BDSM y exhibicionismo en pareja

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Era ya tarde y Alicia, mi mujer, llegó a casa tras su jornada laboral. Yo había subido mi último relato y ya había recibido algunos comentarios elogiosos; estaba contento. Mientras le servía una copa de vino, noté en su mirada distraída que había pasado alguna cosa.

-¿Todo bien?

-Pues la verdad es que estoy un poco confusa y arrepentida -me contestó mientras paladeaba la bebida.

-¿Y eso?

-Algo en el trabajo que no debería haber ocurrido…

Por un momento había creído que se trataba de una discusión con su amante, pero no.

-Ha sido una experiencia inesperada… Me he enrollado con alguien… Nunca lo hubiera imaginado.

Me tragué de un sorbo el vino que quedaba en la copa.

-¡Joder! ¡No será con Ignacio, tu jefe…!.

-No, no… Ha sido con… Cristina.

-¡¿Cristina?! ¿Tu compañera? Pero si estuvimos hace poco cenando con ella y su marido y estuvimos hablando de la comunión de su hija, es muy creyente… No sabía que tú… que a ti… que a ella… ¡Joder joder!

Me llené la copa de nuevo y me lo relató brevemente. Que aquella tarde Cristina llevaba un jersey de cuello alto muy ceñido, que se le marcaban mucho los pezones y no podía dejar de mirarla, que se le puso muy cerca para analizar juntas un informe en su ordenador, que olió su perfume y un mechón de su pelo le rozó la mejilla, luego el contacto casual de sus manos….

-En fin -me dijo- que nos calentamos y acabé comiéndole el coño en el baño.

La miré a los ojos, serio pero excitado, y rematé la conversación.

-Cariño, creo que mereces un castigo.

-Sí, he pecado. Lo que quieras.

-Vamos entonces…

Era un castigo lo que iba a recibir. Desdoblados, en ese momento no éramos marido y mujer sino amo y esclava. Su dolor sería mi placer; su placer, ser una ofrenda en mi altar.

Mientras Alicia esperaba en el salón tal como ya se había convenido en otras ocasiones, yo preparaba lo necesario y recordaba, no solo su última aventura, sino también tantas otras que había vivido y me había explicado. Siempre me lo acababa confesando todo y luego pedía expiación. Como aquella vez que la encontré en los baños de un hotel follando con una camarero durante la boda de su hermana.

Con los utensilios que precisaba (antifaz, esposas, grilletes, látigo y una vela), me dirigí lentamente al lugar del castigo. Dejábamos todas las luces encendidas y las cortinas corridas porque sabíamos que un matrimonio de mediana edad nos espiaba desde la ventana de enfrente, ocultos en la oscuridad. Cuando terminaban nuestras sesiones, uno de ellos encendía un cigarrillo. Imaginaba que lo hacía tras haberse masturbado, quizás mutuamente, mientras nos observaban.

Alicia, desnuda y de rodillas, con la cabeza baja, se mantenía callada. Me gustaba contemplar su cuerpo durante unos instantes, aquellas pequeñas estrías en sus muslos, la celulitis en las nalgas, todo aquello que la identificaba como una mujer real, una mujer madura lista para todo en la intimidad de un modo que nadie que se la hubiera encontrado en sus quehaceres diarios hubiera imaginado; todo aquello que la hacía deseable.

Le tapé los ojos, le esposé las muñecas a la altura del vientre y le coloqué los grilletes de acero. La levanté de un brazo y la apoyé en el sofá, de pie, el culo bien expuesto.

El momento previo. Cuando te falta la respiración antes de empezar. Me desnudé mientras la tenía a la espera, sus piernas temblando a causa de su postura, el dolor de las esposas clavándosele en el vientre. Le levanté la cabeza tirándole del pelo y le metí en la boca una mordaza con bola como si fuera una yegua sin domar. Y con la palma de la mano, le di en las nalgas, una vez y otra y otra y otra. Gemía. Oía su respiración fuerte. Su culo enrojeció bajo mis golpes. Rocé su entrepierna con mi pene erecto y luego con el mango del látigo hasta llegar a su ano. Escupí en él y le introduje un plug cromado. Gimió.

Mientras recordaba todos sus pecados, empecé a azotarla, fuerte, en la espalda, en el culo, en los muslos. Alicia se removía. Mis músculos, tensos. Los latigazos empezaban a dejar marcas, líneas con las que iba expiando sus errores, sus placeres. Le quité la mordaza. “¡¿Quieres más?!”. Asintió y, separándole las nalgas, libre del plug, la penetré sin piedad. Gritó. La embestí varias veces por el estrecho canal masajeando su clítoris al mismo tiempo, pero aún no era el momento. La tumbé boca arriba en el sofá y la dejé descansar mientras yo preparaba lo siguiente. Encendí una vela roja y me puse a su lado.

Fui dejando caer la cera caliente sobre su piel, sus pechos. Reprimió un grito. Seguí por su vientre, sus ingles, su coño. Notaba su placer en el dolor. A medida que la cera se enfriaba, yo me calentaba más y más. Mi glande sobresalía húmedo del prepucio, impaciente otra vez. Agarrándola de un brazo, la lancé al suelo; “de rodillas”, le dije, “¿quieres mi perdón?. ¡Abre la boca!”. Me masturbé jadeando y le lancé mi semen, que cayó espeso en su lengua. Mientras lo hacía, miré hacia el ventanal y entonces vi en el edificio de enfrente una fugaz llamita que se encendía.

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