Mi cachonda prima enfermera (1)

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T. Lectura: 12 min.

Mi nombre es Adrián, tengo 26 años y por un nuevo trabajo en Guadalajara, me vi obligado a dejar mi ciudad. Los primeros meses serían complicados; mi sueldo no alcanzaría para pagar una renta decente, así que recurrí a mi prima Regina. Le pedí, casi rogándole, que me dejara quedarme en su departamento. Prometí cubrir la mitad de los servicios, pero ella dudó. “Adrián, solo tengo una habitación, ¿dónde vas a dormir?”, dijo con esa voz suave pero firme que siempre me desarmaba. “En el sillón, prima, no te preocupes. No te molestaré”, respondí, y tras un suspiro largo, aceptó.

Llegué a la terminal de autobuses un viernes por la tarde, agotado tras el viaje. Allí estaba ella, esperándome. Regina. A sus 27 años era tan hermosa como la recordaba, quizás más. Su figura delgada se recortaba contra la luz del atardecer. Llevaba una falda ajustada que marcaba su cinturita definida y dejaba ver sus piernas torneadas. Sus nalgas, firmes y perfectamente redondeadas, parecían desafiar la gravedad. Su busto pequeño, pero provocador, se insinuaba bajo una blusa ligera que dejaba poco a la imaginación. Su piel blanca como la leche contrastaba con su cabello largo, castaño y ondulado, que caía sobre sus hombros. Y esos anteojos de nerd, como le decía de cariño, le daban un aire inocente que escondía algo más, algo que siempre me había intrigado.

—¡Adrián! Por fin llegas, pensé que te habías perdido, —dijo con una sonrisa, acercándose para darme un abrazo. Su perfume me envolvió mientras su cuerpo se apretaba contra el mío por un instante. Sentí el calor de su piel y un cosquilleo que me recorrió entero.

—No me perdería la oportunidad de verte, —bromeé, guiñándole un ojo. Ella rodó los ojos, pero no pudo ocultar una risita.

El trayecto al departamento fue una mezcla de charlas casuales y miradas furtivas. No podía evitar notar cómo la falda se le subía ligeramente al sentarse en el coche, dejando ver un poco más de sus muslos. Intenté concentrarme en la conversación, pero mi mente ya estaba divagando.

Llegamos a su pequeño pero acogedor departamento. Un espacio sencillo, con una sala que conectaba a la cocina y una puerta que llevaba a su habitación. El sillón, mi futura cama, parecía más incómodo de lo que esperaba, pero no me quejé.

—Bueno, aquí está. Mi humilde hogar, —dijo Regina, girando sobre sus talones con una pose exagerada, como si presentara un palacio. Su blusa se ajustó aún más a su figura, y juro que vi el contorno de sus pezones bajo la tela. Tragué saliva.

Me acerqué a ella para agradecerle su apoyo, quise darle un beso en la mejilla, pero accidentalmente la besé en la comisura de sus labios, aquel roce accidental dejó un instante suspendido, cargado de electricidad. Regina se apartó con un movimiento rápido, sus ojos brillaron tras los anteojos con una mezcla de sorpresa y picardía.

—¡Por poco me besas, wey! —dijo, algo divertida, mientras se llevaba una mano al rostro, como si quisiera esconder una sonrisa.

—Perdón, prima, fue sin querer —balbuceé, sintiendo el calor subir por mi nuca. Para disimular, desvié la mirada, dejando que mis ojos vagaran por el departamento. Era pequeño, tal como ella había advertido, pero acogedor. Una mesita con un par de velas apagadas, un librero repleto de novelas y una ventana que dejaba entrar la luz suave del atardecer. Todo tenía su esencia, como si cada rincón estuviera impregnado de su presencia.

—Deja tus cosas en mi cuarto, ahí hay más espacio —indicó Regina, señalando una puerta entreabierta al fondo del pasillo. Su tono era ligero, pero había algo en su postura, en la forma en que cruzó los brazos bajo el pecho, que me hizo sentir observado.

Asentí y llevé mi maleta a su habitación. El espacio era íntimo, con una cama cubierta por sábanas blancas y un escritorio lleno de cuadernos y plumas. Dejé mi equipaje junto al armario, pero al girarme para salir, algo captó mi atención: bajo la almohada, asomaba un destello púrpura. Un dildo, discretamente escondido, como un secreto a medio guardar. Una risa silenciosa me traicionó, pero apreté los labios para no decir nada, aunque mi mente ya estaba imaginando cosas que no debería.

Al volver a la sala, Regina estaba apoyada contra el marco de la puerta, con una ceja arqueada y una sonrisa que era puro desafío.

—¿Qué te dio tanta gracia allá adentro? —preguntó, inclinando la cabeza. Su cabello castaño cayó en ondas sobre un hombro, y la luz resaltaba la curva suave de su clavícula.

—Nada, solo… recordé algo de la uni —mentí, encogiéndome de hombros, pero su mirada no se apartó, como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba por mi cabeza.

Regina dejó pasar mi comentario con una risa ligera, como si quisiera desviar la intensidad del momento.

—Vuelvo en un momento, te preparé algo de tomar —dijo, caminando hacia la cocina con un balanceo sutil que hacía que su falda abrazara sus caderas. Regresó con dos vasos de limonada helada, el hielo tintineaba contra el cristal, y se sentó a mi lado en el sillón, tan cerca que su rodilla rozó la mía.

—Cuéntame, Adrián, ¿qué tal el nuevo trabajo? —preguntó, sorbiendo de su vaso mientras me miraba por encima del borde, sus ojos brillaban con curiosidad.

—Empiezo en un despacho de mercadotecnia la próxima semana —respondí, sintiendo cómo el frescor de la limonada aliviaba el calor que aún me recorría—. Mucha presión, pero estoy emocionado. ¿Y tú? ¿Sigues salvando vidas?

Ella sonrió, ajustándose los anteojos con un gesto delicado.

—Sigo de enfermera, sí. El hospital es un caos, pero me gusta. Aunque… —hizo una pausa, mirando su vaso como si buscara las palabras en el hielo— me absorbe tanto que apenas tengo vida fuera de eso.

—¿Y tu novio? —me aventuré, inclinándome un poco hacia ella, mi voz más baja de lo necesario—. ¿No le molestará que me quede aquí?

Regina soltó una risa corta, casi amarga, y dejó el vaso en la mesita.

—Novio, ¿eh? No tengo tiempo para eso, Adrián. El trabajo me tiene agotada, y… bueno, digamos que me las arreglo sola. —Sus palabras colgaron en el aire, y mi mente voló de inmediato al objeto púrpura bajo su almohada. Una chispa de calor me recorrió el pecho al imaginarla, sola en su cama, buscando alivio en la penumbra.

—Entiendo —dije, incapaz de apartar la imagen de mi cabeza. Me acerqué un poco más, dejando que mi mano descansara en el respaldo del sillón, a centímetros de su hombro—. Pero ¿sabes? No siempre tienes que arreglártelas sola.

Regina ladeó el hombro, invitándome a rozar su piel con la yema de mis dedos. La suavidad de su cuerpo bajo mi caricia envió un escalofrío por mi espalda, pero antes de que pudiera perderme en el momento, ella se puso de pie con un movimiento grácil.

—Tengo que ducharme —dijo, ajustándose la falda con una sonrisa que parecía saber exactamente el efecto que tenía en mí—. El turno en el hospital no espera.

—Entiendo —respondí, forzando una calma que no sentía, mientras ella desaparecía por el pasillo con un último vistazo travieso por encima del hombro.

Me dejé caer en el sillón, buscando distraerme con el zumbido monótono de la televisión. Cambié de canal sin prestar atención, mi mente todavía estaba atrapada en la cercanía de su cuerpo, en la calidez de su piel. Pero entonces, un sonido nuevo cortó el aire. Suave al principio, apenas perceptible sobre el murmullo del televisor, pero inconfundible: gemidos. Venían desde el baño, donde el agua de la regadera caía en un ritmo constante.

Apagué el televisor con el control, el silencio llenó el departamento, dejando solo esos sonidos que se colaban por la puerta del baño. Eran intensos, descarados, como si mi prima no supiera —o no le importara— que el eco de su placer llegaba hasta mí. Mi pulso se aceleró, y sin pensar demasiado, me levanté y caminé hacia la puerta del baño, cada paso más sigiloso que el anterior. Pegué el oído a la madera, y los gemidos se volvieron más claros, más urgentes, acompañados por el chapoteo del agua. Mi imaginación se disparó, pintando imágenes de su cuerpo desnudo bajo el chorro, sus manos explorando donde las mías deseaban estar.

Mi instinto tomó el control, y con un movimiento casi inconsciente, giré la perilla de la puerta del baño. Para mi sorpresa, cedió sin resistencia. Empujé lentamente, el vapor cálido escapándose por la rendija, y allí estaba Regina, bajo el chorro de la regadera. El agua resbalaba por su cuerpo, y sus manos sostenían aquel dildo púrpura, metiéndolo por su panocha con una cadencia que me dejó sin aliento. Su pubis, sin depilar, contrastaba con la palidez de su piel, y sus dedos libres acariciaban sus senos, que eran más generosos de lo que su ropa ajustada dejaba imaginar. La imagen era hipnótica, un cuadro de deseo crudo que me hizo olvidar dónde estaba.

Quise dar un paso, cruzar ese umbral, pero la razón me frenó. No podía arriesgar mi estancia, no después de que ella me había abierto las puertas de su hogar. Con el corazón latiendo como un tambor, cerré la puerta con el mismo cuidado con el que la había abierto y regresé al sillón. Me dejé caer, fingiendo dormir, aunque mi cuerpo vibraba con la intensidad de lo que había visto. Cerré los ojos, intentando calmar el torbellino en mi mente, mientras el sonido de la regadera se desvanecía.

Minutos después, la puerta del baño se abrió, y escuché los pasos ligeros de Regina cruzando el departamento. No dijo nada, solo se deslizó hacia su habitación, cerrando la puerta tras de sí con un clic suave. La curiosidad me venció otra vez. Me levanté, asegurándome de que no me oyera, y me colé en el baño aún húmedo, buscando algo —cualquier cosa— que pudiera alimentar las fantasías que ahora ardían en mi cabeza. Pero no había nada: ni una prenda olvidada, ni un rastro de su presencia más allá del aroma a jabón que aún flotaba en el aire.

De vuelta en el sillón, tomé mi teléfono y comencé a mensajear a un amigo, mi pulso aún acelerado mientras tecleaba lo que había presenciado. “No vas a creer lo que vi, wey” escribí, describiendo cada detalle con una urgencia que apenas podía contener.

Minutos después, Regina salió de su habitación, transformada por el uniforme de enfermera que se ajustaba a su figura como una segunda piel. El blanco impecable de la tela resaltaba su piel lechosa, y la falda, aunque profesional, dejaba entrever la curva de sus muslos. No pude contenerme.

—Vaya, Regina, te ves… increíblemente sexy —dije, mi voz llena de admiración.

Lejos de apartar la mirada, ella sonrió, con un destello travieso en los ojos.

—Gracias, primo —respondió, girando ligeramente para darme una mejor vista—. Aunque, ¿sabes? Creo que me veo mucho mejor sin esto puesto.

Mis ojos se abrieron de golpe, y un calor repentino me recorrió. No supe qué responder, atrapado entre el deseo y la cautela. Ella soltó una risa suave, recogiendo su bolso.

—Volveré hasta mañana por la mañana —dijo, ajustándose los anteojos—. Esta noche puedes dormir en mi cama, pero solo hoy, ¿eh? No te acostumbres.

—Gracias, prima, eres la mejor —logré articular, aun procesando sus palabras. Ella me guiñó un ojo, cerró la puerta principal con un clic y desapareció, dejando tras de sí un silencio cargado de posibilidades.

No perdí el tiempo. Corrí a su habitación, mi pulso era acelerado por una mezcla de curiosidad y deseo. La cama, con sus sábanas aún impregnadas de su aroma, parecía llamarme, pero mi atención se desvió hacia los cajones de su cómoda. Los abrí uno por uno, revelando un tesoro de ropa interior: encajes negros, tangas de satén rojo, brasieres con detalles que gritaban provocación. Cada prenda era una prueba de que Regina, mi prima de anteojos de nerd, escondía un lado ferozmente sensual. Mis dedos temblaron al rozar un par de panties de encaje, y la tentación de usarlas para mi propio placer fue casi abrumadora.

Pero entonces, bajo la cama, encontré algo que me dejó sin aliento. Un pequeño baúl de madera, cerrado con un candado que cedió con un leve tirón. Al abrirlo, el aire se me escapó del pecho. Dentro había un arsenal de deseo: esposas forradas de peluche rosa, trajes de látex que imaginé abrazando sus curvas, un surtido de dildos y vibradores de distintos tamaños, y, en el fondo, un pequeño álbum de fotos. Lo abrí con manos temblorosas.

Cada página era una revelación: Regina, en poses audaces, su cuerpo apenas cubierto por lencería o nada en absoluto, capturada en selfies que destilaban una confianza ardiente. En una, sus labios vaginales rositas abrazaban un vibrador; en otra, sus manos jugaban con las esposas, sus ojos desafiaban a la cámara.

—Dios, Regina… —susurré, mi voz perdida en la habitación vacía. Mi cuerpo reaccionaba con una urgencia que apenas podía controlar.

El álbum seguía abierto frente a mí, cada página era una provocación que encendía mi piel. Mi prima, con las piernas abiertas, exponiendo su panocha húmeda, brillando bajo la luz tenue de su habitación, un dildo negro deslizándose entre sus pliegues. En otra imagen, sus pechos, más llenos de lo que su ropa sugería, estaban cubiertos por un velo de semen que goteaba en finos hilos sobre su piel de porcelana.

Había una foto donde sus labios, rosados y entreabiertos, expulsaban un chorro de semen, sus ojos se veían entrecerrados en una mezcla de desafío y placer. Otra la mostraba con los dedos hundidos en su vagina, el vello oscuro de su pubis contrastaba con la palidez de sus muslos, su rostro contorsionado en un éxtasis silencioso. Cada imagen era un golpe al corazón, una invitación a un mundo de lujuria que no podía ignorar.

Mis manos temblaron al tomar una tanga blanca del cajón, su encaje casi etéreo, tan delicado que parecía deshacerse entre mis dedos. Me recosté en su cama, aquellas sábanas de algodón aún estaban tibias, impregnadas de un aroma floral que gritaba su nombre. Envolví mi erección con la tela, la fricción del encaje contra mi piel enviaba chispas de placer por mi columna. Las imágenes de Regina danzaban en mi mente: su cuerpo arqueado, sus gemidos resonando como ecos del baño. No duré mucho. Con un gruñido bajo, me derramé en la tanga, el calor de mi liberación manchó el encaje mientras mi cuerpo se estremecía, atrapado en una ola de placer culpable.

Jadeando, me quedé allí, el techo giraba sobre mí. Pero en medio del agotamiento, una certeza se alzó como un faro: mi prima no era solo un deseo fugaz. Quería conquistarla, hacerla mía, no solo en cuerpo, sino en alma. Quería que sus gemidos fueran para mí, que sus ojos me buscaran en la penumbra.

Con cuidado, doblé la tanga y la enterré al fondo del cajón, bajo un revoltijo de lencería de encaje y satén. Cerré el baúl, asegurándome de que cada juguete estuviera en su lugar, como si nunca hubiera profanado su santuario. Me dirigí al baño, el suelo aún húmedo por su ducha, el aire cargado de un vapor que olía a su jabón de vainilla. Bajo el chorro frío, intenté apagar el fuego que aún ardía en mis venas, pero cada gota que resbalaba por mi pecho evocaba la imagen de Regina bajo el agua y sus manos auto explorándose.

Salí envuelto en una toalla, el espejo empañado reflejaba mi rostro sonrojado. Me desplomé en su cama, el colchón se hundió bajo mi peso, las sábanas me abrazaron como un amante ausente.

—Regina, cuando vuelvas… —susurré, mi voz se perdió en la oscuridad de la habitación—. Esto apenas comienza.

El sueño me reclamó, pero no sin antes imaginarla entrando al amanecer, con su uniforme de enfermera arrugado, esperando a ser despojado de aquel cuerpecito candente.

El alba se colaba por las cortinas cuando abrí los ojos, la cama de Regina aún estaba envolviéndome en su aroma. El silencio del departamento me dijo que ella no había regresado del hospital. Decidí aprovechar la oportunidad para sorprenderla. Me levanté, la energía de la noche anterior todavía vibraba en mis venas, y me puse manos a la obra en la cocina.

Preparé una torre de hot cakes esponjosos, dorados en los bordes, acompañados de rebanadas de jamón crujiente y un hilo de miel que brillaba bajo la luz matutina. En la máquina de café, mezclé un cappuccino cremoso, la espuma formaba remolinos perfectos. Coloqué todo en la mesita de la sala, y como toque final, busqué un florero pequeño en un estante y lo adorné con una rosa que encontré en un mercado cercano. La mesa era un cuadro acogedor, un gesto que esperaba hablara más alto que mis palabras.

Justo cuando ajustaba la rosa en el florero, la puerta principal se abrió. Regina entró, su uniforme de enfermera estaba ligeramente arrugado, con cansancio dibujado en sus ojeras, pero con esa chispa en los ojos que nunca parecía apagarse. Se detuvo en seco, su bolso colgaba de un hombro, y miró la mesa con una mezcla de sorpresa y desconfianza.

—¿Esto qué significa, Adrián? —preguntó, teñida de curiosidad, mientras dejaba el bolso en el sillón y se acercaba, los tacones de sus zapatillas resonaban en el suelo.

—Solo quise prepararte el desayuno antes de que te vayas a dormir —dije, encogiéndome de hombros, aunque mi corazón latía con fuerza—. Es mi manera de agradecerte por dejarme quedarme aquí.

Ella ladeó la cabeza, sus labios se curvaron en una sonrisa que hizo que el aire se sintiera más ligero. Sin decir nada, se acercó y me envolvió en un abrazo cálido, su cuerpo se presionó contra el mío. El aroma de su perfume, mezclado con un leve rastro de antiséptico del hospital, me envolvió. Antes de que pudiera reaccionar, sus labios rozaron los míos en un piquito fugaz, suave como un susurro, pero suficiente para encender un cosquilleo en mi piel.

—Gracias —murmuró, su aliento cálido contra mi mejilla—. Nadie había hecho algo así por mí. Nunca.

Nos sentamos a la mesa, con los hot cakes humeando entre nosotros, el cappuccino llenando el aire con su aroma tostado. Mientras comíamos, la conversación fluyó como en los viejos tiempos. Reímos recordando nuestra infancia, esa tarde en la primaria cuando, en un juego inocente, “nos casamos” en aquella kermesse, con anillos de papel y promesas solemnes de que algún día sería real.

—¿Te acuerdas de lo serio que estabas? —dijo mi prima, limpiándose una gota de miel de la comisura de los labios con una risa—. Juraste que me construirías una casa con piscina.

—Y tú prometiste que serías mi enfermera personal —repliqué, guiñándole un ojo, mi voz cargada de un flirteo que no pude contener.

Ella se rio, pero sus ojos se detuvieron en los míos un segundo más de lo necesario, un destello de algo más profundo brillando tras sus anteojos. Terminamos el desayuno entre bromas, pero el aire entre nosotros estaba cargado, como si cada palabra escondiera una intención no dicha.

—Ya no puedo más, necesito dormir —dijo al fin, estirándose con un bostezo que dejó ver la curva de su cuello. Se levantó, dejando su plato vacío, y me dio una última mirada—. No te acostumbres a mimarme tanto, primito. Podría gustarme demasiado.

—Ese es el plan —respondí, mi voz era baja, mientras ella desaparecía en su habitación con una sonrisa que prometía más de lo que decía.

Me quedé solo en la sala, con el sabor del cappuccino aún en mi lengua, mi mente dando vueltas. Esa rosa, ese piquito, esa promesa infantil que ahora resonaba como un desafío. Quería más que su cama, más que su ropa interior o sus secretos. Quería que Regina fuera mía.

Era viernes, y con el fin de semana libre antes de empezar en la empresa el lunes, me acomodé en el sillón con un cappuccino fresco, el aroma tostado llenaba la sala. Abrí mi laptop, navegando sin rumbo por internet, leyendo artículos dispersos hasta que la pantalla del televisor me llamó. Puse Suits, mi serie favorita, y me perdí en los enredos de Harvey Specter, sus trajes impecables y su descaro para salir de cualquier lío. Las horas se deslizaron sin darme cuenta, y cuando el reloj marcó las cinco de la tarde, llegó la pizza que había pedido. El olor a pepperoni y queso derretido inundó el departamento mientras colocaba la caja en la mesita de centro. Encendí Porky’s en la tele, una película que siempre me sacaba una risa culpable. El aire se había vuelto fresco, así que tiré una frazada gruesa sobre mis piernas, hundiendo los pies en su suavidad.

Entonces, la puerta de la habitación de mi prima crujió. Salió, aún con el sueño pegado en los ojos, tallándoselos con el dorso de la mano. Llevaba un mini short rosa pastel que apenas cubría la curva de sus nalgas, la tela era tan ajustada que delineaba cada centímetro de su figura. Su brasier, negro con un toque de encaje, abrazaba sus pechos, realzándolos de una manera que me hizo tragar saliva. Su cabello castaño caía en ondas desordenadas sobre sus hombros, y la luz de la tarde, filtrándose por la ventana, hacía que su piel pareciera aún más pálida, casi luminosa.

Sin decir nada, se acercó a la mesita, dejándome ver sus redondas nalgas, tomó una rebanada de pizza, el queso se estiró en hilos dorados, y con un movimiento audaz, arrancó la frazada de mis piernas.

—Oye, qué frío —protesté, pero mi voz se apagó cuando se dejó caer a mi lado, tan cerca que nuestras piernas se entrelazaron, la calidez de su piel contra la mía enviaba un escalofrío por mi espalda. Volvió a cubrirnos con la frazada, su cuerpo pegado al mío, y apoyó la cabeza en mi hombro, mordiendo la pizza con una naturalidad que contrastaba con la tormenta que desataba en mí.

—¿Porky’s? ¿En serio, Adrián? —dijo, su voz somnolienta pero teñida de diversión, mientras masticaba lentamente—. Eres un clásico.

—Es un clásico por algo —respondí, intentando sonar relajado, aunque mi corazón latía tan fuerte que temía que ella lo notara. Su cercanía era abrumadora: el roce de sus muslos desnudos contra los míos, el calor de su aliento en mi cuello, el leve movimiento de sus pechos al respirar. Mi cuerpo reaccionaba con una urgencia que apenas podía contener, la idea de deslizar mis manos bajo ese short y explorar cada rincón de su piel casi me nublaba la razón.

La película terminó, los créditos se deslizaban por la pantalla mientras el silencio se asentaba en la sala, roto solo por el crujido ocasional del sillón bajo nuestro peso. Regina, aún acurrucada contra mí, levantó la cabeza de mi hombro, su cabello desordenado caía en mechones sobre su rostro. La frazada seguía envolviéndonos, un capullo cálido que hacía que su cercanía fuera casi insoportable.

—¿Qué planes tienes para mañana? —preguntó, su voz era suave, con ese dejo somnoliento que la hacía sonar aún más íntima. Sus dedos jugaban distraídamente con el borde de la frazada, rozando mi pierna en el proceso.

—Realmente no tengo nada en mente —admití, mi mirada estaba atrapada en la curva de sus labios mientras hablaba—. ¿Alguna idea?

Sus ojos brillaron tras los anteojos, y una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro. —Vamos al zoológico de Guadalajara —propuso, incorporándose un poco, el movimiento hizo que su brasier resaltara aún más la forma de sus pechos—. Hace años que no voy, y creo que sería divertido.

—Me parece perfecto —respondí, imaginándola, caminando a mi lado bajo el sol, su risa llenando el aire. La idea de pasar un día entero con ella, fuera de este departamento cargado de tensión, era tan tentadora como peligrosa.

Continuará…

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4 COMENTARIOS

  1. Muy bien relatado, seguir tu relato y detalles como lo que encontraste bajo de la cama, imaginar lo mismo que tu pensaste al descubrir sus secretos, esa adrenalina de tener esos objetos de placer y lujuria y saber que los usa la enfermera ardiente, hicieron que la imaginara en su uniforme para irla desnudando lentamente, esperamos mas relatos de esta fantastica historia.

    • Hola, alien_system, gracias por darte el tiempo de comentar, la segunda parte ya está disponible, espero que la disfrutes mucho.

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