Llamas prohibidas

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T. Lectura: 3 min.

En la antigua facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, el aire olía a libros viejos y a café de máquina. Carlos, un profesor de Derecho Penal de 38 años, caminaba por los pasillos de la facultad con paso firme, su traje impecable contrastando con el desorden de su cabello oscuro, ligeramente salpicado de canas. Era conocido por sus clases apasionadas, su voz grave que llenaba el aula y esa intensidad en la mirada que hacía que sus estudiantes, especialmente las alumnas, no pudieran apartar los ojos de él.

Laura, de 22 años, estaba en su último curso de Derecho. No era la típica estudiante que destacaba por sus notas, pero sí por su presencia. Tenía el cabello castaño ondulado, unos ojos verdes que parecían guardar secretos y una sonrisa que desarmaba a cualquiera. Siempre se sentaba en la tercera fila, con un cuaderno lleno de garabatos y una atención que, aunque disimulada, no pasaba desapercibida para Carlos.

Era un jueves de octubre, y la lluvia golpeaba los ventanales del aula mientras Carlos explicaba con fervor la teoría del dolo. Laura, con una blusa blanca que dejaba entrever el encaje de su sujetador, jugueteaba con su bolígrafo, mordiéndolo suavemente mientras lo miraba fijamente. Él, en un momento de pausa, captó su mirada. Fue un instante, pero suficiente para que una corriente eléctrica recorriera el aire. Carlos carraspeó, desviando la vista hacia sus notas, pero el calor en su pecho no desapareció.

Al finalizar la clase, Laura se acercó al estrado con una pregunta sobre el último caso práctico. El aula ya estaba vacía, y el eco de sus tacones resonaba en el suelo de madera. Carlos, apoyado en el escritorio, respondió con su habitual precisión, pero no pudo evitar notar cómo ella se inclinaba ligeramente hacia él, el perfume suave de su piel mezclándose con el aroma a lluvia que entraba por una ventana entreabierta.

—Profesor, ¿puedo consultarle algo más… personal? —preguntó Laura, su voz baja, casi un susurro.

Carlos arqueó una ceja, manteniendo su compostura profesional, pero su pulso se aceleró.

—Depende de qué tan personal sea, Laura.

Ella sonrió, dejando caer su cuaderno al suelo. Al agacharse a recogerlo, su falda se levantó apenas, revelando el borde de unas medias negras. Carlos tragó saliva, sintiendo cómo la línea entre lo correcto y lo prohibido se volvía difusa. Cuando Laura se incorporó, sus dedos rozaron la mano de él al tomar el cuaderno. Fue un contacto breve, pero intencionado.

—Quería saber si alguna vez un profesor como usted… se ha sentido tentado por algo que no debería —dijo ella, mirándolo directamente a los ojos.

El silencio que siguió fue denso, cargado de posibilidades. Carlos sabía que debía poner fin a la conversación, pero algo en la forma en que Laura lo miraba, con una mezcla de desafío y vulnerabilidad, lo mantuvo clavado en el sitio. Se acercó un paso, lo suficiente para que el espacio entre ellos se volviera íntimo, peligroso.

—Laura, esto no es un juego —respondió, su voz más grave de lo habitual, casi un murmullo—. Hay límites que no se cruzan.

—¿Y si yo quiero cruzarlos? —replicó ella, acercándose aún más, hasta que el calor de su cuerpo era casi palpable.

Carlos cerró los ojos por un segundo, luchando contra el deseo que lo consumía. Pero cuando los abrió, la vio allí, tan cerca, con los labios entreabiertos y un brillo en los ojos que lo desafiaba a rendirse. Sin pensarlo más, la tomó por la cintura y la atrajo hacia él, besándola con una intensidad que llevaba semanas reprimida. Laura respondió con la misma urgencia, sus manos deslizándose por el pecho de él, desabrochando un botón de su camisa con dedos temblorosos.

El escritorio se convirtió en su refugio. Carlos la alzó con facilidad, sentándola sobre la madera mientras sus manos exploraban la suavidad de su piel bajo la blusa. Laura dejó escapar un gemido suave cuando él besó su cuello, descendiendo lentamente hacia el escote. La lluvia seguía cayendo afuera, amortiguando cualquier sonido que pudiera delatarlos. Cada caricia, cada roce, era una transgresión, pero ninguno de los dos podía detenerse.

El tiempo parecía detenerse mientras se entregaban a esa pasión prohibida. Laura deslizó sus manos bajo la camisa de Carlos, sintiendo los músculos tensos de su espalda. Él, con una mezcla de ternura y deseo, desabrochó los botones de su blusa, revelando la piel pálida que había imaginado en sus noches más inquietas. Sus labios se encontraron de nuevo, esta vez con una urgencia casi desesperada, como si temieran que el momento se desvaneciera.

Cuando finalmente se separaron, jadeantes, el aula estaba en penumbra, iluminada solo por la luz tenue de una lámpara en el escritorio. Laura lo miró, con las mejillas sonrojadas y el cabello desordenado, pero con una sonrisa que decía que no se arrepentía de nada. Carlos, aun luchando por recuperar el control, le acarició la mejilla.

—Esto no puede volver a pasar —dijo, aunque su voz carecía de convicción.

Laura se inclinó y le dio un último beso, lento, prometedor.

—Ya veremos, profesor.

Se bajó del escritorio, recogió su cuaderno y salió del aula con una calma que contrastaba con el torbellino que dejaba en Carlos.

Él se quedó allí, solo, con el eco de su perfume y el sabor de sus labios aún en la piel. Sabía que había cruzado una línea, pero en el fondo, no estaba seguro de querer volver atrás.

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