Pero entonces se levantó, dejando el plato a medio terminar, y se acercó con un movimiento lento, casi felino. —Muy delicioso todo —murmuró, con un matiz que hizo que mi piel se erizara—. Pero le faltó algo.
—¿Qué? —pregunté, confundido, mi voz atrapada en la garganta mientras ella se ponía en cuclillas frente a mí, su rostro a la altura de mi regazo.
Sin responder, sus manos encontraron la bragueta de mi pantalón, bajándola con una lentitud deliberada. Sus dedos, ágiles y seguros, se deslizaron dentro, liberando mi erección con un roce que me hizo contener el aliento. —Tu chorizote, amor —susurró, sus ojos clavados en los míos, una sonrisa traviesa curvando sus labios antes de que su boca me envolviera.
El sonido de su succión llenó el departamento, un ritmo húmedo y urgente que resonaba en cada rincón. Regina se entregaba con una intensidad feroz, su lengua trazaba caminos que me hacían apretar los puños contra la mesa. Se atragantaba ligeramente, el sonido gutural de su garganta era tan sexy que me nublaba la razón, pero sus ojos nunca dejaban los míos, una mirada ardiente que me mantenía atrapado. Coloqué una mano en su nuca, no para forzarla, sino para mantenerla allí, para prolongar el éxtasis de sentirla devorándome.
Ella se movió con más audacia, levantándose lo justo para quitarse el pantalón del uniforme, la tela cayó al suelo con un susurro. Luego, la blusa siguió, dejándola en un brasier negro de encaje que apenas contenía sus pechos y un cachetero blanco que abrazaba sus nalgas con una precisión cruel. Su piel pálida brillaba bajo la luz de las velas, y cada curva de su cuerpo parecía esculpida para tentarme.
—Regina… —gemí, mientras ella seguía, su cabeza subía y bajaba, el ritmo era implacable. Mis dedos se enredaron en su cabello, sintiendo el calor de su cuero cabelludo, el leve temblor de su cuerpo mientras se entregaba por completo.
De pronto, se detuvo, sus labios brillando mientras me miraba, jadeante. —Esto es solo el aperitivo, Adrián —dijo, su voz un susurro ronco que prometía más. Se puso de pie, el cachetero marcando cada línea de su figura, y se inclinó hacia mí, sus pechos rozando mi pecho. —¿Qué más tienes preparado para mí esta noche?
Mi mano encontró su cadera, deslizándose por la tela del cachetero hasta rozar la piel desnuda de sus nalgas. —Todo lo que quieras, primita —respondí, lleno de un deseo que ya no podía contener—. Todo.
Regina tiró de mi camisa con una urgencia que me hizo tambalear, levantándome de la silla como si no pesara nada. Mis manos encontraron sus nalgas, firmes y cálidas bajo el cachetero blanco, y la apreté contra mí, nuestras bocas chocaron en un beso feroz, hambriento, que sabía a vino y deseo. Sus dedos, frenéticos, desabotonaron mi camisa, arrancándola con un movimiento que la hizo aterrizar en el sillón, un revoltijo de tela olvidado. Sus palmas recorrieron mi pecho, la piel de sus manos suave pero decidida, trazaban senderos que ardían bajo su toque. Luego, sus labios siguieron, besando mi piel con una devoción que me hizo estremecer, cada roce de su boca un incendio que se extendía por mi cuerpo.
De pronto, ella saltó hacia mí, sus piernas rodearon mi cintura, sus muslos me apretaban con una fuerza que hablaba de años de deseo contenido. Mis manos se hundieron en sus nalgas, sosteniéndola mientras besaba su cuello, saboreando la sal de su piel, el pulso acelerado bajo mis labios.
—Hazme tuya, primito —susurró, su voz estaba rota por la pasión, vibrando contra mi oído—. Te deseo desde que éramos adolescentes, desde aquellas fiestas familiares donde nos escondíamos bajo las mesas para fajarnos.
Sus palabras me golpearon como un relámpago, evocando recuerdos de risas furtivas, de manos torpes explorando en la penumbra, de promesas infantiles que ahora cobraban vida. Sus labios volvieron a los míos, besándome con una desesperación que me robó el aire, su lengua danzando con la mía en un ritmo frenético.
—Quiero ser tuya de por vida, Adrián —jadeó entre besos, sus manos enredándose en mi cabello, tirando con una urgencia que me hacía perder la razón.
La llevé hacia la pared más cercana, su espalda chocaba suavemente contra la superficie, mis manos aún aferradas a sus nalgas, levantando el cachetero para sentir la piel desnuda bajo mis dedos. Besé la curva de su clavícula, bajando hasta el borde de su brasier, mis dientes rozaban la tela mientras ella gemía, su cuerpo arqueándose contra el mío.
—Siempre has sido mía, prima —murmuré contra su piel, mi voz un gruñido bajo mientras desabrochaba su brasier con un movimiento rápido, liberando sus pechos, más llenos y perfectos de lo que había imaginado. Mis labios encontraron un pezón, succionando con una mezcla de reverencia y hambre, mientras ella clavaba las uñas en mi espalda, un gemido escapando de su garganta.
—Sigue… no pares —susurró, sus piernas apretaban más fuerte, su cadera se movía contra la mía, buscando fricción, buscando más.
Mis manos exploraron su cuerpo, cada curva, cada rincón, mientras ella tiraba de mi cinturón, liberándome con una urgencia que igualaba la mía. El departamento se desvaneció, las velas titilando en la distancia, el mundo reducido a su piel contra la mía, a sus gemidos llenando el aire, a la promesa de un fuego que había ardido desde nuestra adolescencia y que ahora, por fin, consumía todo a su paso.
La llevé a su habitación, el aire estaba cargado de su perfume y el calor de nuestros cuerpos. Nos desplomamos sobre su cama, las sábanas crujieron bajo nuestro peso, un caos de deseo que no admitía pausa. Mis labios no se apartaban de los suyos, devorándola en besos profundos, mi lengua exploraba la suya mientras mis manos recorrían la suavidad de su piel. Bajé a sus pechos, lamiendo sus pezones, duros y sensibles bajo mi lengua, succionándolos con una mezcla de reverencia y urgencia que la hacía arquearse contra mí, sus gemidos llenaban la habitación como una melodía prohibida.
Me aparté un instante, solo lo suficiente para arrancarme el pantalón, la tela cayó al suelo con un susurro. Regina me observaba desde la cama, su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas, sus dedos se deslizaban por encima del cachetero blanco, acariciando su panochita con una lentitud que era pura provocación. Sus ojos, brillaban tras los anteojos, estaban fijos en mí, oscuros de deseo. Me acerqué, abriendo sus piernas con suavidad, y deslicé el cachetero por sus muslos, revelando su vagina recién depilada, suave y reluciente bajo la luz tenue de la lámpara.
—Vaya, primita, te depilaste —dije, mis dedos rozaron su piel desnuda, sintiendo el calor que emanaba de ella.
Ella sonrió, era una curva audaz en sus labios, mientras su mano seguía acariciando su clítoris en círculos lentos. —Lo hice por ti, primito —susurró, su voz temblaba de anticipación—. Sabía que esta noche me harías tuya.
Mis ojos se abrieron, un torrente de calor recorriendo mi cuerpo. —¿Te imaginas qué dirían mis tíos si supieran que voy a cogerme a mi prima? —bromeé, inclinándome para besar la piel suave de su vientre, mis labios descendiendo lentamente.
—No me importa lo que piensen —respondió, su voz un gemido entrecortado mientras su otra mano apretaba uno de sus pezones, pellizcándolo con una intensidad que me hizo apretar los dientes—. Ya méteme ese chorizote en la panocha, Adrián.
Sus palabras fueron un disparo, una orden que no podía ignorar.
Pero en lugar de ceder a su súplica, decidí avivar el fuego aún más. Quería que me deseara con una intensidad que la consumiera. Me deslicé hacia abajo, posicionando mi cabeza entre sus muslos, su piel suave y cálida rozaba mis mejillas. La miré, sus ojos oscuros brillaban tras los anteojos, y dejé que mi voz se volviera un murmullo cargado de deseo.
—Primero voy a lamer tu panocha, primita —dije, mis manos abrieron sus piernas con suavidad—. La he deseado desde que te vi desnuda en la piscina cuando teníamos catorce años.
— ¿Sabes? Esa vez me desnudé intencionalmente para ti.
Ella dejó escapar una risa entrecortada mientras revelaba aquel secreto.
No respondí. En cambio, hundí mi rostro entre sus muslos, mi lengua encontró la entrada de su panocha, ahora completamente depilada, suave y resbaladiza bajo mi toque. Comencé lentamente, saboreando cada pliegue, el sabor salado y dulce de su excitación inundaba mis sentidos. Regina arqueó la espalda, un gemido profundo escapó de su garganta mientras sus manos se enredaban en mi cabello, empujando mi cabeza más cerca, como si temiera que me detuviera. Aceleré el ritmo, mi lengua trazaba círculos rápidos alrededor de su clítoris, succionando con una presión que la hacía estremecerse.
—¡No pares, primito, no pares! —jadeó, sus piernas se apretaban alrededor de mi cabeza, sus muslos temblaban contra mis mejillas. Sus gemidos llenaban la habitación, un coro de placer que resonaba en las paredes, mezclado con el crujir de las sábanas y el latido frenético de mi propio corazón. Sus dedos se clavaron en mi cuero cabelludo, guiándome, exigiendo más, mientras su cuerpo se retorcía bajo mi boca, cada lamida llevándola más cerca del borde.
Mis manos subieron por sus caderas, apretando la carne suave de sus nalgas, levantándola ligeramente para profundizar mi asalto. Podía sentirla tensarse, su respiración volviéndose errática, sus gemidos convirtiéndose en gritos ahogados. —¡Así, justo así! —susurró, su voz quebrándose mientras sus piernas se cerraban con más fuerza, atrapándome en su calor.
La llevé al límite, mi lengua implacable, hasta que un estremecimiento violento recorrió su cuerpo. Regina gritó mi nombre, sus manos tirando de mi cabello con una desesperación que me hizo gruñir contra su piel. Su orgasmo la sacudió, sus caderas temblaron mientras yo seguía lamiendo, prolongando cada ola de placer hasta que ella se derrumbó contra la cama, jadeante, su pecho subiendo y bajando bajo la luz tenue.
Me incorporé, mis labios brillando con su esencia, y la miré. Estaba hermosa, deshecha, sus anteojos ligeramente torcidos, su cabello desordenado pegado a su frente. —Ahora, Regina —murmuré, mi voz ronca mientras me posicionaba sobre ella, mi erección rozando su entrada aún palpitante—. Ahora sí te voy a hacer mía.
Ella me miró, sus ojos estaban encendidos con un deseo renovado, y tiró de mí hacia ella. —Hazlo, primito —susurró, sus manos deslizándose por mi espalda—. Méteme ese chorizote ahora.
Abrí sus piernas más, mis manos estaban firmes en sus muslos, su piel suave y cálida cedía bajo mis dedos. Posicioné mi verga en la entrada de su panocha, rozando lentamente, abriendo sus labios con la punta, pero sin entrar. Quería que lo anhelara, que cada fibra de su ser suplicara por mí. La miré, sus ojos estaban ardientes tras los anteojos, su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas.
—¿Lo quieres dentro, primita? —pregunté, cargado de un deseo que apenas podía contener.
—¡Sí, cabrón, méteme la verga ya! —gritó, con urgencia, sus manos aferrándose a las sábanas como si necesitara anclarse a algo.
Sin pensarlo más, la penetré de un solo empujón, profundo y firme, sintiendo cómo su calor me envolvía, sus paredes me apretaron con una intensidad que me arrancó un gemido. Regina gritó, fue un sonido crudo y extasiado que llenó la habitación, seguido de jadeos y gemidos mientras mis embestidas comenzaban, cada una más decidida que la anterior. Su cuerpo se arqueaba bajo el mío, sus caderas se movían al ritmo de las mías, buscando más, exigiendo todo.
—¡Muérdeme los pezones, mi amor! —gritó, su voz temblaba de placer, sus manos tiraban de mi cabello con una fuerza que rayaba en la desesperación. Me incliné, mis labios encontraron sus pechos, mordiendo sus pezones con una intensidad que bordeaba el dolor, mis dientes rozaban la carne sensible mientras ella se retorcía, sus gemidos se convirtieron en alaridos de éxtasis.
—¡Siempre deseé tener tu verga adentro de mí! —gritó, sus caderas chocaban con las mías, cada movimiento suyo amplificaba el fuego que nos consumía. Sus uñas se clavaron en mi espalda, dejando marcas que ardían, mientras su cuerpo se movía con una urgencia que igualaba la mía.
No dije nada, no podía. Quería escucharla, saborear cada gemido, cada palabra desesperada que salía de su boca. Mis manos apretaron sus nalgas, levantándola para hundirme más profundo, el sonido húmedo de nuestros cuerpos resonaba en la habitación, mezclado con el crujir de la cama y el eco de sus gritos. Su panocha, húmeda y ardiente, me envolvía con cada embestida, y la vi perderse en el placer, su rostro contorsionado, sus anteojos deslizándose por su nariz, su cabello desordenado pegado a su frente sudorosa.
—Eres mía, primita —finalmente dije, mientras aceleraba el ritmo, mis manos se aferraron a sus caderas como si temiera que se desvaneciera. Ella solo gimió en respuesta, sus piernas me envolvieron, tirando de mí, como si quisiera fundirse conmigo para siempre.
El frenesí de nuestros cuerpos no daba tregua, pero quería más, quería sentirla tomar el control. Entre jadeos, mis manos aún aferradas a sus caderas, murmuré contra su piel sudorosa:
—Regina, móntame ahora.
Ella me miró, sus ojos estaban encendidos con un brillo salvaje, y sin decir nada, se apartó solo lo suficiente para que me recostara en la cama. Las sábanas, ya revueltas, se arrugaron bajo mi espalda mientras ella se posicionaba sobre mí, sus rodillas flexionadas, su cuerpo en cuclillas, una diosa en la penumbra. Con una mano guio mi verga hacia su panocha, húmeda y palpitante, y se dejó caer con un movimiento lento pero firme, introduciéndome de nuevo en el interior de su mojada vagina. Luego, comenzó a moverse, dándose sentones agresivos que hacían temblar la cama, el sonido de su piel chocaba con la mía resonando como un tambor en la habitación.
Los líquidos de su excitación escurrían desde su interior, empapando mis testículos, era un calor húmedo que me volvía loco. Regina gritaba mi nombre, llena de placer: —¡Adrián, soy tu puta, tómame! —Sus palabras eran un incendio, cada sílaba avivando el deseo que nos consumía. Sus pechos rebotaban con cada sentón, hipnóticos, su piel pálida brillaba bajo la luz tenue, sus pezones endurecidos rogaban por mi toque. Mis manos alternaban entre sus nalgas, apretándolas con fuerza, sintiendo la carne ceder bajo mis dedos, y sus pechos, acariciándolos, pellizcando sus pezones mientras ella gemía más alto, su cabeza echada hacia atrás, el cabello desordenado cayendo como una cascada sobre sus hombros.
—Eres mía, primita —gruñí, mis manos guiaban sus caderas, ayudándola a mantener el ritmo frenético. Cada movimiento suyo era una explosión, su panocha me apretaba con una intensidad que me llevaba al borde. Ella se inclinó hacia mí, sus manos se apoyaron en mi pecho, sus uñas se clavaban en mi piel, dejando marcas que ardían deliciosamente.
—¡Siempre quise esto, Adrián! —jadeó, su voz temblaba mientras aceleraba, sus caderas se movían con una furia que parecía querer devorarme—. ¡Tu verga es todo lo que soñé, primito!
No respondí, no podía. Mi mundo se reducía a ella, a su cuerpo cabalgándome, a sus gritos llenando el aire, al calor húmedo que nos unía. Una de mis manos se deslizó entre sus piernas, mis dedos encontrando su clítoris, frotándolo en círculos rápidos mientras ella se estremecía, sus gemidos convirtiéndose en alaridos.
—¡No pares, primito, no pares! —suplicó, su cuerpo temblaba, al borde del colapso. La cama crujía bajo nosotros, el cabezal golpeaba la pared, un ritmo que acompañaba nuestra danza salvaje. La sentía tan cerca, su placer alimentando el mío, y supe que este momento, este frenesí, era solo el comienzo de lo que sería nuestro.
El mundo se redujo a ese instante, a su cuerpo temblando bajo el mío, a sus gritos llenando el aire, a la certeza de que este deseo, nacido en las sombras de nuestra adolescencia, ahora nos consumía sin remedio.
El ritmo frenético de Regina cabalgándome me llevaba al límite, pero un impulso primal me hizo querer recuperar el control. Con un gruñido, la tomé de la cintura con ambas manos, mis dedos se hundieron en su piel suave y sudorosa, y la levanté de la cama. La pegué contra la pared de su habitación, el yeso frío contrastaba con el calor abrasador de nuestros cuerpos. Me puse de pie sobre el colchón, el crujir de las sábanas bajo mis pies apenas audible entre nuestros jadeos. Regina envolvió mi cintura con sus piernas, sus muslos me apretaron con una fuerza desesperada, su panocha aún palpitante recibía cada embestida de mi verga con un gemido que resonaba en la habitación.
La besé con fiereza, nuestros labios chocaban, mi lengua exploraba la suya en un baile hambriento. Nuestros cuerpos, empapados en sudor, se deslizaban uno contra el otro, la fricción de su piel contra la mía enviaba chispas por mi columna. Sus pechos se aplastaban contra mi torso, sus pezones rozaban mi piel con cada movimiento. —Regina, me voy a venir —gemí contra su boca, mi voz rota por el esfuerzo—. Quiero que tragues mi semen.
Ella me abrazó más fuerte con sus piernas como si temiera que me escaparía, su respiración era entrecortada contra mi cuello. —¡No, primito! —gritó, llena de éxtasis—. ¡Me voy a venir también, termina dentro de mí!
Sus palabras fueron un disparo, y no pude resistir más. Con un rugido, me hundí en ella, cada embestida más profunda, más urgente, hasta que exploté, chorros calientes de semen llenándola mientras su vagina se contraía a mi alrededor. Al mismo tiempo, sentí su propio clímax, un chorro de calor líquido que empapó nuestros cuerpos, sus gemidos eran un alarido que llenó la habitación. La pared tembló bajo nuestro peso, el aire cargado con el aroma salado de nuestro deseo.
Nos quedamos allí, jadeando, nuestros cuerpos temblaban en la penumbra. Mis labios encontraron los suyos en un beso lento, casi reverente, mientras nuestras respiraciones se mezclaban. Bajé la mirada y vi cómo nuestros jugos, mezclados, goteaban lentamente sobre su almohada, dejando un rastro brillante en la tela. Regina rio suavemente, su rostro estaba sonrojado, sus anteojos torcidos, el cabello pegado a su frente sudorosa.
—Mira el desastre que hicimos —susurró, cargada de una satisfacción que reflejaba la mía. Sus dedos trazaron un camino por mi pecho, deteniéndose en mi corazón, que aún latía desbocado.
—No me importa —respondí, mi mano acariciaba su mejilla, mis ojos estaban fijos en los suyos—. Quiero hacer este desastre contigo todas las noches.
Ella sonrió, una curva peligrosa en sus labios, y se inclinó para besarme de nuevo, sus piernas aun me abrazaban, como si no quisiera dejarme ir. La habitación seguía vibrando con el eco de nuestro clímax.
Tras unos minutos suspendidos en nuestro clímax, Regina bajó las piernas lentamente, su cuerpo aun temblaba contra el mío. Se dejó caer en la cama, las sábanas arrugadas abrazaban su figura, y con una mezcla de descaro y ternura, se inclinó hacia la almohada. Sus labios rozaron la mancha húmeda que nuestros jugos habían dejado, y lamió con una delicadeza que era a la vez excitante y sorprendentemente íntima. La imagen me golpeó, un destello de adoración y deseo que me hizo sonreír. Me acosté a su lado, el colchón se hundió bajo nuestro peso, y ella levantó su pierna izquierda, apoyándola sobre mi cadera, su piel cálida y suave contra la mía.
Mis dedos encontraron sus nalgas, acariciándolas con una lentitud casi reverente, mientras me inclinaba para besarla de nuevo. Sus labios, aún brillantes, sabían a nosotros, a la mezcla de nuestro deseo. El beso fue lento, profundo, un contraste con la furia de momentos antes. Mi prima se apartó ligeramente, sus ojos brillaban tras los anteojos torcidos, una sonrisa satisfecha curvaba su boca.
—Sabía que lograría esto si me escuchabas masturbarme el día que llegaste —confesó, con un susurro ronco, cargado de orgullo.
Me reí suavemente, mi mano se detuvo en la curva de su cadera. —¿Cómo sabías que funcionaría, primita? —respondí, mi tono estaba lleno de una confianza que no podía ocultar, orgulloso de haber cruzado este umbral con ella.
Ella se incorporó un poco, apoyándose en un codo, su pierna aún entrelazada con la mía. —Porque encontré mi tanga, la que usaste para masturbarte —dijo, sus ojos eran desafiantes, un destello de victoria en su mirada—. Tu semen estaba pegado en ella, primito. Y supe que ya eras mío.
Sus palabras me golpearon, una mezcla de sorpresa y excitación recorrieron mi cuerpo. La imagen de ella descubriendo mi indiscreción, de su certeza al saber que me tenía, era tan poderosa como el acto que acabábamos de compartir. Me incliné hacia ella, mi frente rozó la suya, mi mano apretó su nalga con un toque posesivo.
—Soy tuyo desde los catorce, primita —murmuré, una verdad que había llevado en silencio durante años—. Y tú eras mía también.
Regina sonrió, esa curva peligrosa que siempre me desarmaba, y se acercó para besarme de nuevo, sus labios eran suaves pero firmes, como si sellara un pacto tácito. Su pierna se apretó más contra mí, su cuerpo se deslizaba más cerca, y el calor de su piel reavivó el fuego que apenas comenzaba a calmarse.
—Siempre lo supe —susurró contra mi boca.
La habitación, bañada en la luz tenue de la lámpara, parecía contenernos en un mundo propio, donde el pasado y el presente se fundían en esta certeza: ella y yo, entrelazados, éramos inevitables. Mis manos siguieron explorando su cuerpo, memorizando cada curva, mientras el eco de sus palabras resonaba en mí, prometiendo noches interminables de deseo y entrega.
El beso que compartimos después de nuestras confesiones fue como sellar un pacto, nuestros labios se movieron con una ternura que contrastaba con la intensidad de momentos antes.
—Adrián, quédate conmigo para siempre —susurró, con voz suave pero firme, mientras sus dedos trazaban círculos lentos en mi pecho—. Quiero que compartamos esta habitación, que vivamos esto juntos.
No lo dudé. —Por supuesto, primita —respondí, con una convicción que sentía en cada rincón de mi ser—. No hay otro lugar donde quiera estar.
Ella sonrió, una curva cálida y sincera, y se giró, dándome la espalda, su cuerpo acomodándose contra el mío en la cama. La suavidad de sus nalgas se presionó contra mí, su cabello rozó mi rostro, impregnado de ese aroma floral que ya era parte de mi mundo. —Méteme ese chorizo por mi ano —murmuró, con deseo—. Quiero sentirte más cerca.
Mis manos encontraron sus nalgas, las abrieron con suavidad. La acerqué más, mi cuerpo encajando contra el suyo, y comencé a meterme dentro de ella, un ritmo lento pero profundo que nos llevó de nuevo al borde del éxtasis. Mis dedos subieron hasta sus pechos, acariciándolos con delicadeza, sintiendo su respiración acelerarse mientras se arqueaba contra mí.
—Así, Adrián —jadeó, sus manos se aferraron a las sábanas, su cuerpo respondía a cada movimiento mío con una urgencia que igualaba la mía. La habitación se llenó de nuevo con el sonido del choque de nuestros cuerpos, el crujir de la cama, sus suspiros mezclándose con mis gruñidos bajos.
El clímax llegó como una ola, intenso y abrumador, nuestros cuerpos temblaban juntos mientras nos entregábamos por completo. Me derramé en aquel estrecho orificio, mi respiración estaba entrecortada contra su nuca, mientras mi prima temblaba, su propio placer estalló en un susurro de mi nombre. Nos quedamos allí, entrelazados, jadeando, nuestros cuerpos sudorosos pegados el uno al otro, sin necesidad de palabras.
En esa posición, con su espalda contra mi pecho, mis brazos rodeándola, nos dejamos vencer por el sueño. El mundo exterior, las normas, las expectativas, todo se desvaneció. Mi primita y yo nos habíamos comprometido, no solo en cuerpo, sino en algo mucho más profundo, un lazo que había nacido años atrás y que ahora, en la penumbra de su habitación, se sellaba para siempre.
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Adrian, deverias subir la continuación de ese magnifico relato y saber que es de tu vida en lo personal, en lo laboral y sobre todo lo sentimental… Saludos..