Rosanna lo guio dentro de ella con un movimiento lento, profundo, saboreando cada segundo como si cada centímetro de ese pene fuese una caricia destinada. Cerró los ojos un momento, soltando un suspiro que estremeció la habitación cuando lo sintió profundamente dentro de ella. Luego comenzó a moverse con ritmo firme, ascendiendo y descendiendo sobre él como una ola persistente, devoradora y hermosa.
Ismael la observaba con devoción absoluta, sus manos recorrían sus nalgas, su cintura, ese cuerpo que durante años había imaginado sólo en sueños silenciosos. La escuchaba gemir, miraba cómo su cabello caía en desorden sobre su rostro, y no sabía si estaba en la realidad o dentro de un deseo cumplido, sentía como el semen que escurría del ano de Rosanna caía sobre sus testículos.
El vaivén se intensificó. Cada movimiento de Rosanna era un acto de afirmación: del poder de su cuerpo, de su deseo, de la libertad que sentía al ser mirada sin juicio, solo con hambre. Era salvaje y dulce a la vez, como un incendio que no quema, pero transforma.
En el clímax del momento, cuando ambos sintieron que el cuerpo ya no les pertenecía, sino al otro, ella se inclinó hacia él. Lo besó con fuerza, casi con desesperación. Un beso que no era solo pasión, sino historia, confesión, desahogo. Y nuevamente el semen de Ismael invadió el interior de aquella escultural mujer.
—Te deseo desde que tenías veinticinco años —susurró contra sus labios—. Pero nunca me atreví… hasta ahora.
Ismael se quedó inmóvil, conmovido, con los ojos fijos en ella.
—Yo también, tía… —dijo con voz quebrada—. He amado cada día en la oficina contigo… y esas nalgas… desde que las vi por primera vez…
Rosanna rio suavemente, sin burla, solo con ternura. Luego apoyó su cabeza en su pecho y cerró los ojos. Su cuerpo aún vibraba, pero ya no de deseo, sino de algo más cálido, más tranquilo. Como si finalmente hubiera encontrado un lugar donde descansar.
Ismael la rodeó con los brazos, acariciándole la espalda con una mano, y con la otra le dibujó círculos lentos en las nalgas, en esas curvas que tanto había admirado desde la distancia.
La noche seguía afuera. La ciudad, despierta. Pero en esa recámara silenciosa de la Condesa, ellos se quedaron así: fundidos, adormilados, descubriendo que el deseo, cuando se comparte con entrega real, no termina. Solo cambia de forma.
A la mañana siguiente la luz tenue del día comenzaba a filtrarse por las cortinas entreabiertas. El murmullo lejano de la ciudad apenas se colaba en la habitación, como si respetara el silencio sagrado que quedaba tras la tormenta de la noche anterior. Rosanna se había despertado antes. Observó a Ismael dormido, con el rostro relajado, el pecho desnudo subiendo y bajando al ritmo de un sueño tranquilo.
Sonrió.
Se acercó a él con sigilo felino, como si el deseo la hubiera seguido hasta el amanecer, y se deslizó entre las sábanas. Con dulzura, comenzó a acariciar su pene, a despertar su cuerpo con la misma delicadeza con la que se despierta una promesa que no se ha roto. Ismael abrió los ojos poco a poco, sorprendido, pero no tardó en rendirse al calor de sus caricias, al juego húmedo y paciente con el que ella lo reclamaba una vez más que tenía aquel trozo de carne dentro de su boca, jugueteando con su lengua.
No hubo palabras. Solo un suspiro ahogado, un temblor en los dedos, una confesión silenciosa en la forma en que él la miró mientras su cuerpo respondía al suyo. Cuando ella se separó, él quedó recostado, aun temblando, con la respiración entrecortada y los ojos fijos en el techo, mientras ella tragaba aquel liquido lechoso que inundo su garganta.
Rosanna se incorporó desnuda, con la piel aún húmeda de deseo, caminó por la habitación como si fuera dueña del aire. Ismael la contempló desde la cama, maravillado. Cada curva, cada línea de su cuerpo, brillaba bajo la luz tenue del día. No había disfraz, no había máscara. Solo ella, tal como era: libre, plena, perfecta.
—Tía… —dijo él en un susurro, sin contener la admiración—. Eres maravillosa. No existe nadie como tú.
Rosanna se agachó con calma, recogiendo del suelo una pequeña prenda de encaje negro: su tanga. La sostuvo un instante entre los dedos, la acercó a su vagina para limpiarse con ella aquel líquido de deseo que escurría por sus piernas, y sonrió con una mezcla de ternura y picardía. Luego la apretó suavemente entre sus manos, como si quisiera capturar el recuerdo de la noche, el aroma, el calor, y caminó de nuevo hacia la cama.
Sin previo aviso, le arrojó la prenda a Ismael, que la atrapó con un gesto lento, casi reverente.
—Sé que te tocas con mis tangas —le dijo con una sonrisa traviesa, casi en un susurro—. Así que te regalo esta… para que no me olvides.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo él, con una sonrisa un poco culpable.
—Lucas, claro —respondió ella sin mirarlo, sabiendo ya que la pregunta vendría con carga.
—¿Cómo supiste… que yo te deseaba desde hace tanto?
Rosanna sonrió suavemente y al fin giró el rostro hacia él. Se tomó un segundo. Luego otro.
—Digamos que… hay cosas que una mujer nota —dijo, en tono bajo—. Las miradas que duran más de lo necesario. El temblor de las manos cuando se acercan. Y… detalles pequeños.
Ismael la miró, curioso.
—¿Detalles?
Ella se inclinó hacia él, su voz ahora un susurro.
—Cada vez que venías a ayudarme con algo en la casa… mis cajones no quedaban como los dejaba. Y algunas tangas y bragas quedaban con rastros de tu semen. Lo notaba.
Él enmudeció por un instante, pero ella lo detuvo con una sonrisa y una mano en el pecho.
—No te estoy juzgando —dijo, firme—. ¿Quieres la verdad? Me hacía sentir deseada. Viva.
Ismael tragó saliva.
—¿Y… te molestaba?
—¿Crees que si me hubiera molestado… estarías aquí, desnudo, compartiendo mi cama?
Ambos rieron suavemente, pero el ambiente no perdió su carga. Se acercaron despacio, como si el recuerdo de lo no dicho, lo intuido y lo callado los atrajera tanto como lo vivido.
Ismael la miró en silencio. Llevó la tela a su rostro, cerró los ojos, y respiró profundo, como si en ese aroma quedara encerrado todo lo que habían vivido. Luego la miró de nuevo, sin rastro de duda.
—Tía… yo te amo.
Ella no respondió de inmediato. Lo miró con una expresión suave, como si esa confesión fuera la caricia final que necesitaba para sellar algo que venía gestándose desde hace años. Caminó hacia él, se inclinó y lo besó en la frente.
—Lo sé, Lucas —susurró—. Yo también te he llevado conmigo más tiempo del que imaginas.
Y así, mientras el sol terminaba de llenar la habitación y la ciudad comenzaba a latir con su rutina imparable, ellos se quedaron ahí: entre las sábanas desordenadas, entre confesiones y tangas regaladas, sabiendo que lo que había ocurrido no había sido solo una noche.
Había sido el despertar de algo real.
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Excelente relato, muy bien contado y muy pasional
¡Gracias, Liberal xxx, por sumergirte en esta historia tan ardiente y por acompañar este torbellino de pasión!
Tu apoyo me motiva a seguir tejiendo este relato lleno de fuego y deseo. Te invito a que no te pierdas los próximos capítulos, donde la intensidad entre ellos subirá aún más, desatando secretos y momentos que te dejarán sin aliento.
¡Que el pecado te acompañe siempre! 😈