Al llegar al Aeropuerto Internacional de Keflavík (KEF), en las afueras de Reikiavik, el viento los recibió con un zumbido suave, pero ellos caminaban como si llevaran el calor del mundo entero bajo la ropa. Un calor que no venía del clima, sino de esa mirada que se dedicaban a cada paso, de esos dedos que apenas se rozaban pero que se decían todo.
Rosanna llevaba su abrigo ligeramente abierto, como si aún no quisiera cubrirse por completo, como si el aire islandés tuviera que tocar su piel marcada por un momento inolvidable. Ismael, por su parte, caminaba a su lado con una sonrisa tranquila, como quien acaba de tachar un deseo de una lista secreta.
—¿Estás bien? —le preguntó ella, con ese tono suave que usaba cuando quería decir más de lo que decía.
—Perfectamente —respondió él, mirándola de reojo—. Aunque no puedo dejar de pensar en lo que acabamos de hacer.
Ella sonrió, contenida, y lo tomó del brazo mientras pasaban por migración.
—Bienvenido a Islandia, Lucas —murmuró cerca de su oído.
Poco después, cruzaron las puertas corredizas de la terminal de llegadas. El aire era limpio, casi frío, pero ellos se sentían tibios por dentro. Un taxi los esperaba en la zona de abordaje. El conductor, un hombre de rostro amable, los recibió con una sonrisa.
—Hotel Borg, por favor —dijo Rosanna en inglés claro, al subirse al asiento trasero.
El taxi comenzó a rodar por las autopistas islandesas, dejando atrás las luces del aeropuerto. Desde el asiento trasero, Ismael tomó la mano de Rosanna. Ella la apretó con fuerza, y ambos se quedaron mirando por la ventana, mientras los paisajes volcánicos y la bruma del atardecer parecían bendecirlos en su llegada.
No había necesidad de hablar. Ambos sabían que Islandia no sería sólo un viaje de negocios… sino el escenario de algo mucho más profundo.
El viento islandés golpeaba con fuerza los ventanales del pequeño hotel boutique donde Rosanna e Ismael se hospedaban. Afuera, la nieve caía sin tregua; adentro, el silencio era espeso, interrumpido solo por el crujido de la madera bajo sus pasos y el eco lejano de una chimenea encendida en otro cuarto.
La habitación que les asignaron era cálida, pero no lo suficiente para el cuerpo de Rosanna, que temblaba levemente mientras se quitaba los guantes y se frotaba los brazos.
—Odio el frío —dijo en voz baja, como si se quejara consigo misma, mientras Ismael cerraba la puerta detrás de ellos.
Él la miró, entendiendo sin necesidad de palabras. No fue un gesto seductor ni calculado, sino algo natural. Como si la cercanía fuera la única respuesta lógica ante ese clima que todo lo entumecía.
Rosanna se sentó en la orilla de la cama, abrazando sus piernas, envuelta en una bufanda gruesa que no lograba detener el escalofrío que la atravesaba. Entonces Ismael se acercó, se quitó la chamarra y la rodeó con su calor.
—Ven —le susurró, guiándola con delicadeza hasta el centro de la cama—. No vamos a dejar que el hielo se meta en ti.
Ella lo miró, con esa mezcla de desafío y entrega que solo alguien como Rosanna podía mostrar. Con una media sonrisa, se dejó guiar.
Los abrigos quedaron a un lado. Luego las capas de ropa más delgadas. Y pronto, lo único que existía era el calor de sus cuerpos, piel contra piel, buscando consuelo más allá del deseo.
Él la abrazó por detrás, y ella acomodó su espalda contra su pecho, cerrando los ojos. Sus manos se entrelazaron sobre el vientre de ella. La respiración de ambos se acompasó, como si compartieran el mismo ritmo, el mismo silencio, la misma necesidad.
La tormenta seguía allá afuera, invisible tras los cristales empañados. Pero en esa habitación, todo se volvió calmo. Íntimo. Irrepetible.
Rosanna dejó escapar un suspiro.
—Lucas… esto es lo único que necesitaba.
Ismael no respondió. Solo la apretó con más fuerza. Porque había cosas que no necesitaban decirse cuando se sentían así de reales.
La noche islandesa era profunda y silenciosa. Solo el crujido de la madera, ocasional, rompía la calma del cuarto. Rosanna e Ismael dormían abrazados, sus cuerpos entrelazados bajo una sola cobija, como si buscaran fundirse para vencer el frío del norte.
Pero no pasaron muchas horas cuando ella abrió los ojos, inquieta. Algo en su interior palpitaba con más fuerza que el frío. Se giró suavemente hacia él, que aún dormía con el rostro sereno, respirando pausado.
—Lucas… —susurró, apenas audible.
Ismael se despertó al sentirla moverse. Sus ojos se abrieron, encontrando los de ella a pocos centímetros. No hubo explicación. No hubo preguntas. Solo un gesto de ella, una súplica silenciosa, cargada de deseo contenido.
Ella estaba en de rodillas y con la cara recostada en la cama, quería que Ismael la penetrara en esa posición. Lo que siguió fue lento, natural. Como si ya lo hubieran vivido mil veces en sueños.
La cercanía se volvió caricia. Los suspiros reemplazaron a las palabras. El lenguaje entre ellos fue antiguo, íntimo, hecho de piel, aliento y conexión. El frío desapareció por completo. La habitación, antes tan callada, se llenó de algo cálido, casi invisible, pero imposible de ignorar.
En ese momento, no estaban en Islandia. Ni siquiera estaban en el mundo. Solo eran dos cuerpos que se habían estado esperando, y que, por fin, se reconocían.
Rosanna arqueó suavemente la espalda, como si en ese gesto entregara todo. Y en su voz, apenas un murmullo que solo él pudo oír:
—No pares, Lucas…
La habitación estaba en penumbra. Solo la luz tenue de una lámpara sobre el buró se reflejaba en la ventana empañada por el contraste del calor interior y el hielo exterior.
Rosanna e Ismael no habían vuelto a dormirse. El sueño les parecía innecesario cuando había algo mucho más vivo latiendo entre ambos.
Ella se pegó hacia él, su espalda ahora tocaba su pecho, su respiración era profunda mientras el seguía penetrando su vagina lentamente. Entre palabras suaves, caricias lentas y silencios que decían más de lo que podían articular, la distancia entre ambos se deshizo por completo.
Sus manos, ya conocidas, recorrieron territorios familiares con una ternura nueva. Él la abrazó desde atrás, besando la curva de su cuello, y ella respondió con un suspiro que llevaba dentro más que deseo: era entrega. Era un “sí” sin decirlo.
—Lucas… —murmuró ella, con voz entrecortada.
Ismael no respondió con palabras, sino con actos suaves. Como si cada movimiento suyo buscara memorizarla. Sus gestos eran lentos, reverentes. Y, aun así, estaban llenos de una pasión contenida que poco a poco los fue consumiendo.
La manta que los cubría cayó lentamente, y el calor que los envolvía ya no era solo corporal, sino emocional. La intimidad no necesitó luces, ni testigos, solo piel y confianza.
En algún momento, Rosanna entrecerró los ojos y apretó su rostro contra la almohada, dejando escapar su nombre:
—Lucas… Lucas…
Él la sostuvo con fuerza mientras el orgasmo de Rosanna empapaba la cama, esa noche eran el centro de su propio universo.
Y cuando el silencio regresó al cuarto, fue un silencio distinto. No de ausencia, sino de plenitud. Sus cuerpos, aún entrelazados, descansaban como si hubieran encontrado en el otro algo que no sabían que les faltaba.
Ella tomó su mano, la llevó hasta su pecho, y con los ojos cerrados, sonrió.
—Así… así está bien.
El amanecer en Islandia no llegó con fuerza, sino con una delicadeza casi invisible. Una bruma blanca cubría el horizonte, y el sol apenas se atrevía a colarse por las cortinas de lino claro que ondeaban suavemente con la corriente de aire caliente de la calefacción.
Rosanna abrió los ojos lentamente, como si no quisiera interrumpir el sueño que aún flotaba entre las sábanas. A su lado, Ismael ya estaba despierto, observándola en silencio.
Ella notó su mirada y sonrió, con ese gesto suyo tan único, como si fuera consciente de que él no podía dejar de mirarla.
—¿Desde cuándo estás despierto? —preguntó, su voz aún ronca de la noche.
—Desde que el sol decidió asomarse… y tú seguías tan cerca —respondió él, acariciando su cabello hacia atrás.
Se quedaron así un momento más, entre miradas suaves, como si el tiempo fuera más lento ahí dentro. No hablaban de lo que había ocurrido, porque no necesitaban ponerle nombre. Lo que pasó entre ellos no era un evento. Era un lenguaje que solo ambos entendían.
Rosanna estiró su cuerpo, acomodándose boca arriba. Ismael apoyó su cabeza sobre su pecho, como buscando abrigo en ese lugar que ahora sentía suyo.
—¿Te das cuenta de que esto ya no tiene vuelta atrás? —susurró ella.
—No quiero que la tenga —respondió él, cerrando los ojos.
Permanecieron así durante minutos largos. Luego se levantaron sin prisas. El vapor del agua caliente en la ducha llenó el baño, y dentro, las risas suaves, las miradas bajo el agua, y el calor compartido hablaban de algo más que deseo: hablaban de complicidad.
Vestidos y listos, salieron de la habitación. Afuera, Islandia les ofrecía un paisaje blanco, limpio, como una página en blanco por escribir.
Y eso era justo lo que eran: dos personajes en medio de su historia, apenas comenzando a escribir los capítulos que el mundo aún no conoce.
El sol de Islandia bañaba el campo de lava con una luz dorada y tenue, que parecía querer acariciar cada grieta y cada piedra negra y rugosa. Rosanna e Ismael caminaban lado a lado, envueltos en sus abrigos gruesos, el aire frío que les picaba la piel, pero no alcanzaba a enfriar el calor que llevaban dentro.
El silencio entre ellos era cómodo, casi sagrado, como el espacio entre dos almas que se reconocen y aún buscan las palabras adecuadas para decirlo.
Finalmente, Rosanna detuvo sus pasos y miró hacia el horizonte, donde las formaciones volcánicas se perdían en la distancia. Sus ojos brillaban, no solo por la luz, sino por algo que guardaba desde hace tiempo.
—Hay algo que necesito contarte —comenzó, sin voltear.
Ismael se acercó un poco más, su mano rozó la de ella. —Estoy aquí para escucharte, tía.
Ella sonrió ante el apodo, esa forma de recordarle su confianza y cercanía.
—Toda mi vida he sentido que… a veces, por más que quieras, hay partes de ti que no sabes si merecen ser amadas. Que te preguntas si alguien puede querer no solo lo bueno, sino también lo que crees que es frágil o imperfecto.
Ismael apretó suavemente su mano, invitándola a seguir.
—Pero contigo… he aprendido que no es así. Que hay alguien que puede ver todas esas piezas y aun así quedarse. Que puede querer cada parte, sin condiciones.
Ella volteó y lo encontró mirando con una ternura infinita.
—Conocerte, este viaje… todo me ha hecho sentir viva, completa. Y no quiero que esto sea solo un recuerdo de verano. Quiero que sea el comienzo.
Ismael la abrazó, sintiendo que sus palabras tocaban algo profundo en él.
—Tía… yo también quiero eso. No solo porque me vuelves loco —dijo con una sonrisa tímida— sino porque contigo me siento yo mismo. Sin máscaras.
Se quedaron así, con el viento jugando entre ellos y la historia que apenas empezaba a escribirse en ese paisaje tan antiguo como nuevo para ellos.
Esa misma noche, después de regresar al hotel, el cielo se iluminó con las mágicas auroras boreales. Rosanna e Ismael salieron al balcón, envueltos en una manta gruesa, observando el espectáculo natural que pintaba de verde y violeta el firmamento, mientras él la abrazaba por atrás y penetraba su ano.
Esa penetración seguía la danza de luces que parecía susurrarles secretos antiguos, y ellos, en silencio, compartían ese momento único. Sin palabras, sus manos se encontraron, sus dedos entrelazados con la fuerza de quien sabe que todo ha cambiado, Rosanna gemía de dolor, pero no quería que Ismael se detuviera.
—Es como si el universo aprobara lo nuestro —dijo Rosanna, con voz entrecortada, casi un murmullo.
Ismael asintió, acercándose para rozar su frente en la nuca de ella.
—Cada vez que te veo, siento que puedo enfrentar cualquier cosa —confesó—. No sé qué me espera, pero contigo quiero descubrirlo.
Rosanna apoyó la cabeza en su pecho, sintiendo el latir firme y cálido.
—Gracias por estar aquí, por quedarte —susurró—. Esto es más que un viaje, es un renacer.
Los dos permanecieron así, bajo ese cielo que parecía eterno, hasta que él eyaculó dentro del ano de su amada.
A la mañana siguiente, mientras caminaban despacio por un sendero cercano al hotel, la nieve crujía bajo sus botas y el aire fresco les llenaba los pulmones. Ismael iba a su lado, atento, pero respetando el silencio que Rosanna necesitaba.
Después de un rato, ella se detuvo, mirando las huellas que dejaban atrás.
—Hay algo que nunca te he contado —dijo, con la voz cargada de un dejo de vulnerabilidad.
Ismael la miró, esperándola sin prisa.
—Hubo un tiempo en mi vida en que me sentí invisible. Como si no importara lo que hiciera o dijera. Era fácil para otros juzgarme, criticarme, y yo… me lo creía. Eso me hizo cerrar partes de mí, construir muros para protegerme.
Sus ojos buscaron los de Ismael, buscando comprensión.
—Por eso me cuesta tanto confiar. Pero contigo… algo se ha roto. No es que todo sea perfecto, ni que no tenga miedo, sino que contigo siento que puedo ser auténtica, sin máscaras, como un lazo invisible que nos une.
Ismael tomó su mano y la apretó suavemente.
—Gracias por confiar en mí, tía. Yo también he tenido mis propias batallas, y quizás por eso entiendo lo que dices.
Ella apoyó la cabeza en su hombro.
—Quiero que esto sea diferente. Quiero que podamos ser ese refugio el uno para el otro.
Él sonrió con ternura.
—Lo seremos.
Juntos siguieron caminando, con la nieve como testigo, sintiendo que cada paso los acercaba no solo en distancia, sino en corazón.
El paisaje blanco lo envolvía todo. Una llanura de nieve virgen se extendía más allá del horizonte, como una hoja en blanco, esperando ser escrita por ellos. Rosanna caminaba descalza sobre la nieve, su abrigo abierto, el aliento formando nubes en el aire gélido. Pero había algo en su mirada, algo en su andar lento y seguro, que derretía el hielo a su paso.
Ismael la observaba con el corazón latiéndole como un tambor. Ella no parecía sentir frío. Era como si su cuerpo ardiera desde adentro.
—¿Aquí? —preguntó él, con la voz temblorosa, no por el clima, sino por lo que sentía.
—Aquí —respondió Rosanna, girándose hacia él, dejando que su abrigo resbalara por sus hombros y cayera al suelo, posteriormente se despojó de toda su ropa, aquel cachetero color roja quedaba tirado en la nieve.
La nieve tocó su piel como miles de agujas suaves, pero ella no se estremeció. Al contrario, se acomodó lentamente sobre él, quien yacía desnudo, acostado en la nieve, ella se sentó con una sonrisa traviesa en su rostro, que contrastaba con el blanco puro que los rodeaba e Ismael comenzó a meter su lengua en su vagina, tan profundo que parecía querer comerle todo su interior.
—Nunca me sentí más viva —gritó, mientras untaba un poco de nieve en sus senos, como si quisiera desafiar al mundo, al invierno, a cualquier límite.
Ismael, sin decir palabra, correspondió a ese gesto con un roce firme de sus manos, que subieron con decisión hasta ese par de redondas masas de carne, dejando un rastro de fuego en su piel fría. Después ella giró, y él dejó que sus manos se posaran sobre sus nalgas, guiándola con una mezcla de ternura y deseo.
Sus cuerpos se movían con un ritmo propio, ajenos al frío, ajenos a todo. El crujido de la nieve bajo ellos era el único testigo del vaivén que los unía. Los gemidos ahogados, los suspiros al oído, el temblor compartido… todo formaba parte de una danza silenciosa entre calor y escarcha.
El mundo estaba en pausa.
Y justo cuando el momento alcanzó su cima, ella gritó su nombre con fuerza, como si la nieve también necesitara saber quién le había dado tanto fuego con la lengua. Él le respondió con una caricia en el rostro y un beso sobre su hombro helado.
El silencio del paraje era absoluto, salvo por el ritmo de sus respiraciones entrecortadas. Rosanna, de espaldas a él, con la piel apenas cubierta por algunos copos, parecía más una visión que una mujer real. Su cuerpo resplandecía bajo el cielo nublado, desafiando al frío con su calor interno.
Ismael la contempló unos segundos, fascinado por su entrega, por la libertad con la que ella se movía en ese paisaje inhóspito como si fuera suyo.
—Eres de otro mundo —murmuró, casi sin aire.
Rosanna giró el rostro apenas, con una sonrisa salvaje en los labios, y apoyó ambas manos en la nieve, sacando a relucir la curva de su cuerpo con una intención clara.
Ismael no necesitó más invitación. Se acercó, y sin decir palabra, alzó una de sus manos y la dejó caer con firmeza sobre su piel. El sonido seco de la palmada rompió el silencio de la nieve. Rosanna soltó un jadeo, no de dolor, sino de un placer que parecía aún más intenso por el contraste del clima.
Otra nalgada. Y otra más. Su piel comenzaba a enrojecer, no por el frío, sino por esa mezcla de intensidad, entrega y deseo.
—Así… —susurró ella entre respiraciones, hundiendo los dedos en la nieve, mientras una risa suave y contenida le escapaba de los labios.
Ismael la sostuvo entonces, abrazándola desde atrás, y con movimientos lentos, casi ceremoniales, se recostaron juntos sobre la nieve y la penetró intensamente. No hacía falta hablar. Sus cuerpos ya lo decían todo.
El frío los rodeaba, pero ellos creaban su propio calor. Una danza íntima, poderosa, natural, como si cada caricia encendiera una chispa bajo sus pieles heladas. Las marcas en su cuerpo, los suspiros, los latidos compartidos… todo era parte de un ritual salvaje y hermoso.
Y cuando se fundieron completamente el uno en el otro, la nieve a su alrededor parecía derretirse apenas.
No hubo gritos, sólo nombres susurrados como mantras. Lucas. Tía. Palabras que para ellos dos significaban más que cualquier título y nuevamente Ismael eyaculó dentro de su vagina.
Luego, abrazados bajo un manto de copos blancos, respiraron juntos, como si acabaran de sobrevivir a una tormenta interna.
—Te amo, tía. —dijo él, con los ojos cerrados.
—Y yo a ti, mi Lucas. —respondió ella, con la voz temblando, no por el frío, sino por el orgasmo que acababa de tener.
Después, entre risas contenidas, se abrazaron bajo la nevada ligera que comenzaba a caer.
—Nadie nos creería esto —susurró Ismael.
—Lo hubiéramos grabado —contestó ella, cerrando los ojos mientras apoyaba su cabeza en su pecho.
La nieve los rodeaba, pero entre ellos no quedaba ni un rastro de frío.
Después de días intensos en Islandia, llenos de trabajo, decisiones y noches de sexo salvaje, Rosanna e Ismael finalmente lograron cerrar el negocio que tanto habían esperado. La sensación de triunfo los envolvió como un cálido abrazo, y la emoción por regresar a México era palpable.
El vuelo de regreso estuvo lleno de miradas cómplices y silencios compartidos, conscientes de que algo importante había cambiado entre ellos, tanto en lo profesional como en lo personal.
Al llegar a la Ciudad de México, la rutina parecía esperarlos, pero para Rosanna había algo más aguardando en casa.
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