Ella sabía quién era el hombre que le estaba rompiendo el ano, y lejos de sentir culpa, una oleada de triunfo la invadía. Su hermana América siempre había sido la ganadora en su infancia, robándole cada victoria, cada atención. Pero ahora, con su hijo reclamándola con una pasión desenfrenada, Elizabeth sentía que había ganado la batalla definitiva. Su cuerpo se arqueaba, entregándose por completo, cada gemido era un grito de liberación. —Sigue, sobrino… no pares —jadeó, su voz rota por la lujuria, mientras sus caderas se movían al ritmo de sus embestidas, su vagina apretaba los dedos que la exploraban con una intensidad que la llevaba al borde del abismo.
De pronto, Diego dejó de grabar, su respiración era pesada mientras arrojaba el celular al colchón con un movimiento brusco. Quería sentirla sin barreras, sin la distancia de una lente. Sacó sus dedos de la vagina de su tía, dejando un rastro de humedad que brillaba en su piel, y con un movimiento firme la levantó, girándola para pegar su espalda contra su pecho.
El calor de su cuerpo contra el de ella era abrasador, su piel blanca contrastaba con el bronceado de Diego. Sus manos, grandes y fuertes, encontraron los senos de su tía, esas bolas de carne que había soñado poseer desde que era un adolescente. Las masajeó con una mezcla de reverencia y hambre, sus dedos apretaban la carne suave, pellizcando los pezones endurecidos que respondían a cada toque con un estremecimiento.
—Siempre quise esto, tía —gruñó Diego, su voz era un susurro ronco contra su oído, mientras sus manos moldeaban los senos de Elizabeth, sintiendo su peso, su suavidad, su perfección. Ella, atrapada contra su pecho, inclinó la cabeza hacia atrás, dejando que sus labios rozaran el cuello de Diego, un gemido escapó de su garganta mientras sus nalgas seguían recibiendo las embestidas de su sobrino.
Su cuerpo estaba en llamas, cada caricia, cada roce, alimentaba un deseo que no podía contener. La habitación, impregnada del olor a sexo y sudor, resonaba con sus gemidos y el sonido de sus cuerpos chocando, un testimonio de una pasión que desafiaba cualquier límite. Elizabeth, en los brazos de Diego, sentía que había reclamado algo más que placer: había ganado una victoria que su hermana nunca podría arrebatarle.
Diego, con su miembro aún hundido en el ano de su tía, movió una mano hacia su rostro, girando su cabeza con una suavidad que contrastaba con la ferocidad de sus embestidas. Sus labios se encontraron en un beso apasionado, un choque de lenguas que los conectó en un nivel más profundo, sus alientos se mezclaban en un torbellino de deseo. La lengua de Elizabeth danzaba contra la de Diego, explorando con una avidez que la hacía gemir contra su boca, el sonido era amplificado por las embestidas que seguían reclamando su cuerpo.
El beso, húmedo y febril, hizo que Elizabeth se arqueara aún más, con su ano apretándose más alrededor de la verga de Diego, cada movimiento intensificaba el placer que la consumía. Rompió el beso por un instante, sus ojos miel brillaron con lujuria mientras lo miraba. —Sabía que me deseabas, sobrino —susurró, con voz ronca y cargada de complicidad—. Hace años te vi masturbándote con uno de mis cacheteros… y no me enojé.
Me pareció tierno. —Sus palabras eran una confesión cargada de deseo, su cuerpo temblaba mientras recordaba aquel momento, la imagen de un joven Diego perdido en su lujuria alimentando ahora su propia excitación—. Quiero que esta cogida dure horas —jadeó, sus manos se aferraron a los muslos de su sobrino, sus nalgas chocaban contra la pelvis de Diego con cada embestida.
Diego, con la respiración entrecortada, sintió que su cuerpo estaba al borde del colapso. El calor apretado del ano de Elizabeth, combinado con sus palabras y el beso que aún resonaba en sus labios, lo llevaba al límite. —Tía, estoy a punto de venirme —admitió, su voz era un gruñido desesperado, sus manos apretaban los senos de Elizabeth con más fuerza, los pezones endurecidos rozaban sus palmas.
Pero ella, con un gemido suplicante, negó con la cabeza, sus caderas moviéndose contra él, rogándole más. —No, Diego, aguántate… por favor, no termines aún —imploró, su voz temblaba de deseo, sus dedos se deslizaron hacia su clítoris, frotándolo, resistiendo el impulso, Diego se contuvo, deteniendo el vaivén de sus caderas con un esfuerzo sobrehumano. Su cuerpo temblaba, su verga palpitaba dentro de ella, pero obedeció, quedándose inmóvil, su respiración era pesada mientras luchaba por complacerla. La habitación, impregnada del aroma de su pasión y el eco de sus gemidos, era un santuario de deseo donde el tiempo parecía detenerse, atrapados en un momento de placer que Elizabeth quería prolongar eternamente.
Diego, con un esfuerzo titánico, logró contener el clímax que amenazaba con desbordarlo, su respiración era pesada mientras sacaba lentamente su verga del ano apretado de su tía. La sensación de liberarse de aquella estrechez fue un alivio momentáneo, pero su erección seguía firme, palpitante, brillando con los jugos de su tía bajo la luz tenue de la habitación. Se dejó caer de espaldas sobre el colchón, su pecho subía y bajaba, los músculos de su torso definidos relucían con una fina capa de sudor. Elizabeth, con los ojos miel encendidos de lujuria, lo observó desde su posición, su cuerpo desnudo vibraba con un deseo que no podía contener. La visión de la verga de Diego, erecta y lista, era una invitación que no podía rechazar.
Con una gracia felina, Elizabeth se puso en cuclillas sobre él, sus muslos abiertos, la piel blanca de sus nalgas contrastaba con el vello púbico rubio que enmarcaba su pelvis. Con dos dedos de su mano derecha, abrió los labios de su vagina, húmedos y relucientes, exponiendo su interior rosado y palpitante. Lentamente, se bajó sobre su sobrino, guiando su verga hacia su entrada, sintiendo cómo la llenaba centímetro a centímetro. Un gemido profundo escapó de sus labios cuando lo tuvo completamente dentro, su vagina lo apretaba con una calidez que lo hacía jadear. Diego, con las manos firmes, la tomó por la cintura, sus dedos se hundían en la carne suave de sus caderas, guiándola en un ritmo que los conectaba en un baile prohibido.
Elizabeth comenzó a subir y bajar, con movimientos lentos al principio, saboreando cada sensación mientras la verga de su sobrino la penetraba profundamente. Su cuerpo vibraba, cada embestida enviaba ondas de placer que la hacían arquearse, sus senos prominentes rebotaban con cada movimiento, sus pezones endurecidos cortaban el aire. —Dios, sobrino… la tienes tan grande —gimió, su voz era un susurro cargado de éxtasis, mientras aceleraba el ritmo, sus caderas se movían con una urgencia que reflejaba su deseo insaciable. Sabía que era su sobrino quien se la estaba cogiendo, y esa certeza solo intensificaba su placer, una mezcla de tabú y lujuria que la llevaba al borde de la locura.
Diego, embelesado, no podía apartar la mirada de los senos de Elizabeth, grandes y perfectos, danzando frente a él con cada embestida. Sus manos subieron desde su cintura, acariciando la curva de su torso hasta alcanzarlos, apretándolos con una mezcla de reverencia y posesión.
Sentía la vagina de Elizabeth, húmeda y apretada, envolviéndolo, sus jugos se deslizaban por su verga y empapaba sus testículos, un calor líquido que lo volvía loco. —Tía, eres mi sueño —jadeó, su voz rota por el placer, mientras sus dedos pellizcaban los pezones de Elizabeth, arrancándole gemidos más agudos. Cada movimiento de ella era una tortura deliciosa, su vagina lo apretaba con cada descenso, sus nalgas chocaban con sus muslos con un sonido carnoso que llenaba la habitación.
El aire estaba impregnado del aroma intenso de su sexo, una mezcla de sudor y deseo que los envolvía. Elizabeth, perdida en la sensación de ser llenada por Diego, inclinó la cabeza hacia atrás, su cabello rubio caía en cascada sobre sus hombros, mientras sus caderas se movían con una ferocidad que desafiaba cualquier control. La habitación resonaba con sus gemidos y el sonido rítmico de sus cuerpos.
Elizabeth, montada sobre la verga de Diego, sentía que su cuerpo era un volcán en erupción, cada fibra de su ser vibraba con un placer que la consumía. Sus gemidos llenaban la habitación, profundos y desesperados, mezclándose con jadeos que escapaban de sus labios entreabiertos. Después de años de soledad, de noches con su vibrador como único consuelo, por fin se entregaba a un hombre, a su sobrino, y la sensación era abrumadora.
Ningún juguete, ninguna fantasía, podía compararse con la realidad de Diego dentro de ella, llenándola con una intensidad que la hacía sentir viva, deseada, ardiente. Su vagina, húmeda y apretada, abrazaba la verga gruesa de su sobrino con cada movimiento, mientras sus caderas subían y bajaban en un ritmo frenético, sus nalgas chocaban con los muslos de él con un sonido rítmico, como una música carnal que acompañaba su unión prohibida.
Diego, recostado bajo ella, estaba hipnotizado por la visión de su tía. Sus senos prominentes, grandes y perfectos, rebotaban con cada embestida, los pezones endurecidos cortando el aire, brillando con una fina capa de sudor. Su piel blanca relucía bajo la luz tenue, y el vello púbico rubio que enmarcaba su pelvis era un detalle que lo enloquecía. —Te deseo tanto, Elizabeth —gruñó, su voz profunda y cargada de lujuria, mientras sus manos recorrían su cintura, subiendo para apretar esos senos que lo obsesionaban—. Eres un monumento de mujer, joder… amo tus tetas, tu vagina tan mojada, ese culo tan redondo. —Sus palabras eran un combustible que avivaba el fuego en Elizabeth, haciéndola gemir más fuerte, sus caderas acelerando el ritmo como si quisiera fundirse con él.
El choque de sus nalgas contra los muslos de Diego resonaba en la habitación, un aplauso constante que se mezclaba con el aroma embriagador del sexo, un olor crudo y adictivo que impregnaba el aire. Diego, incapaz de contenerse, levantó una mano y comenzó a nalguearla, sus dedos impactaban contra la carne firme de sus nalgas desde esa posición, cada golpe arrancaba un grito de placer de Elizabeth. —¡Sí, Diego, ¡más! —jadeó ella, su voz temblaba de excitación, mientras el calor de las nalgadas se mezclaba con el placer de ser penetrada. Cada impacto hacía que sus nalgas temblaran, la piel se enrojecía ligeramente, un contraste sensual con su blancura natural.
Elizabeth nuevamente inclinó la cabeza hacia atrás, su cabello rubio caía en cascada sobre sus hombros, mientras sus manos se aferraban a los brazos de Diego, buscando anclarse en medio del torbellino de sensaciones.
Su vagina, empapada, deslizaba jugos por la verga de su sobrino, empapando sus testículos, cada movimiento intensificaba la conexión entre ellos. —Nunca me habían cogido así —gimió, sus ojos estaban nublados por el éxtasis, su cuerpo temblaba mientras se entregaba por completo. Diego, con una mezcla de adoración y deseo salvaje, seguía nalgueándola, sus manos marcaban un ritmo que complementaba sus embestidas, mientras sus palabras de alabanza resonaban en los oídos de Elizabeth, haciéndola sentir como la diosa de sus fantasías.
Diego, con su cuerpo tenso por el deseo, abrazó a su tía por la cintura, sus manos fuertes apretaban la carne suave de sus caderas. Con un movimiento fluido, la giró, haciendo que su espalda impactara contra el colchón, las sábanas arrugadas enmarcaban su figura desnuda. Su piel blanca brillaba con una capa de sudor, sus senos prominentes temblaban con cada respiración agitada.
Diego levantó las piernas de su tía, colocándolas sobre sus hombros, abriéndola por completo ante él. La visión de su vagina, húmeda y rosada, rodeada de un vello púbico rubio, lo hizo jadear. Con una lentitud deliberada, volvió a penetrarla, su miembro se deslizo en su interior apretado, cada centímetro arrancaba un gemido profundo de Elizabeth. Inclinó la cabeza, sus labios encontraron uno de sus senos, lamiendo el pezón endurecido con una lengua hambrienta, mientras sus manos recorrían la curva de sus muslos.
El beso que siguió fue un torbellino de pasión, sus lenguas entrelazándose con una urgencia que los consumía. Diego, perdido en el placer, rompió el beso para mirarla a los ojos, sus palabras escaparon en un gruñido ronco. —Quiero preñarte, tía —declaró, con voz cargada de una lujuria cruda que hizo que el cuerpo de Elizabeth se estremeciera. Ella abrió los ojos de golpe, sus pupilas estaban dilatadas por el deseo, y entre gemidos, respondió con una entrega total. —Préñame, sobrino… dejaré que lo hagas —jadeó, su voz temblaba de excitación, mientras sus caderas se alzaban para recibirlo más profundamente.
Diego, impulsado por sus palabras, intensificó sus embestidas, cada movimiento era más rápido, más profundo, mientras sus dientes atrapaban los pezones de su tía, mordiéndolos con una mezcla de ternura y ferocidad. Ella gritó, el placer y el dolor se entrelazaban, su vagina se apretaba alrededor de él, empapándolo con su humedad. La habitación apestaba a sexo sucio, un aroma embriagador de sudor, fluidos y deseo desenfrenado que llenaba el aire. Los gemidos de ambos resonaban, en un coro de lujuria que hacía vibrar las paredes. Diego, sintiendo el clímax acercarse, gruñó contra su piel. —Ya me vengo, tía —advirtió, con voz rota por la urgencia.
Elizabeth, al borde de su propio orgasmo, bajó las piernas de los hombros de Diego, envolviendo su torso con ellas, atrapándolo contra su cuerpo. —¡Préñame, sobrino! ¡Lléname de tu semen! —gimió, su voz era un grito desesperado mientras sus uñas se clavaban en los hombros de Diego, su vagina palpitaba alrededor de su verga. Él, con un rugido final, se rindió. —Es todo tuyo —jadeó, descargándose dentro de ella, su semen caliente inundó su interior en chorros intensos. Al mismo tiempo, Elizabeth se deshizo en un orgasmo devastador, su cuerpo convulsionó mientras sus líquidos se mezclaban, un río de placer que empapaba las sábanas.
Sus labios se encontraron en un beso apasionado, sus lenguas danzaban mientras sus cuerpos seguían temblando, conectados en la culminación de su deseo. La habitación, impregnada del olor de su unión, era un testimonio de una pasión que había roto todas las barreras, dejando solo el calor de sus cuerpos y la promesa de un placer que no olvidarían.
Elizabeth y Diego yacían entrelazados sobre el colchón, sus cuerpos estaban completamente cubiertos de sudor. Diego, aún encima de su tía, sentía el calor de su piel contra la suya, sentía su verga todavía alojada en la vagina húmeda y cálida de Elizabeth, palpitando con los ecos de su clímax compartido. Sus labios se encontraban en besos lentos, profundos, cargados de una ternura que los hacía parecer amantes perdidos en un mundo propio. La lengua de Elizabeth rozaba la de Diego con una suavidad que contrastaba con la intensidad de lo que acababan de compartir, cada roce era un recordatorio de la pasión que los había consumido.
Elizabeth, con los ojos entrecerrados, deslizaba sus manos por la espalda de Diego, sus dedos recorrían sus músculos tensos, sintiendo la fuerza que había reclamado su cuerpo con una ferocidad que aún la hacía temblar. Sentía los chorros de sus orgasmos mezclados, un río cálido que escapaba de su vagina, deslizándose por sus ingles, colándose entre sus nalgas y empapando las sábanas debajo de ella. La sensación era visceral, casi primitiva, como si estuviera descubriendo el sexo por primera vez. Su sobrino la había poseído con una intensidad que ningún hombre, ningún vibrador, había igualado jamás. Cada embestida había sido una declaración, cada caricia un incendio que la había hecho sentir deseada, viva, completa.
Volteó la cabeza hacia el despertador en el buró, la luz digital marcaba las tres horas que habían pasado desde que llegó a casa, un tiempo que parecía haber durado una eternidad. La habitación olía a sexo, un aroma crudo y embriagador que se mezclaba con el sudor y el calor de sus cuerpos. Diego, aún perdido en ella, inclinó la cabeza hacia sus senos, su lengua trazaba círculos lentos alrededor de un pezón endurecido, lamiéndolo con una delicadeza que arrancaba suspiros suaves de Elizabeth. La sensación de su boca, cálida y húmeda, contra su piel sensible la hacía estremecer, su cuerpo respondía incluso después del clímax, como si no pudiera saciarse de él.
—Nunca me habían cogido así, sobrino —susurró Elizabeth, su voz era un murmullo ronco, mientras sus dedos se enredaban en el cabello de Diego, guiándolo suavemente contra su seno. Él respondió con un gemido bajo, sus labios se cerraban alrededor del pezón, succionándolo con una lentitud que era casi reverente. Sus manos, aún apoyadas en las caderas de Elizabeth, acariciaban la curva de sus nalgas, sintiendo la humedad que aún goteaba entre ellas. —Eres todo lo que soñé, tía —murmuró contra su piel, su voz cargada de adoración, mientras su lengua seguía explorando, saboreando el sabor salado de su sudor.
Elizabeth, atrapada en el calor de sus caricias, sentía su cuerpo vibrar, cada roce reavivaba el deseo que aún palpitaba en su interior.
La erección de Diego había cedido, pero su verga, aún cálida, descansaba contra el muslo de su tía, una prueba tangible de la pasión que los había consumido. Sus ojos se encontraron, sus miradas estaban cargadas de una intensidad silenciosa, sin necesidad de palabras. Las sonrisas que curvaban sus labios eran cómplices, un reflejo del acto prohibido que habían cometido, un incesto que, lejos de pesarles, parecía encender una chispa de excitación en sus cuerpos.
Elizabeth, con su cabello rubio bañado en sudor, desparramado sobre la almohada, acariciaba el pecho de su sobrino con dedos lentos, trazando las líneas de sus músculos mientras su respiración se calmaba. Sus senos prominentes, aún sensibles por las caricias recientes, rozaban el torso de su él, los pezones endurecidos dejaban un rastro de calor. Diego, con una mano descansando en la curva de su cadera, la miraba con una mezcla de adoración y deseo residual, sus ojos oscuros recorrían la piel blanca de su tía, deteniéndose en la suavidad de sus nalgas y el vello púbico que enmarcaba su pelvis. El silencio entre ellos era eléctrico, cargado de la certeza de lo que habían hecho, un secreto ardiente.
Fue Elizabeth quien rompió el silencio, su voz era un susurro ronco, teñido de lujuria y satisfacción. —Eres un semental, sobrino —dijo, con una chispa traviesa mientras se inclinaba hacia él, sus labios rozaron su mandíbula—. Me llenaste con chorros de tu semen, y fue… delicioso. —Sus palabras eran una confesión cargada de placer, su mano se deslizaba por el abdomen de Diego, deteniéndose justo donde sus cuerpos aún se tocaban, sintiendo la humedad pegajosa que había quedado entre sus muslos. La sensación de su semen, mezclado con sus propios fluidos, goteando lentamente por sus ingles, la hacía estremecer, como si cada gota fuera un recordatorio de la intensidad con la que su sobrino la había poseído.
Con una sonrisa cargada de orgullo, Diego respondió a las palabras de su tía, su voz profunda resonaba con satisfacción. —Es por el mujerón que me acabo de coger, toda una diosa del sexo —dijo, sus ojos oscuros recorrían la figura de Elizabeth, deteniéndose en la curva de sus caderas y el vello púbico que brillaba con restos de su unión—. Hace doce años te vi desnuda mientras te bañabas, tía, y desde ese día soñé con esto. Por fin cumplí mi deseo de cogerte.
Elizabeth, con el cabello bañado en sudor, desparramado sobre la almohada, sonrió. Sus ojos brillaban con una mezcla de lujuria y ternura, sintiéndose deseada como nunca. Inhaló profundamente, el aire estaba cargado del olor a incesto, un recordatorio visceral de lo que habían hecho. —Te amo, sobrino —susurró, su voz era un murmullo cálido mientras sus dedos trazaban círculos suaves en la espalda de Diego—. Pero esta habitación apesta a sexo, a lo que hicimos… ¿Qué dirán tu madre o mi hija si se enteran? —preguntó, con una chispa de preocupación cruzando su rostro, aunque el calor entre sus muslos seguía palpitando, traicionaba su deseo.
Diego, sin soltarla, inclinó la cabeza y la besó con una pasión lenta, sus labios exploraban los de ella con una intensidad que los conectaba aún más. —Dirán que te cogí tan rico que no pudiste evitar querer contárselos —respondió, su voz estaba teñida de una arrogancia juguetona mientras rompía el beso, sus manos apretaban las nalgas de su tía—. Y, honestamente, no creo que a mi primita le falten ganas de que me la coja a ella también. —Sus palabras, eran un desafío provocador, e hicieron que Elizabeth sintiera una punzada de celos, sus ojos se entrecerraron mientras lo miraba.
—Si se lo haces a Atziry, procura que no me entere —dijo, con tono firme pero cargado de una sensualidad que no podía ocultar, sus dedos se clavaron ligeramente en los hombros de Diego. Sus miradas se encontraron, profundas y cargadas de una conexión que iba más allá del deseo físico, como dos enamorados atrapados en un secreto que los definía.
Sin levantarse, sin romper el abrazo, sus cuerpos seguían entrelazados, la piel de Elizabeth contra la de Diego, tía y sobrino con sus respiraciones sincronizadas en un ritmo lento. La habitación los envolvió mientras se deslizaban en el sueño, sus cuerpos aún pegados, sus corazones latiendo al unísono. Desde ese día, su relación cambiaría para siempre, marcada por un deseo prohibido que ninguno quería abandonar.
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La historia está súper buena… Buen relato sigue con la historia, Diego siguió cogiendo se a la tía? Y atziry los encontró?
Hola, Carlos. Me da gusto que estés disfrutando el relato. Ya está disponible la continuación, donde se resolverán tus dudas. ¡Saludos! Ojalá también puedas comentarlo.