Elizabeth, a sus 44 años, es un torbellino de sensualidad contenida. Su piel blanca, suave como la porcelana, parecía captar cada rayo de luz, dándole un brillo etéreo que invitaba a tocarla. Su cabello rubio, largo y ligeramente ondulado, caía como una cascada dorada sobre sus hombros, rozando la curva de su espalda con cada movimiento. Sus ojos, de un miel profundo y magnético, destilaban una mezcla de dulzura y desafío, con finas arrugas que solo añadían carácter a su mirada, como si cada línea contara una historia de deseo silenciado. Es, sin duda, una mujer que robaba el aliento, su atractivo maduro y natural resultaba casi hipnótico.
Sus jeans ajustados se adherían a sus piernas como una segunda piel, marcando cada contorno de sus muslos firmes y sus caderas redondeadas, un canto a la feminidad que hacía girar cabezas a su paso. Sobre su torso, un suéter holgado de cachemira beige caía con una elegancia despreocupada, pero no podía disimular del todo la silueta de sus senos prominentes, que se alzaban con una firmeza insolente bajo la tela, insinuando su plenitud con cada respiración. Su cuerpo esbelto parecía diseñado para el placer, cada curva es una promesa de éxtasis.
Recién divorciada, había encontrado un refugio de libertad en la pequeña casa que, tras años de esfuerzo, finalmente era suya. La vivienda, modesta pero acogedora, estaba impregnada de su esencia: paredes adornadas con detalles cálidos, muebles que contaban historias de su vida, y un aire de independencia que se respiraba en cada rincón. Vivía allí con su hija Atziry, quien, con apenas 18 años recién cumplidos, era un reflejo vibrante de la belleza de su madre. Atziry tenía la misma melena rubia, larga y sedosa, que caía en cascada sobre sus hombros, y unos ojos cafés claro que parecían destellar con una mezcla de inocencia y picardía.
Su cuerpo, heredado de Elizabeth, era una sinfonía de curvas juveniles, con una piel tersa que invitaba a ser admirada. Solía usar vestidos frescos, ligeros como el aire, que se adherían a su figura con una audacia que rozaba lo indecente, dejando entrever la silueta de sus caderas y el contorno de sus senos firmes con cada paso.
Una noche, la casa estaba bañada por la luz plateada de la luna que se colaba por las ventanas. Elizabeth, agotada tras un largo día, había decidido relajarse con una copa de vino tinto en el sofá. Llevaba una bata de seda negra, apenas cerrada, que dejaba entrever la piel blanca de su escote y el borde de un conjunto de lencería que abrazaba su cuerpo esbelto. Atziry, por su parte, acababa de regresar de una salida con amigos. Su vestido blanco, casi translúcido bajo la luz, se ceñía a su cintura y dejaba al descubierto sus piernas bronceadas, moviéndose con una gracia que parecía desafiar la gravedad.
—Mamá, ¿cómo haces para verte así de increíble? —dijo Atziry, dejándose caer en el sofá junto a Elizabeth, llena de admiración y un toque de coquetería. Se inclinó hacia ella, apoyando una mano en el muslo de su madre, el roce de sus dedos envió un escalofrío inesperado por la piel de Elizabeth.
Elizabeth sonrió, sus ojos miel brillaron con un destello juguetón mientras tomaba un sorbo de vino. —Años de práctica, cariño —respondió, su voz era aterciopelada, mientras dejaba la copa en la mesa y se giraba hacia Atziry. La luz de la luna resaltaba las curvas de su hija, el vestido marcaba cada línea de su cuerpo joven y tentador. Por un momento, el aire se cargó de una tensión inesperada, una corriente eléctrica que ninguna de las dos reconoció en voz alta.
—¿Sabes? —continuó Atziry, inclinándose más cerca, su aliento cálido rozó el hombro de su madre—. A veces me miran como si quisieran comerme… y no sé si me asusta o me gusta.
Elizabeth sintió un calor subir por su pecho, un cosquilleo que no esperaba. La cercanía de Atziry, el roce de su vestido contra su propia piel despertaba algo profundo, algo que había mantenido enterrado bajo capas de responsabilidad y rutina. —Es porque eres un imán, Atziry —susurró, su mano moviéndose instintivamente para apartar un mechón rubio del rostro de su hija, sus dedos deteniéndose un segundo de más en la suavidad de su mejilla—. Pero cuidado con lo que despiertas… no todos saben manejar tanto fuego.
Después de aquella tensión entre madre e hija, Atziry se levantó, y se despidió con un beso en la mejilla, dispuesta a irse a dormir.
La mujer es un imán para las miradas masculinas, un faro de deseo que atraía a hombres de todas las edades. Los mayores la observaban con anhelo nostálgico, los de su edad con una admiración teñida de envidia, y los más jóvenes con una lujuria descarada que no se molestaban en disimular. Pero ella conocía bien esas miradas: no veían su alma, solo codiciaban su carne, listos para tomarla y luego abandonarla como un trofeo efímero. Esa certeza la había encerrado en una fortaleza de inseguridad, negándose a salir con cualquiera que intentara conquistarla.
En la quietud de su casa, cuando la noche se volvía densa y su hija Atziry dormía profundamente en la habitación contigua, Elizabeth encontraba refugio en la intimidad de su alcoba. La luz tenue de una lámpara acariciaba su piel mientras se deslizaba bajo las sábanas, la seda de su camisón negro rozaba sus muslos con una suavidad que encendía su piel. En la mesita de noche, su vibrador aguardaba, un compañero fiel que conocía cada rincón de su deseo. Elizabeth amaba el sexo, lo anhelaba con una intensidad que la consumía. Cada orgasmo que arrancaba de su cuerpo era una explosión que empapaba su colchón, un río de placer que la dejaba temblando, con la respiración entrecortada y el corazón latiendo desbocado.
Encendió el vibrador, el zumbido suave llenó el silencio de la habitación. Sus manos, expertas y seguras, guiaron el juguete por la curva de su abdomen, descendiendo lentamente hasta el calor húmedo entre sus piernas. Cerró los ojos, su mente evocó recuerdos prohibidos: penes gruesos y palpitantes que la habían llenado en el pasado, la sensación de chorros calientes de semen derramándose en su interior, marcándola con un placer visceral que aún la perseguía. —Dios… sí… —susurró para sí misma, su voz era un gemido roto mientras el vibrador encontraba su clítoris, enviando oleadas de éxtasis que arqueaban su espalda. Sus caderas se movían al ritmo de su deseo, buscando más, siempre más.
—Quiero… quiero sentirlo otra vez —murmuró, perdida en su fantasía, imaginando un amante sin rostro que la tomaba con fuerza, sus manos apretando sus senos, su boca devorando su cuello. El vibrador se deslizaba con precisión, explorando cada pliegue, cada rincón sensible, mientras su cuerpo se tensaba, al borde del abismo. Elizabeth amaba esa sensación, la rendición absoluta al placer, el momento en que su cuerpo se deshacía en espasmos, empapando las sábanas con su orgasmo.
Pero incluso en la cima de su éxtasis, una sombra de anhelo persistía. No quería entregarse a cualquiera, no quería ser solo un cuerpo para saciar deseos ajenos. Quería a alguien que viera más allá de su piel, que la reclamara con la misma intensidad con la que ella se entregaba a sus noches solitarias.
Cuando el último estremecimiento la abandonó, Elizabeth dejó caer el vibrador a un lado, su pecho subía y bajaba con respiraciones profundas. Se giró hacia la ventana, la luna iluminó su rostro, y susurró al vacío: —Algún día… alguien lo entenderá. —Su cuerpo, aún palpitante, guardaba la promesa de un placer que no se conformaría con menos.
Días después, Elizabeth colgó el teléfono con un suspiro pesado, el eco de la voz de su hermana América aún resonaba en su mente. La petición había sido inesperada: su sobrino Diego, de 25 años, necesitaba un lugar donde quedarse mientras comenzaba su nuevo trabajo en un despacho de abogados en la Ciudad de México. La renta en la capital era un lujo que aún no podía permitirse, y América había insistido en que sería algo temporal.
Elizabeth, con un nudo en el estómago, aceptó a regañadientes, aclarando que Diego tendría que dormir en el piso de su estudio de arquitectura, un espacio pequeño lleno de planos y maquetas, ya que la sala era demasiado reducida y las dos únicas habitaciones de la casa estaban ocupadas por ella y su hija Atziry. —No habrá problema, él se adaptará —respondió América con tono firme antes de cortar la llamada.
Elizabeth se quedó mirando el teléfono, inquieta. No veía a Diego desde hacía casi ocho años, cuando era un adolescente tímido. La idea de incorporar a un hombre joven en la dinámica de su hogar, donde ella y Atziry apenas compartían ratos breves de charlas esporádicas, la llenaba de incertidumbre. ¿Cómo se adaptarían los tres? ¿Cómo lo tomaría Atziry?
Esa tarde, Elizabeth decidió hablar con su hija. Sentada en la cocina, con un café humeante entre las manos, su figura seguía siendo un imán de sensualidad. Sus jeans ajustados abrazaban sus caderas, resaltando la curva de sus muslos, mientras un suéter holgado dejaba entrever, con cada movimiento, el contorno de sus senos prominentes bajo un sostén de encaje negro. —Atziry, necesito contarte algo —comenzó, con voz suave pero cargada de cautela—. Tu primo Diego vendrá a vivir con nosotras por un tiempo. No puede pagar renta, así que dormirá en el estudio. ¿Qué te parece?
Atziry, que estaba apoyada en el mostrador con un vestido blanco ligero que se adhería a su cuerpo como una segunda piel, dejando poco a la imaginación, soltó una risita emocionada. Sus ojos brillaron con entusiasmo, y su melena rubia cayó en cascada sobre sus hombros mientras se acercaba a su madre. —¡Mamá, eso es genial! — exclamó, su voz vibraba de alegría—. Diego y yo hablamos por WhatsApp todo el tiempo, es súper buena onda. Además, la casa se va a sentir más segura con un hombre aquí, ¿no crees? —Se inclinó hacia Elizabeth, su vestido subió ligeramente por sus muslos bronceados, revelando la curva tentadora de su piel.
Elizabeth sintió un alivio inesperado, mezclado con un cosquilleo que no pudo identificar del todo. La reacción de Atziry era un contraste con su propia inquietud, y la idea de que su hija estuviera tan cómoda con la llegada de Diego despertó en ella una curiosidad que rayaba en lo prohibido. —Me alegra que lo tomes tan bien, cariño —respondió, con tono más cálido, mientras sus ojos recorrían la figura de Atziry, deteniéndose en la forma en que el vestido marcaba sus caderas y dejaba entrever el contorno de sus senos firmes—. Entonces, ¿me ayudas a preparar el estudio para que esté más cómodo?
Atziry asintió con una sonrisa traviesa, acercándose aún más hasta que el aroma de su perfume cítrico llenó el espacio entre ellas. —Claro, mamá. Vamos a hacer que ese estudio sea… irresistible —dijo, su voz bajó a un susurro juguetón mientras rozaba el brazo de Elizabeth con la punta de sus dedos. Juntas, se dirigieron al estudio, sus cuerpos se movían en una sincronía casi inconsciente. Elizabeth, inclinada sobre una pila de planos, sentía el roce de la tela de su suéter contra su piel, cada movimiento hacía que sus senos se insinuaran bajo la ropa. Atziry, a su lado, colocaba una sábana sobre el colchón improvisado, su vestido subía peligrosamente por sus muslos mientras se agachaba, dejando al descubierto la suavidad de su piel.
—¿Crees que a Diego le gustará? —preguntó Atziry, girándose hacia su madre con una mirada que destilaba picardía. Sus manos se deslizaron por la sábana, alisándola con una lentitud deliberada, como si estuviera invitando a algo más que una simple conversación.
Elizabeth sintió un calor subir por su pecho, su cuerpo reaccionaba a la cercanía de su hija y a la idea de Diego invadiendo su espacio. —Si es como tú dices, no creo que se queje.
El día que su sobrino se mudaría con ellas llegó. Diego cruzó el umbral, su maleta golpeó suavemente contra el marco de la puerta. Elizabeth y Atziry lo recibieron con sonrisas radiantes, el aire estaba cargado de una bienvenida cálida pero teñida de algo más, algo que vibraba en el espacio entre los tres. Atziry, era un torbellino de energía juvenil, sus micro shorts de mezclilla apenas cubrían la curva de sus muslos, abrazando sus caderas con una audacia que rayaba en lo provocador.
Su blusa de tirantes escotada, de un blanco casi translúcido, dejaba poco a la imaginación: sin sostén, sus pezones erectos se marcaban bajo la tela fina, un detalle que atrajo la mirada de Diego como un imán. Sus ojos destellaban con una mezcla de inocencia y picardía mientras le daba un abrazo rápido, su cuerpo rozó el de él con una naturalidad que parecía estudiada.
Elizabeth, por su parte, había elegido un vestido floreado que se adhería a su figura esbelta como una caricia posesiva. El tejido, demasiado entallado, delineaba cada curva de su cuerpo, desde la suavidad de su cintura hasta el contorno prominente de sus senos, que parecían desafiar la tela con cada respiración. Su piel blanca brillaba bajo la luz, y su cabello rubio caía en ondas sueltas, enmarcando unos ojos miel que observaban a Diego con una mezcla de curiosidad y cautela. La mirada de su sobrino, aunque discreta, recorrió el vestido, deteniéndose un instante en la forma en que abrazaba sus caderas, pero no dijo nada, solo esbozó una sonrisa tímida que escondía un destello de algo más.
—Diego, ¡qué bueno que estás aquí! —dijo Atziry, mientras lo guiaba hacia el estudio de arquitectura, sus caderas se balanceaban con cada paso, sus shorts subían ligeramente y revelaban la piel suave de sus nalgas. Elizabeth los siguió, consciente de cómo el vestido se movía contra su cuerpo, la tela rozando sus muslos y enviando un cosquilleo por su piel. El estudio, un espacio pequeño lleno de planos y maquetas, olía a papel y madera, con un colchón improvisado en el suelo cubierto por una sábana limpia.
—Aquí es donde te quedarás —dijo Elizabeth.
Se inclinó ligeramente para ajustar una almohada, el vestido subió por sus muslos y dejó al descubierto un destello de piel que captó la atención de Diego. Él, aún con un dejo de timidez, asintió, sus ojos oscuros recorrieron el espacio antes de posarse de nuevo en las dos mujeres. —Gracias, tía. Está perfecto —murmuró, con voz profunda enviando un escalofrío inesperado por la columna de Elizabeth.
Atziry se acercó a él, rozó su brazo con los dedos mientras señalaba una estantería. —¿Ves? Aquí puedes poner tus cosas. No es un palacio, pero mamá y yo te haremos sentir en casa —dijo, con tono juguetón, mientras se inclinaba hacia adelante, la blusa dejó entrever aún más el contorno de sus pezones. Diego tragó saliva, su mirada se desvió rápidamente, pero no lo suficiente como para que Elizabeth no lo notara. Ella sintió un calor subir por su pecho, una mezcla de celos y deseo que la tomó por sorpresa. La presencia de Diego, joven y viril era como una chispa en un polvorín, y la reacción de Atziry solo avivaba la llama.
—Bueno, te dejamos para que te instales —dijo Elizabeth, rompiendo el momento con una sonrisa tensa, aunque sus ojos miel seguían fijos en Diego, captando la forma en que sus manos fuertes levantaban la maleta. Él asintió, cerrando la puerta del estudio tras ellas con un clic suave que resonó en la casa silenciosa.
Las semanas se deslizaban en la pequeña casa, y la convivencia entre ella, Atziry y Diego había encontrado un ritmo, aunque no exento de tensiones que palpitaban bajo la superficie. Su atención estaba dividida: la audacia de su hija la tenía en vilo. Atziry había convertido la casa en un escenario de provocación, sus vestidos ligeros y micro shorts dejaban poco a la imaginación, cada movimiento suyo era una invitación deliberada dirigida a Diego.
Una mañana, Elizabeth sorprendió a Atziry saliendo de su habitación en un baby doll de encaje rosa, la tela era tan fina que dejaba traslucir la silueta de sus pezones erectos y el contorno de sus caderas. Se dirigía a la cocina, donde Diego preparaba café, y su risa cantarina llenó el aire mientras se inclinaba sobre la encimera, dejando que el dobladillo del baby doll subiera peligrosamente por sus muslos. —Diego, ¿me pasas el azúcar? —preguntó con un tono meloso, sus ojos brillaron con picardía mientras se acercaba a él, rozando su brazo con la punta de los dedos. Diego, con una camiseta ajustada que marcaba sus músculos y unos jeans que delineaban su figura, desvió la mirada, pero el rubor en su cuello lo traicionó.
Elizabeth, desde el umbral del estudio, sintió una punzada en el pecho, una mezcla de celos y preocupación que le apretaba el estómago. Observó cómo Atziry se movía con una confianza descarada, su cuerpo joven vibraba con una sensualidad que parecía desafiar a Diego a reaccionar. —Cuidado, Atziry, no queremos que Diego se queme con el café —dijo Elizabeth, su voz estaba cargada de un filo juguetón pero firme, mientras entraba a la cocina. Llevaba un vestido ceñido que abrazaba su figura esbelta, la tela marcaba cada curva de sus senos y caderas, y notó cómo los ojos de Diego se deslizaban hacia ella, atrapados por un instante en el escote que dejaba entrever la piel blanca de su pecho.
Diego sonrió, nervioso, levantando las manos en un gesto de rendición. —Tranquilas, solo estoy tratando de sobrevivir aquí —bromeó. Pero sus ojos, oscuros e intensos, se detuvieron en ella un segundo de más, y Elizabeth sintió un calor traicionero subir por su cuerpo. Atziry, ajena o quizás deliberadamente indiferente, se acercó aún más a Diego, apoyando una mano en su hombro mientras susurraba: —¿Sobrevivir? Vamos, primo, que no mordemos… todavía. —Su risa era un desafío, y el baby doll se deslizó un poco más, dejando al descubierto la curva de sus nalgas.
Elizabeth apretó los labios, su cuerpo se tensó ante el descaro de su hija. En su interior, una lucha ardía: los celos por la atención que Atziry reclamaba de Diego se mezclaban con un deseo reprimido que la avergonzaba. Diego, por su parte, mantenía una compostura admirable, desviando la conversación hacia temas triviales, pero Elizabeth notaba el esfuerzo en su mandíbula tensa, en la forma en que sus manos se cerraban en puños para no ceder a la tentación. —Atziry, ve a ponerte algo más… decente —dijo Elizabeth, con tono más autoritario de lo que pretendía, aunque sus ojos no pudieron evitar recorrer la figura de Diego, imaginando por un instante cómo se sentirían esas manos fuertes contra su piel.
Atziry se encogió de hombros, lanzándole una mirada traviesa a Diego antes de salir contoneándose, el baby doll ondeando como una bandera de provocación. Cuando se quedaron a solas, Elizabeth se acercó a la encimera, su vestido rozaba sus muslos mientras se inclinaba para tomar una taza. —Espero que tu prima no te esté incomodando, Diego —susurró, su voz era baja y cargada de una intensidad que no pudo contener. Diego tragó saliva, su mirada se deslizó por el contorno de su figura antes de responder: —No es fácil, tía, pero… lo intento.
Un viernes por la tarde, la casa estaba envuelta en un silencio inusual, roto solo por el sonido de las hojas de papel que Diego revisaba en el estudio, inmerso en los documentos de un caso que lo tenía absorto. Atziry se había marchado temprano para un viaje de fin de semana con sus amigos, dejando la casa en una calma que parecía amplificar cada ruido.
Elizabeth irrumpió por la puerta principal, su respiración era agitada y tenía el ceño fruncido, cargando un bolso pesado que parecía reflejar el peso de su día. Su vestido negro, ceñido como una segunda piel, abrazaba cada curva de su cuerpo esbelto, resaltando la prominencia de sus senos y la firmeza de sus caderas. Su cabello rubio, ligeramente desordenado, caía sobre sus hombros, y sus ojos miel destellaban con una mezcla de furia y cansancio.
Diego levantó la vista desde el escritorio, notando de inmediato el torbellino de emociones que envolvía a su tía. Se puso de pie y se acercó a ella con pasos lentos, su presencia llenó el espacio. —Tía, déjame ayudarte con eso —dijo, con voz profunda y cálida, extendiendo las manos hacia el bolso. Elizabeth, con un gesto brusco, lo apartó casi empujándolo. —Puedo sola, Diego —espetó, su tono fue cortante mientras el vestido se tensaba contra su piel, dejando entrever el encaje negro de su ropa interior con el movimiento.
Continuará…
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