Pero apenas dio un paso, su expresión se suavizó, y un suspiro escapó de sus labios. —Lo siento, Diego, no quise… —murmuró, sus ojos encontraron los de él, una chispa de vulnerabilidad brillaba en ellos. Diego sonrió, un gesto que destilaba comprensión y algo más, algo que hizo que el corazón de Elizabeth latiera más rápido. —No te preocupes, estás estresada. Ven, vamos a tu habitación —dijo, su mano rozó ligeramente el brazo de ella, un contacto que envió un escalofrío por su piel.
Elizabeth lo siguió, su cuerpo aún tenso, pero cediendo a la calidez de su oferta. Entraron a su habitación, donde la luz tenue de una lámpara arrojaba sombras suaves sobre las sábanas deshechas. Diego señaló la cama con un gesto firme. —Acuéstate, tía. Quédate ahí, voy a traerte un té —ordenó, su voz estaba cargada de una autoridad que hizo que Elizabeth sintiera un calor inesperado en su bajo vientre. Confundida, pero intrigada por la intensidad de su sobrino, obedeció, dejando que su cuerpo se hundiera en el colchón. El vestido se subió ligeramente por sus muslos, revelando la piel blanca y suave, y ella no hizo nada por ajustarlo, sus ojos permanecieron fijos en la figura de Diego mientras salía de la habitación.
Cuando volvió con una taza humeante, Diego se acercó al borde de la cama, sentándose tan cerca que Elizabeth pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo. —Toma, esto te relajará —dijo, entregándole el té, sus dedos rozaron los de ella con una lentitud que parecía deliberada. Elizabeth tomó un sorbo, el líquido cálido se deslizó por su garganta, pero su atención estaba en Diego, en la forma en que sus ojos oscuros recorrían su figura, deteniéndose en el escote del vestido, donde la tela apenas contenía la curva de sus senos.
—Gracias, Diego —susurró, su voz era más suave, casi un ronroneo, mientras dejaba la taza en la mesita de noche y se recostaba de nuevo, su cuerpo relajándose, pero vibrando con una tensión nueva. Él se inclinó hacia ella, su rostro a centímetros del suyo, el aire entre ellos cargado de electricidad. —¿Quieres que te ayude a relajarte un poco más con un masaje? —preguntó.
Elizabeth, recostada en su cama, sintió el peso del día disolverse bajo la mirada intensa de Diego. Sus palabras aún resonaban en el aire, cargadas de una promesa que hacía que su piel vibrara, y ella, con el corazón latiendo desbocado, asintió con un susurro apenas audible. —Sí, Diego… me ayudaría mucho —dijo, con un murmullo aterciopelado que traicionaba el deseo que crecía en su interior.
Sin dudarlo, Elizabeth se levantó de la cama con una gracia felina, sus dedos temblaron ligeramente mientras desabrochaban el vestido negro que abrazaba su figura. La tela se deslizó por su cuerpo esbelto, cayendo al suelo con un susurro, dejando al descubierto una tanga de encaje negro que se hundía provocativamente entre sus nalgas, resaltando la curva perfecta de su trasero. Su sostén, también de encaje, apenas contenía la plenitud de sus senos, que se alzaban con cada respiración, su piel blanca brillaba bajo la luz tenue de la lámpara. No le importó que Diego la viera así, expuesta y vulnerable; al contrario, la idea de sus ojos recorriéndola encendía un fuego en su bajo vientre.
Diego, sentado al borde de la cama, contuvo el aliento, sus ojos oscuros devoraban cada centímetro del cuerpo de su tía. La curva de su espalda, suave y elegante, lo hipnotizaba, una extensión de piel que anhelaba tocar, acariciar, reclamar. Sus manos se apretaron contra el colchón, luchando contra el impulso de extenderse hacia ella, de recorrer con los dedos esa carne que parecía llamarlo. En lugar de ceder, se levantó con un movimiento controlado, y la ayudó a acostarse boca abajo sobre las sábanas. —Relájate, tía —dijo, su tono de voz era bajo y cargado de una tensión que no podía ocultar, mientras tomaba una sábana y la colocaba con cuidado sobre sus nalgas y piernas, dejando al descubierto solo la extensión de su espalda.
Elizabeth, con el rostro hundido en la almohada, sintió un pinchazo de decepción. Había malinterpretado el gesto de Diego, asumiendo que cubrirla era una señal de rechazo, que su cuerpo semidesnudo lo había incomodado. Resignada, decidió entregarse al masaje que él le ofrecía, aunque su piel aún ardía por el roce de su mirada. —Está bien… hazlo —susurró, su voz estaba teñida de una mezcla de rendición y anhelo, mientras su cuerpo se relajaba contra el colchón, la tanga de encaje rozaba su piel con cada movimiento.
Diego vertió un poco de crema en sus manos, el aroma a lavanda llenó la habitación mientras se inclinaba sobre ella. Sus dedos, cálidos y fuertes, encontraron la piel de su espalda, deslizándose con una presión lenta y deliberada que arrancó un suspiro de los labios de Elizabeth. Cada roce era una caricia contenida, un baile de deseo reprimido que hacía que su cuerpo se arqueara ligeramente, buscando más contacto. —Dios, Diego… tienes buenas manos —gimió suavemente, su voz estaba cargada de una sensualidad que no pudo reprimir, mientras sentía cómo los dedos de él exploraban la curva de sus hombros, descendiendo por su columna con una precisión que la hacía temblar.
Diego, luchando contra el calor que subía por su propio cuerpo, mantuvo el control, sus manos se movían con una mezcla de ternura y firmeza. Pero cada vez que sus dedos rozaban los costados de Elizabeth, cerca de la curva de sus senos o el borde de la sábana que cubría sus nalgas, sentía una corriente eléctrica que amenazaba con romper su compostura. —Solo quiero que te sientas bien, tía —murmuró, con voz ronca, mientras sus manos se detenían un instante en la base de su espalda, justo donde la tanga desaparecía entre sus nalgas, un territorio que lo tentaba más allá de lo permitido.
Elizabeth cerró los ojos, su cuerpo vibraba bajo el toque de su sobrino, cada caricia avivaba un deseo que había reprimido durante demasiado tiempo. La sábana que cubría sus nalgas parecía una barrera frágil, una línea que ambos sabían que podían cruzar con un solo movimiento. Pero por ahora, se dejaba consentir, su piel ardía bajo las manos de él, atrapada en un juego de contención y deseo que la hacía estremecer con cada roce.
Los minutos se deslizaban en la habitación de Elizabeth, envueltos en el aroma embriagador de la crema corporal de lavanda y el calor que emanaba de sus cuerpos. Ella, tendida boca abajo sobre el colchón, sentía las manos de Diego deslizarse por su espalda, sus dedos fuertes pero cuidadosos trazaban caminos de calor sobre su piel blanca. La tanga de encaje negro se hundía entre sus nalgas, una provocación silenciosa que parecía gritar en la quietud de la habitación. Pero a medida que los segundos se convertían en minutos, Elizabeth notó que Diego no cruzaba la línea invisible que los separaba.
Sus caricias, aunque expertas, se mantenían castas, restringidas a la extensión de su espalda, sin aventurarse hacia los territorios que su cuerpo anhelaba en secreto. Una punzada de decepción se instaló en su pecho. “No le intereso”, pensó, su mente se nublaba por la inseguridad. “Solo ve a una vieja de 44 años, no a una mujer”. Resignada, decidió rendirse al placer del masaje, dejando que el roce de sus manos apaciguara la tormenta de su cuerpo.
Pero mientras se entregaba al tacto, un remordimiento ardiente la atravesó. ¿Cómo podía desear que Diego, su sobrino, la tomara? ¿Qué clase de locura la llevaba a imaginar sus manos fuertes explorando más allá de su espalda, deslizándose por la curva de sus caderas, hundiendo los dedos en la carne suave de sus nalgas? El peso de la culpa la envolvió, y su cuerpo, agotado por el estrés del día y la intensidad del momento, se dejó llevar por el sueño. Sus párpados se cerraron, su respiración se volvió lenta y profunda, y su figura, semidesnuda bajo la sábana que apenas cubría sus piernas, quedó a merced de la quietud.
Diego, por su parte, estaba atrapado en su propio torbellino de deseo. Sus manos, resbaladizas por la crema, recorrían la espalda de Elizabeth con una reverencia casi religiosa, cada músculo, cada curva, un lienzo que lo hipnotizaba. La piel de su tía, suave y cálida, era un sueño que lo había perseguido desde que era un adolescente. La había observado entonces, en reuniones familiares, su figura esbelta envuelta en vestidos que lo dejaban sin aliento, su risa encendía fantasías que nunca se atrevió a confesar. Ahora, con ella bajo sus manos, la realidad superaba cualquier imaginación.
Con dedos temblorosos, desabrochó el sostén de encaje negro, liberando su espalda por completo. La prenda se abrió, dejando al descubierto la piel impecable que lo hacía contener el aliento, su cuerpo estaba tenso por el esfuerzo de no ceder a la tentación.
Quería más. Quería deslizar sus manos bajo la sábana, explorar la curva de sus nalgas, sentir el calor de su piel contra la suya. Pero la duda lo paralizaba. ¿Y si ella lo rechazaba? ¿Y si un movimiento en falso la hacía enojar, lo acusaba de cruzar un límite imperdonable? Su mente era un campo de batalla entre el deseo y el miedo. Decidió buscar una señal, un indicio en el rostro de Elizabeth que le diera permiso para avanzar. Se inclinó hacia ella, su aliento cálido rozó su hombro mientras estudiaba su perfil. Pero lo que vio lo detuvo en seco: sus ojos estaban cerrados, su respiración era pausada, su cuerpo relajado en un sueño profundo. La decepción lo golpeó, pero también un alivio culpable. No habría señales, no esa noche.
Diego continuó el masaje, sus manos se movían con una ternura que escondía el fuego que lo consumía. Cada roce sobre su espalda era una caricia contenida, un deseo reprimido que lo hacía apretar los dientes. La tanga de Elizabeth, apenas visible bajo la sábana, era una tentación constante, un recordatorio de lo cerca que estaba de cruzar un umbral que cambiaría todo. Pero se contuvo, sus dedos deteniéndose en la base de su columna, donde la piel se volvía aún más suave, casi suplicando ser tocada. —Eres perfecta —susurró, tan bajo que las palabras se perdieron en el silencio, mientras sus ojos recorrían la figura dormida de su tía, grabando cada detalle en su memoria.
La habitación estaba cargada de una tensión que no se disiparía, un deseo que ambos sentían pero que, por ahora, permanecía atrapado en la penumbra.
Sentado al borde de la cama, sintió el peso del deseo aplastar cualquier rastro de arrepentimiento. La figura de Elizabeth, dormida boca abajo sobre el colchón, era una visión que incendiaba sus sentidos. La sábana apenas cubría sus piernas, y la tanga de encaje negro, hundida entre sus nalgas, era una provocación que lo empujaba más allá de la razón. Su respiración se aceleró, un torbellino de lujuria y audacia apoderándose de él. “Si no es ahora, ¿cuándo?”, se dijo, su voz interna un rugido que ahogaba cualquier duda.
Lentamente, se levantó, sus manos temblaban de anticipación mientras retiraba la sábana con un movimiento deliberado, dejando al descubierto el cuerpo casi desnudo de su tía. La tanga, una fina línea de encaje, enmarcaba las nalgas redondas y firmes de Elizabeth, su piel blanca resplandecía bajo la luz tenue de la lámpara.
Diego sacó su celular, su pulso era errático mientras activaba la cámara. El deseo lo consumía, y la idea de ser descubierto solo avivaba el fuego en su interior. Enfocó el lente en esas nalgas perfectas, capturando cada curva, cada detalle, con una precisión que rayaba en la obsesión. Su respiración era pesada, casi un jadeo, mientras tomaba fotos, el clic del dispositivo resonaba en la quietud de la habitación. Pero no era suficiente. Quería más, quería grabar cada rincón de ese cuerpo que lo había atormentado en sueños durante años.
Encendió la función de video, su mano temblaba mientras se acercaba, los dedos rozaron el borde de la tanga. Con una lentitud que era casi reverente, separó la prenda, deslizándola hacia un lado para revelar el ano rosado de su tía, un secreto íntimo que lo hizo contener el aliento. La imagen en la pantalla era hipnótica, cada detalle amplificado por su deseo.
Con un movimiento audaz, Diego abrió lentamente las piernas de Elizabeth, sus manos eran firmes pero cuidadosas, como si temiera romper la fantasía. La tanga, ahora desplazada, dejaba al descubierto los labios húmedos de su vagina, brillando bajo la luz, una invitación silenciosa que lo hacía arder. Grabó cada segundo, su celular capturaba la escena con una claridad que lo estremecía. Luego, incapaz de resistirse, dejó el teléfono a un lado, asegurándose de que siguiera grabando, y con la misma mano que había movido la tanga comenzó a explorar.
Sus dedos rozaron los pliegues húmedos, deslizándose con una lentitud torturante, sintiendo la calidez y la suavidad que lo volvían loco. Sabía que su tía podría odiarlo por esto, que cruzar este límite era un riesgo que podía destruirlo todo, pero el deseo era más fuerte que cualquier temor. Su toque era deliberado, cada movimiento un desafío a su propia cordura, mientras su otra mano se apretaba contra su propio muslo, conteniendo el impulso de ir más lejos.
—Eres todo lo que siempre quise —susurró Diego, su voz era apenas audible, un murmullo cargado de hambre mientras sus dedos seguían explorando, sintiendo cómo el cuerpo de su tía, incluso dormida, parecía responder con una humedad que lo enloquecía. La habitación estaba cargada de una tensión eléctrica, el aire denso con el peso de un deseo prohibido que Diego ya no podía contener. Sabía que estaba jugando con fuego, que cada segundo lo acercaba más al borde de un abismo, pero la visión de Elizabeth, expuesta y vulnerable bajo sus manos, era algo que no quería que terminara.
Diego, con el corazón latiendo como un tambor en su pecho, detuvo la grabación en su celular, asegurándose de guardar el contenido que había capturado, un tesoro prohibido que lo hacía temblar de adrenalina. La habitación estaba envuelta en una penumbra cálida, la luz de la lámpara resaltaba la figura de su tía, dormida boca abajo, su piel blanca brillaba como un lienzo de deseo.
La tanga de encaje negro, apenas una línea entre sus nalgas era una invitación que Diego ya no podía ignorar. Con manos temblorosas, se despojó de su ropa, su camiseta y jeans cayeron al suelo en un susurro, dejando al descubierto su cuerpo atlético, tenso por la anticipación. Su erección, ya era dura y palpitante, un testimonio de los años de fantasías que lo habían atormentado desde la adolescencia.
Se acercó al colchón, su respiración era agitada mientras se acostaba lentamente sobre el cuerpo de Elizabeth, el calor de su piel contra la suya enviaba una corriente eléctrica por todo su ser. Con un movimiento cuidadoso, volvió a deslizar la tanga a un lado, sus dedos rozaron la suavidad de sus nalgas antes de posicionarse. La penetró con una lentitud agonizante, su verga se hundía en la estrechez cálida y húmeda de su vagina, un lugar que lo acogía con una intensidad que lo volvió loco. Era la misma carne que había dado vida a su prima 18 años atrás, y la idea de esa conexión prohibida lo enardecía aún más. Entraba y salía, cada embestida era un delirio de placer, su cuerpo se movía con una mezcla de reverencia y urgencia.
Diego inclinó la cabeza, sus labios rozaron la espalda de Elizabeth, besándola con una devoción febril. La piel de su tía, suave y cálida, era un mapa que él exploraba con besos húmedos, sus manos acariciaban la curva de sus hombros, descendiendo por los costados de su cuerpo. —Te amo, tía —susurró, con voz rota por el deseo, las palabras escapaban entre jadeos mientras seguía moviéndose dentro de ella—. Te he deseado siempre… quiero cogerte una y otra vez. —Cada embestida era una declaración, cada roce un juramento de su obsesión.
Con una mano apoyada en el colchón para sostenerse, Diego deslizó la otra bajo el cuerpo de Elizabeth, buscando con una precisión instintiva hasta encontrar su seno derecho. Lo apretó con firmeza, sintiendo la suavidad de su carne ceder bajo sus dedos, el pezón blando y cálido contra su palma.
El contacto lo hizo gemir, un sonido gutural que llenó la habitación mientras sus caderas se aceleraban, el ritmo de sus movimientos era más desesperado. La tanga, ahora arrugada a un lado, era un recordatorio de la línea que había cruzado, pero Diego ya no pensaba en consecuencias. Su cuerpo, su mente, todo estaba consumido por la sensación de estar dentro de ella, de reclamar el objeto de sus sueños adolescentes en un acto que lo liberaba y lo condenaba al mismo tiempo.
Elizabeth, atrapada en el sueño, no se movía, pero su cuerpo parecía responder, su respiración cambiaba ligeramente con cada embestida, un eco inconsciente del placer que Diego le arrancaba. Él, perdido en la lujuria, apretó su seno con más fuerza, sus labios besaban la nuca de su tía, el aroma de su piel alimentaba su frenesí. La habitación era un santuario de deseo, el aire era denso con el calor de sus cuerpos y el sonido de su respiración entrecortada, mientras Diego se entregaba por completo a la fantasía que había anhelado durante más de una década.
Ella en un sueño vívido, se encontraba tendida sobre una playa dorada, los rayos del sol acariciaban su piel blanca como lenguas de calor que lamían su espalda, sus nalgas y sus piernas. El bikini negro que llevaba era apenas una tira de tela, la parte inferior se hundía entre sus nalgas, dejando al descubierto la curva firme de su trasero, mientras la parte superior apenas contenía la plenitud de sus senos. La arena tibia se adhería a su piel, y el sonido de las olas era un murmullo que se mezclaba con su respiración agitada. A su lado, Diego, con su cuerpo bronceado y musculoso, la miraba con unos ojos oscuros que ardían de deseo. Su presencia era magnética, cada músculo definido bajo la luz del sol, su bañador ajustado marcaba una erección que no intentaba ocultar.
—Tía, no puedo esperar más… quiero penetrarte —dijo él en el sueño, con voz grave y cargada de urgencia, mientras se inclinaba hacia ella, su aliento cálido rozó su cuello.
Ella, con el corazón acelerado, sintió un calor líquido recorrer su cuerpo, concentrándose entre sus muslos. —Me encantaría, Diego… pero sabes que no podemos, somos familia —respondió, su voz era un susurro tembloroso, cargado de deseo y conflicto. Pero él, desafiante, la tomó por las caderas con manos fuertes, girándola hasta ponerla en cuatro, sus rodillas hundiéndose en la arena caliente.
—No me importa —gruñó Diego, sus dedos deslizaron el bikini hacia un lado con una lentitud que era casi una tortura, dejando al descubierto la humedad reluciente de su vagina. —Mírate, estás escurriendo por mí —dijo, con voz cargada de lujuria que la hizo estremecer. Elizabeth, con la piel erizada, giró la cabeza para mirarlo, sus ojos miel brillaban con una mezcla de rendición y desafío. —Cállate y métemela ya sobrino —ordenó, con un gemido desesperado, su cuerpo arqueándose hacia él, invitándolo a reclamarla.
Diego no dudó. La penetró con una embestida profunda, su verga la llenó por completo, cada movimiento arrancaba un gemido de sus labios. Entraba y salía con un ritmo que la volvía loca, la arena se pegaba a sus rodillas mientras sus caderas chocaban con las de ella. Sus manos, grandes y cálidas, subieron por su torso, deslizándose bajo el bikini para masajear sus senos, apretándolos con una mezcla de ternura y posesión.
Los pezones de Elizabeth, duros y sensibles respondían a cada roce, enviando oleadas de placer que la hacían jadear. —Dios, Diego… más —gimió, su voz estaba rota por el éxtasis, sintiendo cómo su humedad se deslizaba por sus muslos, empapando la arena bajo ella. Estaba excitadísima, perdida en la sensación de ser tomada con una pasión que la consumía.
Pero entonces, una sombra cruzó la playa. Su hermana América apareció de repente, su rostro estaba lleno de reproche. —¡Elizabeth, no puedes hacer esto, es tu sobrino! —gritó, su voz cortaba el aire como un látigo. Antes de que Elizabeth pudiera responder, Atziry emergió de las olas, su cuerpo joven y curvilíneo estaba envuelto en un bikini blanco que apenas contenía su figura. —¡Para, mamá! ¡Diego es mío! —espetó. La escena se volvió caótica, las voces de su hermana y su hija se mezclaron en un eco que la arrancó del sueño.
Continuará…
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