Placeres prohibidos. Secreto familiar (1)

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T. Lectura: 10 min.

Con Atziry fuera de la casa por el fin de semana, la ausencia llenó el aire de una libertad cargada de deseo. Elizabeth y Diego, liberados de cualquier restricción, se entregaron a una danza de lujuria que transformó la pequeña casa en un santuario de placer. Sus cuerpos, empapados en sudor, se entrelazaban en un frenesí de posiciones que exploraban cada rincón de su pasión.

Elizabeth se arqueaba sobre el colchón, sus senos prominentes temblaban mientras Diego la tomaba desde atrás, sus manos fuertes agarraban sus caderas, las nalgas de ella chocaban con su pelvis con un ritmo que resonaba como un tambor en la habitación. Su vagina, húmeda y cálida, lo acogía con una avidez que lo hacía gruñir, cada embestida arrancaba gemidos que llenaban el aire.

En otro momento, Diego la alzó contra la pared, sus piernas lo envolvieron mientras la penetraba con una intensidad que hacía que sus ojos miel se nublaran de éxtasis. Sus labios se encontraban en besos voraces, sus lenguas danzaban mientras sus cuerpos sudados se deslizaban uno contra el otro, la fricción de su piel amplificaba cada sensación.

Elizabeth, perdida en el placer, alcanzó un orgasmo tras otro, sus gritos resonaban mientras su cuerpo convulsionaba, los fluidos de su excitación goteando por sus muslos, mezclándose con el semen de Diego en una unión que los marcaba. Él, embriagado por la visión de su tía, lamía sus pezones endurecidos, mordiéndolos suavemente mientras ella se aferraba a sus hombros, su cabello rubio caía en cascada sobre su espalda.

La habitación olía a sexo crudo, un aroma denso de sudor y deseo que impregnaba las sábanas, las paredes, el aire mismo. Cambiaron de posición una y otra vez: Elizabeth montándolo con movimientos salvajes, sus nalgas rebotando contra sus muslos; Diego encima, penetrándola con una lentitud torturante que la hacía suplicar por más. Cada orgasmo era una explosión, sus cuerpos temblaban en sincronía, sus gemidos eran un coro de lujuria que celebraba su conexión prohibida. Su relación había cambiado irrevocablemente, cada toque, cada mirada, cargada de una intimidad que los extasiaba.

Sin embargo, en un momento de pausa, con sus cuerpos aún pegados, Elizabeth miró a Diego con una mezcla de adoración y urgencia. —Esto tiene que quedar entre nosotros, sobrino —susurró, su voz era ronca mientras acariciaba su pecho, sus dedos trazando las líneas de sus músculos—. No quiero que Atziry se entere de lo que estamos haciendo, de este incesto. Prométeme que será nuestro secreto. —Sus ojos, brillando con deseo y una pizca de culpa, lo imploraban.

Diego, con una sonrisa confiada, asintió, su mano se deslizaba por la curva de sus nalgas, apretándolas con posesión. —No diré nada, tía —respondió, su voz profunda vibraba contra su piel mientras la besaba en el cuello—. Quiero seguir cogiéndote, y no voy a arruinar esto. —Sus palabras eran una promesa, sellada con un beso lento que reavivó el fuego entre ellos. La habitación, testigo de su fin de semana de placer desenfrenado, guardaba su secreto, un pacto silencioso que aseguraba que su pasión continuaría, oculta pero ardiente, mientras sus cuerpos seguían buscándose con un hambre insaciable.

Con el regreso de Atziry, la casa recobró una fachada de normalidad, un velo frágil que apenas ocultaba la corriente de deseo que seguía fluyendo entre Elizabeth y Diego. Bajo la superficie de las rutinas diarias, tía y sobrino aprovechaban cualquier instante de soledad para entregarse al fuego que los consumía. En la penumbra del estudio, cuando Atziry dormía, Elizabeth se deslizaba hacia Diego, su cuerpo aparecía envuelto en un camisón ligero que se adhería a sus curvas, sus senos prominentes presionaban contra la tela.

Diego la recibía con manos ansiosas, levantándola contra una pared, sus labios devoraban los suyos mientras la penetraba con embestidas profundas, sus cuerpos sudados chocaban en un frenesí silencioso. Sus orgasmos eran explosiones contenidas, Elizabeth mordía su hombro para ahogar los gemidos, mientras el semen de Diego se mezclaba con su humedad, goteando por sus muslos y dejando un rastro en las sábanas improvisadas del estudio. Cada encuentro era un huracán de lujuria, sus pieles empapadas de sudor, el aire cargado con el aroma crudo de su pasión.

Pero mientras Elizabeth y Diego se perdían en su secreto, Atziry ardía en su propia obsesión. La presencia de su primo en la casa era una tortura exquisita. Cada vez que lo veía deambular, con su camiseta ajustada marcando los músculos de su pecho o sus jeans delineando la fuerza de sus muslos, Atziry se mordía el labio inferior, un gesto inconsciente que traicionaba su deseo. Sus muslos se apretaban instintivamente, intentando contener la humedad que se formaba entre sus piernas, su vagina palpitaba con cada fantasía que la asaltaba. Lo imaginaba tomándola con fuerza, con sus manos fuertes levantándola, su verga llenándola mientras ella gemía su nombre.

Vestida con shorts diminutos que apenas cubrían sus nalgas bronceadas o blusas escotadas que dejaban entrever sus pezones endurecidos, Atziry coqueteaba descaradamente, rozando a Diego al pasar por el pasillo, su perfume cítrico impregnándose en el aire, sus ojos lanzándole miradas cargadas de intención.

Sin embargo, ella disimulaba el placer que sentía, escondiendo los escalofríos que recorrían su cuerpo cuando Diego la miraba. En la cocina, mientras él preparaba café, Atziry se inclinaba sobre la encimera, dejando que su blusa se abriera lo justo para revelar la curva de sus senos, su respiración era agitada mientras imaginaba sus manos arrancándole la ropa. En su habitación, sola, se tocaba, sus dedos se deslizaban bajo sus bragas, frotando su clítoris mientras cerraba los ojos y veía a Diego encima de ella, sus embestidas haciéndola gritar. Pero ante él, mantenía una fachada de inocencia, sus coqueteos disfrazados de bromas, aunque su cuerpo traicionaba su deseo con cada apretón de muslos, cada mordida de labio.

Elizabeth y Diego, ajenos a la tormenta que consumía a Atziry, seguían robándose momentos de pasión, sus cuerpos se encontraban en rincones ocultos de la casa, sus gemidos eran amortiguados por la urgencia de mantener su secreto. Pero la obsesión de Atziry crecía, un fuego que amenazaba con desbordarse, su deseo por Diego se transformaba en una necesidad, en un juego peligroso.

Una noche, Diego dormía profundamente en el estudio, su cuerpo se encontraba relajado sobre el colchón improvisado, la sábana apenas cubría su torso desnudo. El silencio de la casa se rompió cuando una sensación cálida y húmeda lo arrancó del sueño. Sus ojos se abrieron lentamente, su respiración se aceleraba al sentir unos labios envolviendo su miembro, succionándolo con una avidez que lo hizo endurecerse al instante. Lejos de asustarse, un gemido bajo escapó de su garganta, su cuerpo respondía al placer de aquella mamada. El sonido que llenaba el estudio era embriagador: el roce húmedo de una lengua contra su piel, lengüetazos largos y deliberados, y arcadas suaves que resonaban en la penumbra, cada ruido amplificaba el deseo que lo consumía.

Diego, perdido en la sensación, levantó las manos y las posó en la cabeza de quien lo complacía, sus dedos se enredaron en mechones de cabello suave, guiando el ritmo con una mezcla de urgencia y deleite. La boca que lo envolvía era cálida, ansiosa, deslizándose desde la base hasta la punta con una precisión que lo llevaba al borde. —Oh, tía, qué rico lo haces —gimió, su voz era ronca y cargada de lujuria, convencido de que era Elizabeth quien lo devoraba con tanta pasión.

Sus caderas se alzaron ligeramente, empujando más profundo, mientras sentía el calor de su boca apretarse alrededor de él. —Ya me voy a venir —gruñó, sus manos ejercieron una presión firme, manteniendo la cabeza en su lugar mientras su clímax estallaba. Chorros calientes de semen se derramaron en aquella boca ardiente, llenándola, deslizándose por la garganta que tragaba con avidez, el sonido húmedo de la deglución resonaba en sus oídos.

Cuando el último espasmo lo abandonó, Diego relajó su agarre, su respiración era pesada mientras la figura se apartaba rápidamente, con el roce de pasos ligeros abandonando el estudio en la oscuridad. No vio quién era, pero su corazón latía con una certeza feliz: su tía amaba su verga, y este acto nocturno era una prueba más de su deseo insaciable. Se recostó, su miembro aún palpitaba, una sonrisa curvaba sus labios mientras el aroma de sexo llenaba el aire, mezclado con el sudor y la intensidad del momento. La sábana, ahora arrugada, era testigo de su placer, y Diego, aun vibrando por el éxtasis, cerró los ojos, saboreando la certeza de que Elizabeth no podía resistirse a él, su cuerpo anhelaba más de esos encuentros secretos que los unían en la penumbra.

La mañana siguiente amaneció con un aire extraño en la casa. Diego se levantó, su cuerpo aun vibraba con los recuerdos de la noche anterior, y se dirigió a la cocina para desayunar. Allí encontró a Atziry, pero algo estaba fuera de lugar. En lugar de los shorts ajustados o las blusas escotadas que solían resaltar sus curvas bronceadas, llevaba un conjunto sobrio: una sudadera holgada y jeans que ocultaban su figura.

Al saludarla, esperando su habitual coqueteo descarado, Diego solo recibió un gesto cortante. —Buenos días —masculló Atziry, sus ojos esquivaron los suyos, su voz era fría como el hielo. Con Elizabeth, que preparaba café, fue igual de distante, apenas respondiendo a su madre con un murmullo antes de tomar su mochila y salir apresurada hacia la universidad, sin despedirse de ninguno. La puerta se cerró con un golpe seco, dejando un silencio incómodo.

Diego y Elizabeth intercambiaron una mirada de confusión, sus cejas estaban fruncidas mientras se preguntaban qué le pasaba. Pero, sin respuestas, decidieron dejarlo pasar, el peso de su propio secreto los mantenía ocupados. Minutos después, con la casa vacía, el deseo los consumió de nuevo. En un rapidín antes de que Elizabeth saliera al trabajo, Diego la llevó al sofá del salón, levantando su falda ajustada para revelar la tanga de encaje rojo que apenas cubría sus nalgas.

Con un movimiento rápido, deslizó la prenda a un lado y escupió en su ano, preparando el camino. La penetró lentamente, su gruesa verga se abría paso en la estrechez cálida, arrancando un gemido profundo de Elizabeth. Sus manos se aferraron a los cojines, su cuerpo se arqueaba mientras Diego empujaba con un ritmo firme, sus nalgas chocaban con su pelvis en un sonido carnoso.

—¿Dormiste bien anoche, tía? —preguntó Diego, su voz era entrecortada por el esfuerzo, mientras sus manos apretaban las caderas de Elizabeth, guiándola contra él. Ella, gimiendo, con el cabello rubio cayendo en mechones desordenados sobre su rostro, respondió con un jadeo. —Sí, sobrino… quería despertarte para cogerte, pero el sueño me ganó —dijo, con voz cargada de lujuria mientras su ano se ajustaba a cada embestida, su cuerpo temblaba de placer.

Las palabras de Elizabeth golpearon a Diego como un relámpago. Si ella no lo había despertado, entonces la boca que lo había devorado en la noche, la que había tragado su semen con avidez, no era la de su tía. Era Atziry. Y sin intención, al gemir su nombre en la oscuridad, había revelado su affaire con Elizabeth.

El shock lo atravesó, pero el placer lo mantuvo anclado. No dijo nada, dejando que el momento lo llevara. Sus embestidas se volvieron más intensas, sus manos apretaron las nalgas de Elizabeth mientras sentía su clímax acercarse. Ella, perdida en su propio éxtasis, gemía sin control, sus senos se balanceaban bajo la blusa desabrochada. Diego eyaculó en su ano, chorros calientes la llenaron mientras ella temblaba, su cuerpo convulsionó con un orgasmo que la hizo gritar.

Se separaron jadeando, sus cuerpos estaban empapados de sudor, y se fundieron en un beso apasionado, sus lenguas se entrelazaron con una urgencia que prometía más. —Esta noche, otro acostón, tía —susurró Diego contra sus labios, su voz estaba cargada de deseo. Elizabeth asintió, sus ojos miel brillaban con lujuria, ajena a la revelación que pesaba en la mente de Diego.

Se despidieron, arreglándose rápidamente, el aroma del sexo aun flotaba en el aire. Diego, con el corazón acelerado, sabía que su desliz nocturno había cambiado algo, pero su deseo por Elizabeth era demasiado fuerte para detenerse.

Esa misma tarde la casa se encontraba en una calma tensa, el sol se filtraba por las cortinas mientras Diego regresaba del despacho. Al entrar al salón, encontró a Atziry desparramada en el sillón, el resplandor del televisor iluminaba su rostro. Vestía unos leggins negros que abrazaban sus muslos y una camiseta ajustada que marcaba la curva de sus senos, los pezones apenas se insinuaban bajo la tela. Diego la saludó con una sonrisa, y voz cálida. —Hola, prima, ¿qué tal? —Pero Atziry apenas levantó la mirada, con frialdad. —Bien —masculló, cortante, volviendo su atención al televisor, su cuerpo estaba rígido en el sillón.

La actitud gélida de su prima, tan distinta a su habitual coqueteo, picó la curiosidad de Diego. Decidido a romper esa barrera, se dirigió al estudio, donde se despojó de su camisa, dejando su torso desnudo. Los músculos de su pecho y abdomen, definidos por años de ejercicio, relucían bajo la luz suave, una fina capa de sudor acentuaba cada línea. Con una idea traviesa, salió hacia la cocina, pasando deliberadamente frente a Atziry.

Ella, al verlo, no pudo evitar que sus ojos se deslizaran hacia él, su mirada traicionaba el deseo que intentaba reprimir. Diego, consciente del efecto, decidió jugar más. Tomó un vaso de agua helada, lo llevó a sus labios y bebió lentamente, dejando que unas gotas escaparan, resbalando por su barbilla, cayendo sobre sus pectorales y trazando caminos brillantes por su abdomen hasta perderse en la cintura de sus jeans.

Atziry, hipnotizada, apretó los muslos, sus manos estaban inquietas sobre el sillón. Sus ojos seguían cada gota, cada músculo que se tensaba con los movimientos de Diego. Sin darse cuenta, su mano derecha se deslizó hacia su entrepierna, sus dedos rozaron su vulva por encima de los leggins, el tejido fino dejaba sentir el calor que crecía entre sus piernas. La tela se adhería a sus labios, húmedos por la fantasía que la consumía. Un gemido suave escapó de sus labios, pero el sonido la arrancó de su trance. Con el rostro encendido, mezcla de vergüenza y furia, se levantó abruptamente del sillón, sus pasos rápidos resonaron mientras se dirigía al baño, azotando la puerta tras de sí.

Diego, apoyado en la encimera, sonrió para sí mismo, su mirada estaba fija en la puerta cerrada. Había notado el movimiento de la mano de Atziry, el rubor en sus mejillas, la forma en que sus muslos se apretaban para contener el deseo. Sabía que su prima lo quería, que su cuerpo ardía por él, y la certeza lo encendió.

Con el pulso acelerado por el juego de seducción que había iniciado, se acercó a la puerta del baño, el eco del portazo de Atziry aun vibraba en el aire. Tocó con firmeza, sus nudillos resonaron contra la madera, mientras su torso desnudo, aún húmedo por las gotas de agua que había dejado caer intencionadamente, relucía bajo la luz tenue del pasillo.

Desde el interior, la voz de Atziry cortó el silencio, teñida de irritación, pero con un matiz de vulnerabilidad. —¿Qué quieres? ¿No ves que acabo de entrar? —espetó, aunque el temblor en su tono delataba que no estaba tan firme como quería aparentar. Diego, confiado, apoyó un codo en el marco de la puerta, su postura era relajada pero cargada de una sensualidad magnética. —Ábreme, prima, quiero hablar contigo —dijo, con voz grave y persuasiva, con un dejo que prometía más que palabras.

La puerta se abrió con un crujido suave, revelando a Atziry en el umbral. Sus leggins negros se adherían a sus muslos bronceados, delineando cada curva, mientras su camiseta ceñida dejaba entrever el contorno de sus senos. Sus ojos se alzaron hacia Diego, pero al verlo recargado contra el marco, con una mano pasándose por la nuca, los músculos de su pecho y abdomen tensándose con el movimiento, no pudo evitar morderse el labio inferior. El deseo que intentaba reprimir ardía en su mirada, su respiración se volvía más pesada mientras sus mejillas se teñían de un rubor traicionero.

Sin embargo, cruzó los brazos, manteniendo su fachada de indiferencia. —¿De qué quieres hablar? —preguntó, con tono cortante, aunque sus ojos no podían dejar de recorrer el cuerpo de Diego.

Él dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio personal, el calor de su cuerpo llenaba el pequeño baño. —He notado que estás cortante conmigo desde esta mañana, prima —dijo, su voz era un murmullo seductor mientras su mano libre se alzaba para rozar la barbilla de Atziry. Sus dedos, cálidos y seguros, levantaron su rostro con suavidad, obligándola a mirarlo directamente a los ojos. —No sé si hice algo para enojarte —añadió, su pulgar acarició apenas la piel suave de su mandíbula, un contacto que hizo que Atziry temblara, una corriente de calor se deslizó desde su rostro hasta su entrepierna.

Ella, atrapada en su toque, sintió su vulva palpitar bajo los leggins, pero mantuvo su postura, negándose a ceder. —No estoy cortante —replicó, su voz temblaba ligeramente mientras saboreaba la sensación de sus dedos en su piel, haciéndola sentir como una princesa deseada—. Así soy siempre.

Diego curvó los labios en una sonrisa pícara, sus ojos entrecerrándose con una mezcla de diversión y desafío. —Claro que no, primita —susurró, acercándose aún más, dejando su torso desnudo a centímetros de ella, el aroma de su piel mezclado con el agua reciente llenaba sus sentidos—. Extrañé cómo me coqueteas, esa forma en que me miras, cómo aprietas los muslos cuando paso cerca. —Hizo una pausa, su voz bajaba a un tono íntimo y provocador—. Y anoche… carajo, me la mamaste tan rico, te tragaste hasta la última gota de mi semen. —Las palabras, crudas y directas, golpearon a Atziry como un relámpago, sus ojos se abrieron de golpe mientras el rubor en sus mejillas se intensificaba.

Su respiración se aceleró, su vulva palpitaba con más fuerza, el recuerdo de su boca alrededor de la verga de Diego todavía vívido, la calidez de su semen en su garganta avivando un deseo que no podía ignorar.

El baño, pequeño y cargado con la tensión sexual que vibraba entre ellos, se convirtió en un escenario donde el secreto de la noche anterior colgaba como una chispa a punto de encender un incendio. Atziry, atrapada entre la furia, la vergüenza y un anhelo que la consumía no pudo responder de inmediato, su cuerpo traicionándola mientras los ojos de Diego la devoraban, prometiendo un juego que apenas comenzaba.

Las palabras de él, crudas y directas, habían caído como un trueno. Atziry, con la voz temblando, cedió ante la verdad. —Sí, ok, acepto que te la mamé —admitió, su tono era una mezcla de shock y vergüenza, sus mejillas ardían mientras recordaba la sensación de su verga en su boca, el calor de su semen deslizándose por su garganta—. Pero cuando estabas a punto de venirte, dijiste que te encantaba que mi madre, tu tía, te la chupara. Eso me tiene confundida. ¿Qué pasa entre ella y tú? ¿Acaso cogen, par de cerdos?

Continuará…

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