La facultad estaba silenciosa al amanecer, el eco de los pasos de Carlos resonando en los pasillos vacíos. Había pasado una semana desde aquel jueves bajo la lluvia, y el recuerdo del beso de Laura seguía quemándole la piel. Cada clase era una prueba de fuego: verla en la tercera fila, con su cuaderno lleno de garabatos y esa mirada que lo desarmaba, era un recordatorio de lo que habían hecho y de lo que no podían repetir. Pero su cuerpo y su mente estaban en guerra.
Carlos se encerró en su despacho, intentando concentrarse en un artículo sobre dolo eventual. Las palabras se desdibujaban en la pantalla, reemplazadas por la imagen de Laura, su blusa desabrochada, su respiración entrecortada. Sacudió la cabeza, maldiciendo en voz baja. Era un profesor respetado, con una carrera sólida y un matrimonio que, aunque desgastado, aún lo ataba. Cruzar esa línea no solo era un riesgo personal; podía destruirlo todo.
Un golpe suave en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Antes de que pudiera responder, Laura entró, cerrando la puerta tras de sí. Llevaba un jersey azul que abrazaba sus curvas y una falda que terminaba justo por encima de las rodillas. Sus ojos verdes tenían un brillo decidido, como si hubiera tomado una resolución.—Laura, no deberías estar aquí —dijo Carlos, levantándose de la silla, pero su voz sonó más débil de lo que pretendía.
Ella dio un paso hacia él, ignorando la advertencia. —No he dejado de pensar en ti, Carlos. En lo que pasó. Y sé que tú tampoco. Él apretó los puños, luchando contra el impulso de acercarse. —Esto es una locura. Soy tu profesor. Estoy casado. Si alguien se entera…
Él apretó los puños, luchando contra el impulso de acercarse. —Esto es una locura. Soy tu profesor. Estoy casado. Si alguien se entera…—Nadie lo sabrá —interrumpió ella, acercándose hasta que solo un escritorio los separaba—. No quiero hacerte daño. Solo quiero… esto. —Su voz tembló, pero sus ojos no vacilaron.
Carlos sintió el aire cargarse de nuevo, como aquella tarde en el aula. Sabía que debía echarla, poner fin a esto antes de que se saliera de control. Pero la verdad era que no quería. La quería a ella, con una intensidad que lo asustaba. Laura rodeó el escritorio, deteniéndose a centímetros de él. Su perfume, ese mismo aroma suave que lo había perseguido en sueños, llenó sus sentidos.
—No puedo seguir fingiendo que no siento nada —susurró Laura, posando una mano en su pecho. El contacto fue como una chispa.
Carlos la miró, atrapado entre el deber y el deseo. —Laura, esto nos destruirá. A los dos. Ella negó con la cabeza, sus dedos deslizándose hacia su nuca. —O nos salvará. No hubo más palabras. Carlos la atrajo hacia él, besándola con una urgencia que borró toda razón. Esta vez no había lluvia que amortiguara el mundo exterior, solo el latido acelerado de sus corazones y el crujido del escritorio bajo el peso de sus cuerpos.
Las manos de Laura exploraron su camisa, desabrochándola con una mezcla de torpeza y determinación. Él respondió levantando su jersey, sus dedos trazando la curva de su cintura, perdiéndose en la suavidad de su piel. El despacho, con sus estanterías llenas de libros y el olor a papel viejo, se convirtió en un refugio temporal. Cada caricia era un desafío a las reglas, cada beso un paso más hacia un abismo del que no había retorno.
Laura se aferró a él, sus labios rozando su oído mientras murmuraba su nombre, y Carlos sintió que el mundo fuera de esa habitación dejaba de existir. Pero el momento se rompió con el sonido de unos pasos en el pasillo. Ambos se quedaron inmóviles, jadeantes, mientras las voces de dos colegas pasaban frente a la puerta. La realidad irrumpió como un balde de agua fría.
Carlos se apartó, pasándose una mano por el cabello, intentando recuperar el control.—Esto tiene que parar, Laura —dijo, su voz quebrada por la frustración—. No podemos seguir. Ella lo miró, con las mejillas encendidas y los labios hinchados por los besos. —Dime que no me quieres, y me iré. Ahora mismo.
Carlos abrió la boca, pero las palabras no salieron. No podía mentir, no cuando cada fibra de su ser gritaba por ella. Laura dio un paso atrás, ajustándose el jersey con una calma que contrastaba con el torbellino en sus ojos.—No me rendiré, Carlos —dijo suavemente—. Sé que sientes lo mismo.
Sin esperar respuesta, salió del despacho, dejando tras de sí el eco de su presencia. Carlos se dejó caer en la silla, el peso de sus decisiones aplastándolo. Sabía que debía poner fin a esto, hablar con su esposa, establecer límites claros. Pero en el fondo, una parte de él ya estaba planeando la próxima vez que la vería.
Esa noche, en casa, mientras su esposa dormía a su lado, Carlos miró el techo, atrapado en el recuerdo de Laura. Las llamas de su deseo eran un incendio que no podía apagar, y temía que, tarde o temprano, todo ardería.
El despacho de Carlos estaba sumido en una quietud que parecía contener el aliento. La puerta, cerrada con llave tras la salida de Laura, seguía siendo una barrera frágil contra lo inevitable. Era viernes por la tarde, y la facultad estaba casi desierta, con solo el zumbido lejano de una máquina de limpieza rompiendo el silencio. Carlos había intentado trabajar, corregir exámenes, cualquier cosa para distraerse, pero el recuerdo de Laura, su voz desafiante y sus manos en su piel, lo perseguía como un espectro.
Un golpe suave en la puerta lo hizo tensarse. Sabía quién era antes de abrir. Laura estaba allí, con una gabardina negra que caía hasta las rodillas y el cabello suelto, húmedo por la llovizna de octubre. Sus ojos verdes lo atravesaron, cargados de una determinación que no admitía dudas.—Dijiste que no podías seguir —dijo ella, entrando sin esperar invitación—. Pero aquí estoy. Y tú no me Y tú no me estás echando.
Carlos cerró la puerta tras ella, su corazón latiendo con una mezcla de miedo y deseo. —Laura, esto es un error —murmuró, pero su voz carecía de firmeza.
Ella se acercó, dejando caer la gabardina al suelo. Debajo, llevaba un vestido ajustado de color burdeos que marcaba cada curva de su cuerpo. —Entonces, dime que me vaya —susurró, deteniéndose a un paso de él—. Dímelo ahora.
No pudo. En lugar de eso, sus manos encontraron la cintura de Laura, atrayéndola hacia él con una urgencia que borró cualquier resto de razón. Sus labios se encontraron en un beso profundo, hambriento, que sabía a transgresión y a promesas rotas. Laura respondió con la misma intensidad, sus dedos deslizándose por el cuello de Carlos, desabrochando los primeros botones de su camisa con una destreza que delataba su deseo.
El escritorio, testigo mudo de su primer encuentro, volvió a ser su refugio. Carlos la alzó con facilidad, sentándola sobre la madera mientras sus manos exploraban la suavidad de su piel bajo el vestido. Laura dejó escapar un suspiro cuando él besó su cuello, descendiendo lentamente hacia el escote, donde el tejido cedía ante sus dedos. El calor de sus cuerpos se mezclaba con el aroma a lluvia que se colaba por una ventana entreabierta, creando una atmósfera que los aislaba del mundo.
Laura se arqueó contra él, sus manos recorriendo la espalda de Carlos, sintiendo la tensión de sus músculos bajo la camisa. Él, con una mezcla de reverencia y desesperación, deslizó el vestido por sus hombros, revelando la piel pálida que había imaginado en cada rincón oscuro de su mente. Cada caricia era un desafío a las reglas que los separaban, cada roce un paso más hacia lo prohibido. Ella lo atrajo más cerca, sus piernas rodeándolo, y el espacio entre ellos desapareció.
El tiempo se desvaneció en un torbellino de sensaciones. Los dedos de Laura se enredaron en el cabello de Carlos, guiándolo mientras sus labios trazaban senderos ardientes por su clavícula. Él respondió con una ternura que contrastaba con la urgencia de sus movimientos, como si quisiera memorizar cada centímetro de ella antes de que la realidad los alcanzara. Los gemidos suaves de Laura, amortiguados por el roce de sus cuerpos, llenaban el aire, mezclándose con el latido acelerado de sus corazones.
Cuando sus miradas se encontraron, había algo más que deseo: una vulnerabilidad cruda, un reconocimiento de lo que estaban arriesgando. Carlos acarició su mejilla, su pulgar trazando la curva de sus labios, y Laura lo besó con una intensidad que parecía querer detener el tiempo. Se movieron juntos, guiados por una necesidad que no podían negar, hasta que el mundo exterior dejó de importar. El escritorio crujió bajo su peso, los papeles cayendo al suelo, pero ninguno lo notó.
Cuando todo terminó, se quedaron allí, jadeantes, con los cuerpos aún entrelazados. Laura apoyó la frente contra el pecho de Carlos, su respiración cálida contra su piel. Él la abrazó, sintiendo el peso de lo que habían hecho. El silencio era frágil, cargado de preguntas sin respuesta.—No quiero que esto termine —susurró Laura, su voz temblorosa pero firme.
Carlos cerró los ojos, atrapado entre el deseo de aferrarse a ella y el miedo a las consecuencias. —Laura, esto nos va a destruir. Ella levantó la mirada, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y ternura. —O nos hará libres.
Recogió su gabardina y, con un último beso que prometía más, salió del despacho. Carlos se quedó solo, con el eco de su presencia y el caos de sus emociones. Sabía que había cruzado un umbral del que no había vuelta atrás, y aunque el miedo lo atenazaba, una parte de él no podía esperar a verla de nuevo.
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