Elizabeth despertó, su respiración era agitada, el calor entre sus piernas era un recordatorio vívido de la intensidad de su fantasía, y en la penumbra de su habitación, un placer intenso y prohibido recorría su cuerpo como una corriente eléctrica. La sensación era abrumadora: sentía un roce profundo, una penetración rítmica que la llenaba, haciendo que su piel ardiera y su respiración se volviera entrecortada.
La tanga de encaje negro, desplazada a un lado, rozaba su piel sensible, y la sábana apenas cubría sus piernas, dejando su cuerpo expuesto al calor de la noche. Lejos de sentir miedo o incomodidad, se rindió a la ola de éxtasis, su cuerpo se arqueó instintivamente para recibir cada embestida. En su mente, aún nublada por el sueño de la playa, creía que seguía atrapada en esa fantasía donde Diego la tomaba sin reservas, su cuerpo joven y fuerte reclamándola bajo el sol.
Pero entonces, una voz grave y cargada de deseo atravesó la bruma de su consciencia. —Te he deseado desde hace años, tía —susurró Diego, su aliento cálido contra la nuca de ella, cada palabra vibraba con una pasión que la hizo estremecer—. No voy a parar, aunque tenga que hacerlo a escondidas, te voy a coger siempre. —Sus caderas se movían contra ella, su dura verga se deslizaba dentro de su vagina húmeda, cada embestida enviaba ondas de placer que la hacían gemir suavemente.
Elizabeth abrió los ojos de golpe, la realidad la golpeó como un relámpago. No era un sueño. Diego estaba allí, su cuerpo firme presionando contra el suyo, una mano apretando su seno derecho con una mezcla de posesión y reverencia, sus dedos rozando el pezón endurecido que palpitaba bajo su toque. La sábana había caído al suelo, y la tanga, torcida a un lado, dejaba su cuerpo vulnerable, expuesto a la lujuria de su sobrino. Su corazón latía desbocado, atrapada entre el placer que la consumía y la conmoción de lo que estaba ocurriendo. Giró la cabeza ligeramente, sus ojos miel se encontraron con los de Diego, oscuros e intensos, brillando con un deseo que no intentaba ocultar.
—¿Qué estás haciendo, sobrino? —preguntó, casi alarmada, cargada de una mezcla de reproche y rendición. Su mano alcanzó la de él, aun apretando su seno, pero no la apartó; en cambio, sus dedos se entrelazaron con los de Diego, un gesto que traicionaba el anhelo que la recorría. Su cuerpo, aun moviéndose al ritmo de las embestidas, parecía tener voluntad propia, sus caderas inclinándose hacia él, buscando más, incluso mientras su mente luchaba por comprender la línea que acababan de cruzar.
El eco de la pregunta colgó en el aire como un relámpago, deteniendo el tiempo. Diego, con el corazón desbocado, se apartó de ella en un movimiento brusco, su cuerpo ahora estaba tenso por el pánico. Se puso de pie junto a la cama, la luz tenue de la lámpara delineaba los músculos de su torso desnudo, su erección prominente y venosa traicionaba el deseo que aún lo consumía. —Perdóname, tía, perdóname —balbuceó, su voz estaba quebrada por el miedo, sus ojos estaban abiertos de par en par mientras retrocedía un paso—. No era mi intención abusar de ti, yo… lo siento. —Sus manos temblaban, atrapadas entre la culpa y la lujuria que aún ardía en su interior.
Elizabeth, tendida boca abajo sobre el colchón, sintió un torrente de emociones chocar en su pecho: la conmoción, la culpa, pero sobre todo un deseo ardiente que se negaba a apagarse. Sus ojos miel se posaron en la figura de Diego, deteniéndose en su erección, dura y expuesta, un testimonio de cuánto la deseaba. Su cuerpo, aun vibrando por las sensaciones que él había despertado, tomó el control.
Con un movimiento rápido y decidido, se giró sobre la cama, quedando de espaldas, la piel blanca de su abdomen ahora resplandecía bajo la luz. Sus dedos, temblorosos pero seguros, encontraron el borde de la tanga de encaje negro y la deslizaron por sus muslos, dejándola caer al lado de ella. Abrió las piernas con una lentitud deliberada, exponiendo la humedad reluciente de su vagina, una invitación que no dejaba lugar a dudas.
Con un gesto cargado de lujuria, Elizabeth tomó la tanga y la lanzó al rostro de Diego, la prenda rozó sus labios antes de caer al suelo. —Abusa de mí lo que quieras, sobrino —dijo, su voz era un ronroneo profundo, cargado de deseo, mientras sus dedos comenzaban a frotar su clítoris con movimientos lentos y circulares, enviando escalofríos por todo su cuerpo. Con su mano libre, levantó uno de sus senos prominentes hacia su boca, lamiendo el pezón endurecido con una lengua hambrienta, sus ojos estaban fijos en Diego, desafiándolo a ceder. Su cabello rubio se desparramaba sobre la almohada, y su cuerpo, arqueado ligeramente, era un espectáculo de pura provocación.
Diego, paralizado por un instante, sintió cómo el pánico se desvanecía bajo el peso de su deseo. La visión de Elizabeth, abierta y entregada, frotándose con una sensualidad descarada, era más de lo que podía resistir. Su respiración se volvió pesada, un jadeo que llenaba la habitación mientras se acercaba de nuevo al colchón, sus ojos devoraban cada centímetro de su tía. —No tienes idea de cuánto te deseo —gruñó, su voz rota por la pasión mientras se posicionaba entre sus piernas, su erección rozando la entrada húmeda de Elizabeth, prometiendo una rendición total.
Ella gimió suavemente, sus dedos aceleraban el ritmo sobre su clítoris, el placer creció como una marea que amenazaba con ahogarla. —Hazlo, sobrino… tómame —susurró, su lengua trazaba círculos alrededor de su pezón antes de morderlo ligeramente, su cuerpo temblaba de anticipación. La habitación se volvió un santuario de deseo, el aire estaba denso con el aroma de su excitación y el calor de sus cuerpos. Diego, incapaz de contenerse más, se inclinó hacia ella, listo para reclamarla, mientras Elizabeth se entregaba por completo a la lujuria que los consumía a ambos, cada roce, cada mirada, un paso más hacia un abismo del que ninguno quería escapar.
Diego, arrodillado entre las piernas abiertas de Elizabeth, sintió que el mundo se reducía a la visión que tenía frente a él. La vagina de su tía, expuesta en toda su gloria, era un espectáculo que lo dejó sin aliento. Los labios vaginales, rosados y relucientes, brillaban con una humedad que parecía llamarlo, cada pliegue lo invitaba a explorarla.
El abundante vello púbico rubio, perfectamente enmarcando su pelvis, añadía una textura salvaje que lo enardecía, un contraste sensual con la suavidad de su piel blanca. Diego acercó su rostro, su respiración era agitada mientras inhalaba profundamente el aroma embriagador de su excitación, un perfume dulce y almizclado que lo envolvía, encendiendo cada fibra de su ser. Sus manos, temblaban de deseo, se posaron en los muslos de Elizabeth, abriéndolos aún más, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria.
Elizabeth, recostada sobre el colchón, era un torbellino de lujuria. Su cuerpo, desnudo salvo por el sostén de encaje negro que colgaba suelto, se arqueaba ligeramente, sus senos prominentes subían y bajaban con cada respiración errática. Sus dedos, aún húmedos de tocarse, se aferraban a las sábanas, y sus ojos miel, nublados por el deseo, se clavaron en Diego. —Por favor, Diego… lámeme ya —suplicó, su voz era un gemido ronco, cargado de una urgencia que rayaba en la desesperación. Sus caderas se movieron instintivamente, empujándose hacia él, su clítoris hinchado rogaba por el contacto de su lengua. Ardía en deseo, cada segundo de espera era una tortura que hacía que su piel se erizara y su vagina palpitara, anhelando ser devorada.
Diego, hipnotizado por la visión y el aroma, no pudo resistir más. Se inclinó hacia adelante, sus labios rozaron apenas los pliegues húmedos, arrancando un gemido profundo de Elizabeth. Su lengua salió lentamente, trazando un camino tentativo por los labios vaginales, saboreando la dulzura salada que lo envolvía. —tía, eres perfecta —murmuró contra su piel, su voz vibró contra su carne sensible, mientras sus manos apretaban los muslos de Elizabeth, manteniéndola abierta para él. Su lengua se volvió más audaz, lamiendo con movimientos largos y deliberados, explorando cada rincón, deteniéndose en su clítoris para succionarlo suavemente, haciendo que las caderas de Elizabeth se alzaran del colchón.
—Sigue… no pares —jadeó ella, su mano libre se deslizaba por sus senos, apretándolos con fuerza mientras lamía sus pezones endurecidos, el placer se multiplicaba en oleadas que la hacían temblar. La lengua de su sobrino se movía con una precisión hambrienta, alternando entre caricias suaves y succiones intensas, saboreando la humedad que fluía de ella como un río. El vello púbico rubio rozaba su barbilla, añadiendo una textura que lo volvía loco, mientras sus dedos se aventuraban a explorar los bordes de su entrada, tentados a hundirse en su calor. Elizabeth gemía sin control, su cuerpo totalmente entregado al festín que Diego le ofrecía, cada lamida la llevaba más cerca de un clímax que amenazaba con consumirla.
La piel blanca de Elizabeth relucía de sudor, y sus senos, ahora libres del sostén de encaje negro que había caído al suelo, se alzaban con cada respiración errática. Sus propios dedos apretaban un pezón endurecido, mientras su lengua trazaba círculos húmedos alrededor del otro, su cuerpo estaba arqueado en una danza de lujuria. Pero justo cuando sentía que el placer estaba a punto de estallar, Diego detuvo su lengua, dejando su vagina palpitante y húmeda, expuesta al aire fresco de la habitación.
—¿Por qué te detienes? —preguntó Elizabeth, su voz era un gemido frustrado, sus ojos brillaban con una mezcla de deseo y confusión mientras lo miraba desde el colchón. Su cabello rubio se desparramaba sobre las sábanas, y su mano seguía acariciando su seno, incapaz de detenerse. Diego, arrodillado entre sus piernas, sonrió con una chispa traviesa en sus ojos oscuros. —No quiero que termines todavía, tía —dijo, con voz profunda y cargada de intención—. Quiero que esto dure. —Se puso de pie sobre el colchón, su cuerpo atlético dominaba el espacio, con su erección dura y prominente frente a ella. Tomó su celular, activando la cámara con un movimiento rápido, el pequeño destello rojo indicando que el video había comenzado.
—Quiero grabarte mientras me la chupas —declaró, su tono era una mezcla de mando y súplica, mientras enfocaba el lente en Elizabeth, capturando la forma en que sus dedos seguían jugando con sus senos, sus pezones rosados brillando bajo la luz tenue. Ella se detuvo, un destello de vergüenza cruzó su rostro. —No, Diego… no quiero que me grabes —protestó, con voz temblorosa, aunque sus manos no dejaron de acariciar su piel, traicionando el deseo que aún la consumía.
—Solo será esta vez, te lo prometo —insistió él, su mirada estaba fija en ella, su erección palpitaba como un recordatorio de lo que ambos anhelaban. Elizabeth, atrapada entre la vergüenza y la lujuria, sintió un calor subir por su pecho. Con un suspiro resignado, pero con un brillo de excitación en los ojos, se puso de rodillas frente a él, la sábana caía completamente y dejaba su cuerpo desnudo expuesto. Sus manos alcanzaron la verga de Diego, sus dedos lo envolvieron con una mezcla de curiosidad y admiración. Era grueso, cálido, pulsante bajo su toque, y ella lo observó con una intensidad que hizo que su propia humedad se intensificara entre sus muslos.
—Eres… increíble —murmuró, su voz era un susurro cargado de deseo mientras acercaba su rostro, sus labios rozaron la punta antes de abrirse para recibirlo. Su lengua se deslizó lentamente, saboreando la textura suave y salada, mientras sus manos acariciaban la base, moviéndose con una lentitud deliberada que hacía que Diego jadeara.
Elizabeth, de rodillas, sentía el poder de su propia sensualidad, sus senos se balanceaban ligeramente mientras se inclinaba hacia adelante, lamiendo y succionando con una entrega que la sorprendía a sí misma. El celular seguía grabando, capturando cada movimiento, cada gemido bajo que escapaba de los labios de Diego, mientras Elizabeth se perdía en el acto, su cuerpo vibraba con un deseo que no podía negar, aun sabiendo que el video inmortalizaría su rendición.
Diego, de pie sobre el colchón, sentía que el mundo se desvanecía ante la visión de Elizabeth arrodillada frente a él. Sus ojos, encendidos de lujuria, se clavaban en su tía. Y ella, completamente desnuda, con sus senos prominentes balanceándose con cada movimiento, devoraba su verga con una avidez que lo hacía temblar. Sus labios, húmedos y cálidos, se deslizaban por su erección, dejando un rastro de saliva que brillaba en la penumbra. La lengua de Elizabeth danzaba sobre él, explorando cada centímetro con una dedicación que lo llevaba al borde de la locura. Sus ojos brillaban con un deseo voraz, se alzaban para encontrarse con los de Diego, una conexión eléctrica que intensificaba cada sensación.
—¿Qué tal lo hago, sobrino? —preguntó, su voz era un ronroneo seductor, deliberadamente alta para que el celular, aun grabando desde la mano de Diego, capturara cada palabra. Su boca seguía trabajando, succionando con una intensidad que hacía que las rodillas de Diego temblaran. Él, con la respiración entrecortada, apenas pudo responder, con voz ronca y cargada de placer. —Es la mejor chupada que me han dado en mi vida, tía —jadeó, sus palabras resonaron con una sinceridad que hizo que Elizabeth sonriera contra su piel, su lengua redobló sus esfuerzos.
Con un movimiento lento y provocador, Elizabeth sacó la verga de su boca, dejando que descansara contra su mejilla, caliente y húmedo. Sus dedos se deslizaron hacia abajo, masajeando los testículos de Diego con una suavidad que contrastaba con la ferocidad de su deseo. Inclinó la cabeza, lamiendo con dedicación, su lengua trazó círculos lentos que arrancaban gemidos profundos de él. Luego, con una mirada traviesa, volvió a engullir su erección, esta vez empujándola hasta el fondo de su garganta.
Las arcadas eran audibles, un sonido crudo y visceral que llenaba la habitación, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, no de dolor, sino de la intensidad de su entrega. Elizabeth estaba dando la mejor mamada de su vida, cada movimiento calculado para llevar a su sobrino al límite, su saliva goteaba por su barbilla mientras se perdía en el acto.
Tras varios minutos de esa danza febril, Elizabeth se apartó, jadeando, su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas. Sus dedos seguían rozando sus propios senos, pellizcando sus pezones endurecidos, mientras miraba a Diego con una lujuria que ardía como fuego. —Quiero que me penetres el ano, sobrino —dijo, temblorosa de excitación, cada palabra cargada de un deseo que no podía contener—. Pero quiero que lo grabes también. —Se puso de rodillas, girándose para apoyarse en las manos, ofreciendo sus nalgas al aire, la tanga ya olvidada en el suelo. Su cuerpo, empapado de sudor y deseo, temblaba de anticipación, su vagina estaba reluciente de humedad y su ano rosado expuesto como una invitación prohibida.
Diego, con el celular aún en la mano, sintió que su corazón iba a estallar. La visión de Elizabeth, abierta y entregada, era más de lo que jamás había soñado. Ajustó el ángulo de la cámara, asegurándose de capturar cada detalle de su cuerpo, mientras su otra mano rozaba la curva de sus nalgas, preparándose para cumplir su deseo. —Voy a darte todo, tía —susurró, su voz fue un gruñido de pura lujuria, mientras se posicionaba detrás de ella.
Elizabeth, de rodillas sobre el colchón, abrió sus nalgas con ambas manos, sus dedos se hundieron en su carne suave y blanca, exponiendo su ano rosado al aire cálido de la habitación. Su piel brillaba con una fina capa de sudor, y sus senos prominentes colgaban libres, los pezones endurecidos rozaban las sábanas con cada movimiento.
Diego, de pie detrás de ella, sintió que su respiración se detenía ante la visión. Sosteniendo su celular con una mano, la cámara capturando cada detalle, escupió en la entrada de aquel orificio estrecho, el líquido resbalaba sobre la piel sensible, preparando el camino. Su verga, gruesa y pulsante, se alzaba con una urgencia que apenas podía contener. Posicionó la punta contra el ano de su tía, empujando con una lentitud deliberada, sintiendo cómo los pliegues apretados lo envolvían, tragándolo centímetro a centímetro en un abrazo cálido y prohibido.
Elizabeth dejó escapar un lamento suave, un gemido que se mezclaba con el placer y una pizca de dolor, sus caderas temblaban mientras se ajustaba a la intrusión. —No pares, sobrino… métemela toda —suplicó, su voz era un ronroneo cargado de lujuria, sus ojos estaban cerrados mientras se entregaba al momento. Sus dedos apretaban sus nalgas con más fuerza, manteniéndolas abiertas, invitándolo a profundizar.
Diego, con un gruñido bajo, obedeció, empujando hasta que su verga estuvo completamente dentro, la sensación de la estrechez de su tía lo hacía jadear. Una vez que el cuerpo de Elizabeth se acostumbró a su grosor, él comenzó a moverse, un mete y saca rítmico que hacía que las nalgas de ella chocaran con su pelvis con un sonido carnoso, como un aplauso que celebraba su unión incestuosa.
Los testículos de Diego golpeaban suavemente contra la piel de su tía, cada embestida amplificaba el calor que los consumía. La cámara, aun grabando, capturaba cada detalle: el brillo del sudor en las nalgas de Elizabeth, la forma en que su ano se aferraba a la verga de su sobrino, el balanceo de sus senos con cada movimiento. La habitación se llenó de un aroma embriagador, una mezcla cruda de sexo intenso, de carne y deseo desatado.
Los gemidos de Elizabeth, agudos y desesperados se entrelazaban con los gruñidos profundos de Diego, creando una sinfonía de lujuria que resonaba en las paredes. —Más fuerte, sobrino… no te detengas —jadeó ella, su voz rota por el placer, mientras sus caderas se empujaban hacia atrás, encontrándose con cada embestida, sus nalgas temblaban con cada impacto.
Diego, perdido en la intensidad del momento, dejó que una mano se deslizara hacia el frente, rozando el vello púbico rubio de Elizabeth antes de encontrar su clítoris, frotándolo con movimientos rápidos que arrancaron un grito de su garganta. —Eres mía, tía —susurró, su voz temblaba de deseo, mientras sus caderas aceleraban, el ritmo se volvió frenético. Elizabeth, al borde del éxtasis, sentía su cuerpo vibrar, su ano apretaba alrededor de la verga de su sobrino, mientras el masajeaba su clítoris.
Él, con una intensidad que rayaba en la obsesión, deslizó dos dedos hacia la vagina de Elizabeth, hundiéndolos en su calor húmedo con un movimiento decidido. Los movió con una rapidez feroz, masturbándola con una precisión que hacía que su cuerpo temblara. Elizabeth goteaba, su excitación empapaba los dedos de su sobrino, cada roce enviaba oleadas de éxtasis que la hacían gemir sin control. Sus senos prominentes, libres de cualquier prenda, se balanceaban con cada embestida, sus pezones endurecidos rozaban las sábanas, amplificando su deseo.
Continuará…
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