preguntó el heroico adolescente totalmente desconcertado. Y claramente se sentía no solo excitado, sino extasiado ante la presencia del fornido capitán. Pero había algo más: era un tipo de excitación diferente y nada se desarrollaba como en los casos anteriores, a pesar de la excitación las correas no respondían ajustándose, su ano no se humedecía, pero nadie mejor que él mismo para advertir que sus niveles de excitación estaban muy (pero muy) por encima de lo normal.
Lo que sucedió luego tomó por sorpresa a nuestro musculoso héroe dejándolo totalmente estupefacto. El enorme capitán John Ruthenford se despojó de su entallado saco policial de impecable blanco y se lo colocó sobre los hombros.
Loverboy sintió que su cabeza iba a explotar cuando el escultural cuerpo del capitán se aproximó a él. Dos enormes pectorales perfectamente marcados y lampiños, brillantes por algo de sudor, quedaron frente a él. Sus pezones se veían grandes y duros como almendras y el simple hecho de imaginarse una mano sobre esa enormidad de pecho hacía temblar las piernas del heroico adolecente. Para cuando terminó de abotonarse el saco, se miró a sí mismo para notar lo grande que le quedaba por todos lados y cuando concluyó de mirarse pudo observar al escultural John Ruthenford solo vistiendo esas lustrosas botas altas azules y el speedo blanco.
De pronto Loverboy notó que Ruthenford ya no hablaba, no se movía. Lo miraba como si estuviera escaneándolo minusciosamente, pero no desde la lógica de un oficial, sino desde algún lugar más profundo e interno. Troy sintió que el corazón se le subía al pecho, como si en cualquier momento fuera a escupirlo.
Quiso decir algo… cualquier cosa. Pero las palabras se le apelotonaban en la lengua. Finalmente, lo miró con los ojos muy abiertos y preguntó, sin pensar:
—¿Por qué me mira así,comandante?
Ruthenford frunció apenas el ceño. No parecía molesto, más bien confundido. Troy notó el mínimo movimiento de su mandíbula, como si contuviera algo que estaba a punto de estallar. ¿Ira? ¿Deseo?
—¿Qué… le pasa conmigo? —dijo Troy, apenas un susurro. Se sorprendió de su propia voz, tan temblorosa. No era una provocación. Era real. No sabía qué pasaba, pero necesitaba entenderlo.
El silencio siguiente fue insoportable. Solo se escuchaban las gotas de lluvia resbalando por el borde de algún canalón, muy cerca. Ruthenford apretó los labios. Dio un paso, solo uno, y Troy sintió cómo una oleada de calor se le encendía en la espalda.
—Deberías tener cuidado —dijo el capitán finalmente, sin levantar la voz, pero con un peso que le caló hasta los huesos—. Hay cosas que no estás listo para desatar todavía.
El intercomunicador en la muñeca de Ruthenford vibró con una alerta urgente.
—Capitán —la voz de Tricia irrumpió en la tensión del momento—. Detectamos una nueva marcación de sexyd-69. Una concentración alta en las cercanías del sector portuario. Puede ser una fuga activa, señor.
Ruthenford se irguió, endureciendo aquella cincelada mandíbula. Miró a Troy una vez más. Una lluvia fina empezaba a golpear con fuerza sobre el callejón, pero la tensión en sus ojos era aún más pesada. Mientras tanto Troy, que había escuchado el radio, se preguntaba si los restos encontrados del sexyd-69 podían ser los derramados durante su primera lucha.
—Domínguez —dijo con firmeza—. Asegúrate de que este chico llegue sano a su casa. Que no lo vea nadie más en ese estado. Usted me entiende.
—¡Sí, señor!
El capitán se quedó observando a Troy durante un segundo más mientras se alejaba. El saco blanco cubría su cuerpo macizo y voluminoso. Demasiado para él. Pero ahora, al verlo alejarse, Ruthenford sintió algo que lo obligó a desviar la mirada: una punzada. No de culpa. De algo más profundo. Algo antiguo que comenzaba a salir a la luz.
Se dio media vuelta y comenzó a alejarse, su ancha espalda en forma de perfecta V se desvaneció entre luces húmedas y sombras del callejón. Pero a cada paso, sus pensamientos se volvían más densos, más pesados.
Había algo en ese muchacho que le incomodaba profundamente. No solo por lo que provocaba… sino porque lo reflejaba.
La primera vez que Ruthenford sintió deseo, fue también la primera vez que sintió vergüenza. Aquella noche de su despertar sexual, cuando se enfrentó a un cuerpo desnudo por primera vez, no hubo placer. Solo confusión. Pánico. El suyo no era un cuerpo común. Su miembro —absurdo, desproporcionado, grotescamente enorme— había causado terror en vez de deseo.
Desde entonces, cada encuentro fue un fracaso. Nadie podía con él. Nadie quería.
Y así aprendió a odiar lo que lo hacía diferente. A reprimir. A disciplinar su cuerpo y su mente como un arma contra el deseo y así unirse a los sex-arrest. Como castigo y como escudo.
Hasta ahora.
Porque ese chico… ese Troy… A pesar de no registrar ninguna excitación para los scanners, lo había mirado sin miedo y hasta con un profundo deseo.
Y eso era imperdonable.
Grunt no era un hombre, era una bestia. Un bloque de carne sudorosa, sucia y llena de aceite industrial como una máquina que jamás pasó por mantenimiento. Medía más de dos metros y parecía haber sido ensamblado en algún taller clandestino. No tenía músculos definidos y cincelados como los de Ruthenford, sino volumen brutal: brazos como troncos con grasa endurecida, una panza pétrea que sobresalía como un yunque bajo su abrigo de cuero desgarrado y grasiento. El cuello desaparecía entre hombros tan anchos que parecía no poder girar la cabeza sin girar el torso entero.
Tenía el rostro cubierto por una barba espesa, manchada de hollín, comida seca y fluidos viejos. Vello negro sobresalía de su camisa abierta que poblaban dos redondos y voluminosos pectorales, y sus manos —anchas, callosas, llenas de cicatrices— parecían haber sido diseñadas para aplastar más que para tocar. Siempre olía a aceite quemado, óxido, transpiración vieja, y algo más profundo… como si su piel filtrara restos de los lugares por donde había reptado: caños industriales, cloacas abandonadas y esos clandestinos talleres ilegales de extracción de deseo.
Grunt había nacido en el siglo posterior a la prohibición. Nunca conoció un mundo donde el sexo fuera libre. Había sido criado en los márgenes, en los submundos donde la castidad era ley aùn más firme… y el deseo, se pagaba más aún más caro. Pero eso no había detenido a un joven Grunt que no peleaba contra sus instintos sexuales. Aprendió desde chico a detectar rastros de lujuria en la gente y a identificar el más mínimo aroma de aquella feromona que le despertaba ese deseo tan reprido, en una prenda olvidada, en un colchón húmedo y hasta en el aire mismo.
Durante años, bajó por las alcantarillas como una rata. Allí, en la humedad fétida y el vapor tóxico de los túneles prohibidos, se refugiaban los cuerpos que aún buscaban tocarse sin ser vistos. Clandestinos. Rebeldes. Depravados. Y Grunt los espiaba. Aprendió así que algunos (solo unos pocos) producían el sexyd-69 en infimas cantidades y esto pasaba solo cuando estaban sobrepasados de éxtasis o cuando los atormentaba el miedo.
El sexyd-69 era para él como una droga, una revelación. Cuando la descubrió por primera vez estaba en lo profundo de las alcantarillas observando como dos jóvenes adolescentes cogían desenfrenadamente. Dos cuerpos se empujaban con furia, desnudos, embarrados, cubiertos de hollín aceitoso que el aire les pegaba en la piel. Uno de ellos tenía las piernas abiertas, jadeando con la lengua afuera como jadea un perro, sintiendo en su espalda el pecho del otro, que embestía con una intensidad desesperada. El sonido de los cuerpos era húmedo, brutal. Respiraciones entrecortadas. Gruñidos que no pedían permiso.
Una mano agarrando con fuerza la nuca del otro, una mordida en el hombro, una carcajada ebria de deseo. Grunt lo presenciaba todo: el olor insoportable y delicioso de orina vieja, grasa industrial, sangre… y algo más. En medio de ese choque sórdido… Grunt lo sintió.
Fue como un golpe en el pecho. El aire se volvió espeso. Un calor le recorrió la garganta. La feromona. El sexyd-69. Era fresca. Volátil. Brotando minúscula desde el dilatado ano de uno de ellos mientras su compañero lo penetraba violentamente.
Se relamió. Apoyó las dos manos enormes contra el borde del ducto. Su cuerpo entero temblaba. Las venas del cuello se le hinchaban. El olor lo estaba penetrando.
La baba le colgaba en hilos gruesos. Su verga, se endureció como una viga de acero, le golpeaba la panza con cada espasmo. No podía más. No sabía si lloraba o sudaba. Solo sabía que quería eso. Eso que ellos tenían. Eso que su cuerpo recordaba, aunque su mente lo hubiera olvidado hacía décadas.
Y fue ahí, en ese instante exacto de euforia y dolor, que Grunt dejó de ser un hombre para convertirse en otra cosa.
Se dio a la carrera contra la pareja de extasiados amantes, quienes no tuvieron tiempo de reaccionar. Con la fuerza del hombro empujó a uno de ellos, quien voló aterrizando en el riacho central de la apestosa alcantarilla. El otro quedó con las piernas abiertas y el ojete aún sin cerrarse pero apenas humedecido.
No pasó ni un segundo que Grunt estaba arrodillado enterrando su cara en el culo del joven que estaba siendo empalado segundos atrás, para hundir su lengua en lo más profundo de las entrañas del chico cuya reacción lo tomó tan por sorpresa que solo pudo gemir y dejar que el extraño desconocido lo llene de placer.
Grunto succionaba con una fuerza descomunal. Necesitaba más de esa sustancia en su ser. A medida que no encontraba más de ella, más se descontrolaba su ansiedad por poseerla. Al punto que comenzó a drenar al muchacho desde adentro. El chico gritaba desesperado para zafarse, pero Grunt era mucho más fuerte. Ante los ojos desorbitados de horror de su amante saliendo del riacho, el joven succionado cayó al firme pavimento consumido por la fuerte adicción de Grunt.
Así día a día Grunt, conforme incrementaba su masa, comenzó con un raid de cadáveres que se amontonaban en las alcantarillas. Cada vez que detectaba que alguien producía una mínima gota de la feromona solo se salía de su escondite y la tomaba junto con los demás fluidos de sus cuerpos. Los cadáveres rara vez eran reclamados y aquellos que eran encontrados por la policia del sexo los entregaba a las familias quienes por temor a la vergüenza publica no presentaban cargos, ni buscaban al asesino.
Sin saberlo Grunt había encontradola forma perfecta de no ser detectado. Solo esperaba el momento justo y cuando estaban exhaustos, sudados, rendidos, él salía al acecho. Se arrodillaba ante ellos, y los drenaba. Como un chupador de gas humano absorbiendo la feromona que tanto placer le generaba.
Con el tiempo, las fuentes se extinguieron. El sexyd-69 se volvió una leyenda y Grunt cayó en una abstinencia cruda y salvaje. Se rascaba hasta sangrar, gemía entre los desechos malolientes, pasaba dias enteros dentro de las alcantarillas. Durante años, sobrevivió lamiendo rastros, saboreando sudores viejos que encontraba en pañuelos, almohadas, colchones abandonados. Como un perro encadenado al recuerdo de algo que lo transformó y lo marcó para siempre.
Y entonces… un charco viscoso, tibio, en las profundidades de un callejón mugriento.
Grunt la olió. Cayó de rodillas. Su cuerpo se sacudió, convulsionó. Su verga volvió a tomar el tono de una firme barra de hierro, como en los tiempos de su juventud, como aquellas veces en las alcantarillas, emergiendo varios centímetros, gruesa, venosa sin pudor por arriba de su pantalón rotozo Era eso. Sexyd-69. Puro. Vivo. ¡Y en gran cantidad!
Grunt la lamió directo del suelo, la saboreó. Incluso restregó su rostro mientras babeaba y jadeaba. Sin siquiera manosearse un gran chorro de semen espeso y abundante salió disparado de su firme verga dura. Lo gozó como hacía años no había disfrutado nada más.
Pero este encuentro no se trataba de una reliquia del pasado, era una emisión reciente. Una señal de que alguien —ahí afuera— lo producía a mares.
Desde entonces, no pudo detenerse. Su adicción había regresado. Lo siguió. Lo rastreó como una bestia siguiendo el olor de un animal en celo. Cada vez más cerca. Cada esquina más intensa. Cada molécula más caliente.
Hasta que lo encontró.
Troy se quedó viendo como el increíble espécimen de Ruthenford cerraba la redada y se subía a su patrulla dejando la escena con los hermanos Serpentor arrestados. Había dado sólo unos pasos hacia la patrulla con Domínguez a su lado, cuando el estruendo los paralizó.
Un golpe seco, metálico. Como si fuera un camión, un objeto enorme embestía los vehículos de calle desde el costado. Las luces de la patrulla se apagaron de golpe y el aire se llenó de un zumbido grave y de una leve neblina fétida, algo casi biológico.
—¿Qué carajo…? —balbuceó Domínguez, mientras instintivamente sacaba su arma.
Demasiado tarde.
Aquella cosa gigantesca, una sombra viva, se abalanzó sobre la patrulla. Troy no llegó a ver bien qué pasó, sólo escuchó el chirrido de la chapa doblándose y los gritos breves, ahogados, del agente Dominguez. Y luego un cuerpo voló por el aire. No supo si era el cuerpo de Domínguez o no que cayó lejos, detrás de los escombros, pero el agente ya no estaba a su lado.
Y entonces, entre el humo y la vibración de la tierra… lo vio.
Grunt se abalanzó como una criatura en celo.
Troy apenas tuvo tiempo de activar sus reflejos. Las correas de su ropa se tensaron como látigos, vivas, sujetándolo y protegiéndolo, envolviéndole el torso y las piernas, acentuado su ya voluminoso cuerpo musculoso y generando una armadura orgánica, sensual y defensiva que lo transformarían en Loverboy. Pero a Grunt nada de eso lo detuvo.
Lo embistió con todo su peso. Loverboy cayó de espaldas contra el suelo húmedo, resbaloso. Encima de él, Grunt jadeaba como un perro enfermo. Refregaba toda su enormidad contra el joven héroe. Su verga creció vertiginosamente rápido contra el cuerpo del muchacho.
Grunt pasó uno de sus gruesos brazos por debajo de la cintura del chico, una mano enorme recorrió el voluminoso glúteo de Loverboy notando que aun así quedaba pequeño. Entrando por su raja encontró aquel hueco húmedo y totalmente empapado donde el gigantesco dedo amorcillado se introdujo sin resistencia.
Loverboy gimió agudamente al sentir la penetración de la extremidad.
—¡Lo tenés adentro! —gruñía Grunt, como un mantra—. ¡El sexyd-69… lo llevás en la piel… en las venas… en el esfínter!
Loverboy intentó golpearlo, pero era como golpear una montaña cubierta de grasa. Los golpes solo llegaban a sus redondos pectorales musculares, los que perdían fuerza a medida que el enorme dedo de Grunt estimulaba la cavidad del chico. La falange de Grunt se deslizaba dentro y fuera de su cuerpo, no buscaba hacerle daño… sino prepararlo para comenzar a drenarlo.
Entonces sucedió. Una descarga de aquel preciado líquido proveniente de las entrañas del curvilíneo Loverboy. Pequeña. Involuntaria. Apenas una chispa. Pero fue suficiente.
Grunt se arqueó como si lo hubiera atravesado un rayo. Gritó. Gozó. Sacó su enorme dedo de las entrañas de Loverboy y lo introdujo rápidamente en su boca saboreando el sexyd-69 que llegó a su garganta como una ola cálida que no había sentido en décadas.
Y esa fue su perdición. Porque no se detuvo. Solo quería absorberlo entero. Drenar hasta la última gota de cualquier fluido que contenga aquel musculoso paladín.
Loverboy lo supo. Supo que si no encontraba una forma de detenerlo… iba a terminar drenado como los famosos cuerpos que habían sido encontrados varios años atrás y de los cuales jamás se encontró al homicida. Pero esta vez, el ser drenado venía desde el centro mismo de su deseo. Desde su inquieto esfínter jugoso y sediento que, desde aquel episodio donde fué golpeado por un extraño objeto, se ofrece para ser devorado, follado y abusado, deleitándose en el acto de ser consumido.
Grunt saboreaba y relamía en el aire, gimiendo y degustando los últimos vestigios de la feromona. Se frotaba la verga hinchada, gruesa, cargada parcialmente, ensanchada con la densidad amorcillada. Quería más. Más. Más. Desabrochó su pantalón y un grueso tronco fétido cayó desde su entrepierna.
Loverboy observó sorprendido pero con devoción aquella verga sustanciosa que se erectaba a cada latido. Atrapado como se encontraba, solo tenía una opción: usar su propia excitación como arma.
Continuará…
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