El precio del glamur (3)

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T. Lectura: 7 min.

Cuando el cielo empezó a clarear, mi cuerpo ya no tenía fuerza. Tenía el ano adolorido, la vagina húmeda, los muslos marcados, los labios hinchados de tanto mamar.

—Te ves preciosa así… usada —me dijo acariciándome el cabello—. Como una muñeca de carne que nadie puede igualar.

Y me besó la frente.

Como si todo lo anterior hubiese sido amor.

No sabía cuánto tiempo había pasado. La habitación olía a sexo, a sudor y a tequila. Mis muslos aún temblaban por dentro, y el eco de los gemidos flotaba en el aire como una bruma invisible. Yo estaba tendida boca abajo, con las piernas abiertas, la piel húmeda, el cabello revuelto… y una sonrisa idiota de placer absoluto.

Alfredo se había recostado a mi lado, acariciando lentamente la curva de mi espalda con la yema de sus dedos. Me miraba como quien contempla una obra bien terminada. Pero en su sonrisa… había más. Mucho más.

—¿Sabes qué es lo más bonito de ti, Alexa?

—¿Qué? —pregunté en voz baja, sin fuerzas pero deseándolo todo.

—Que no finges. Todo lo que sientes, lo gritas. Y eso me vuelve loco.

Me besó la nuca. Luego se levantó. Se paseó desnudo por la habitación, tan cómodo, tan dueño de todo. Abrió el cajón junto a la cama y sacó algo que hizo que mi cuerpo, por instinto, se tensara otra vez.

Un látigo de tiras negras, de esos que no cortan… pero que saben dejar huella. Lo agitó una vez en el aire. Sonó suave, pero cargado de promesa. Luego sacó una vara delgada, tipo riding crop, con una punta pequeña de cuero.

—¿Confías en mí?

Asentí. Estaba dispuesta.

—Ponte en cuatro. Quiero verte desde todos los ángulos.

Me levanté sobre mis rodillas. Mi cuerpo ya sabía obedecerlo. Mi trasero elevado, mis pechos colgando, mi respiración corta.

Me metió el plug anal una vez más. Esta vez entró con facilidad. Mi ano se abrió dócil, obediente, caliente. Yo gemí cuando sentí la presión dentro de mí. Me encantaba esa sensación de estar llena… usada… lista.

—Muy bien, muñeca. Ahora viene el verdadero castigo.

Me acarició las nalgas con la mano, y luego soltó el primer golpe con el látigo. No fue fuerte. Fue perfecto. Un latigazo suave, múltiple, como si mi piel se encendiera en tiras finas.

Otro.

En la entrepierna.

Mi clítoris se estremeció. La mezcla de calor, miedo, deseo, me hizo gemir largo, ronco, sucio.

—¿Te gusta que te castiguen?

—Sí… me encanta…

—¿Y si te pego en esa conchita mojada?

—Pídelo —dijo.

—Pégame ahí, Alfredo… pégame donde me gusta…

El látigo cayó directo sobre mi vulva. La sensación fue electrizante. Un golpe rápido, cálido, húmedo. Me arqueé. El plug dentro de mí pareció moverse, como si se hiciera parte del castigo.

Me dio otro. Más fuerte. Y luego otro más. Mis labios vaginales latían de placer, y entre ellos escurría mi excitación sin pudor.

—Qué rico suena tu concha cuando la castigo —dijo con voz ronca.

Se acercó. Con mucho cuidado, quitó las pinzas de mis pezones, y las reemplazó.

Las colocó ahora en los labios de mi vulva. Una en cada lado.

El dolor era agudo, breve… pero exquisito. El placer se volvió mental, sucio, absoluto.

Me sentía como una obra de perversión perfecta.

—Mírate, Alexa… —dijo mientras me ponía frente al espejo—. Una puta de lujo, con las pinzas en la panochita, el plug bien metido en el culo, y la piel marcada por mi látigo.

Yo apenas podía hablar. Solo respiraba agitada, mojada como si mi cuerpo se derritiera en placer.

Y entonces… vino la vara.

Se colocó de pie frente a mí y comenzó a acariciar mis senos con la punta de cuero. Al principio, suave. Luego más firme. La deslizó por mis pezones adoloridos, y me azotó con precisión en múltiples ocasiones.

—¡Ahhh! —grité. Pero no fue dolor. Fue liberación.

Otro golpe. Más fuerte. Justo en el centro de mis tetas.

—¿Duele, perrita?

—Sí… pero lo amo…

—Dímelo mejor.

—¡Me encanta, Alfredo! ¡Dame más! ¡Castígame!

El último golpe me lo dio en ambos pezones al mismo tiempo. Mi cuerpo se estremeció. Me corrí… sin que me tocara. Un orgasmo puramente mental, sucio, humillante, delicioso. Grité su nombre. Temblé entera. Me desplomé de rodillas.

Él me sostuvo, me abrazó.

—Estás hecha para esto, nena. Para ser adorada y castigada a la vez. Nos quedamos abrazados unos minutos. Respirando. Volviendo.

Y él, en silencio, empezó a acariciarme entre las piernas una vez más… porque la noche aún no se terminaba.

No sabía si era noche o madrugada. La habitación olía a deseo viejo, a sexo profundo, a sudor seco sobre sábanas vino. Mi cuerpo era una masa temblorosa de placer: el ano sensible por tantas entradas, la concha hinchada de tanto uso, la piel marcada por los juguetes, los labios vagamente partidos por tantas gemas de gemido.

Y yo… aún quería más.

Alfredo estaba sentado a un lado, con los ojos clavados en mí. Me miraba con calma, pero con ese fuego controlado que ya conocía. Su verga colgaba pesada, usada, y aún así comenzaba a endurecerse otra vez. Sabía que no había terminado conmigo.

—¿Te queda algo de cuerpo para mí, Alexa? —dijo con voz grave, mientras se ponía de pie y se dirigía al buró.

—No sé… —respondí jadeando—. Pero pruébame.

Lo escuché abrir un frasco. El mismo lubricante espeso, brillante, transparente. El sonido pegajoso me dio escalofríos. Me estremecí de anticipación.

—Ponte a cuatro.

Obedecí sin pensar. Subí las rodillas a la cama, abrí bien las piernas, hundí el pecho y la cara contra el colchón, y alcé el culo hacia el techo como una puta bien entrenada. La espalda arqueada, la conchita abierta, el ano expuesto. Era una imagen perfecta. Lo sabía. Lo sentía.

Él se colocó detrás de mí y me acarició las nalgas con sus palmas grandes, firmes. Las abrió. Me escupió. Me frotó. Me adoró.

—Mírate —murmuró—. Qué hermosamente destruida estás. Y aún así… me la suplicas.

El plug seguía dentro. Lo tocó, lo giró un poco, lo besó con la lengua. Me hizo gemir con solo sentir su respiración caliente ahí.

Y entonces lo hizo. Lo retiró.

Lo sacó con una lentitud asquerosamente erótica, haciendo presión hacia afuera, girándolo con suavidad mientras lo deslizaba.

—Te lo voy a llenar mejor —susurró con una sonrisa oscura—. Ahora quiero sentir cómo me tragas de verdad.

El plug salió con un sonido húmedo, seguido de un gemido mío, grave, tembloroso. Mi ano quedó completamente abierto, tibio, vulnerable. Listo.

Y entonces comenzó el verdadero juego.

Primero, sus dedos. Uno, dos, tres. Todos lubricados, suaves, seguros. Mi cuerpo los recibió como si ya los conociera, como si los necesitara.

—Respira… y siente.

Mi esfínter se abrió. Lo sentí presionar con firmeza. Despacio. Constante. Con dominio. Su mano avanzaba, nudillo por nudillo, como si me abriera con una llave invisible. Yo gemía. Jadeaba. Lloraba de gusto.

Hasta que su puño estuvo completamente dentro.

—¡Ahhhh…! —grité, con la cara aplastada contra la cama, los brazos temblando, el cuerpo arqueado—. ¡Sí, Alfredo! ¡Dámelo todo!

Me dejó así. Quieto. Llenándome. Mi ano se adaptaba. Se expandía. Palpitaba. Me masturbaba por delante mientras su otra mano me poseía por detrás.

—Te trago entero… —susurré sin darme cuenta—. ¡Me llenas tan rico!

Se movió. Dentro. Giró lentamente la muñeca. La presión cambió, tocó nervios profundos. Me derretí. Me arqueé. Me corrí sin que nadie me tocara el clítoris.

Era el orgasmo más animal de mi vida. Silencioso. Sudado. Salado. Interno. No fue un grito… fue un colapso.

Cuando por fin retiró su mano, con esa mezcla de cuidado y brutalidad que solo él sabía equilibrar, yo me sentía vacía de nuevo… y desesperada por volver a llenarme.

Pero aún quedaba una parte de mí.

Me giró de lado, me acomodó las piernas, y sin decir una palabra, empezó a trabajar en mi vagina.

Uno… dos… tres dedos. Luego más. Me abría con calma, con experiencia. Yo gemía y me mordía la muñeca. La concha se abría. Goteaba. Pedía.

Y entonces sentí esa presión conocida. Su mano avanzaba. Las paredes de mi sexo la abrazaban. La invitaban. Se abrían.

Hasta que entró. Toda.

Me llenó. Me abrió. Me poseyó por dentro como nadie.

—¡Rómpeme! —grité—. ¡Destrúyeme rico, Alfredo!

Él se inclinó sobre mí. Me mordió la espalda baja. Me sujetó con fuerza. Me embistió con su propia mano.

Y me corrí de nuevo.

Me vino un squirt sucio, escandaloso, directo a sus muñecas. Grité, gemí, solté lágrimas calientes por el placer que me quemaba desde dentro.

Cuando salió de mí, lentamente, dejó mis dos entradas dilatadas, palpitando, abiertas como bocas satisfechas. Yo ya no era yo. Era solo una cosa feliz. Una muñeca de carne reventada por el deseo.

Él me abrazó por detrás. Me besó en el cuello.

—Eres perfecta. Y mía. Esta noche no la olvido jamás.

Yo solo sonreí. Aún desnuda. Aún temblando. Pero completamente llena.

Me estiré bajo las sábanas vino, con las piernas adoloridas, el sexo sensible y el ano aun vibrando con un calor tibio, como si algo suyo se hubiera quedado dentro. El cuarto seguía oliendo a nosotros. A placer. A gemidos pegados en las paredes. A cuerpo rendido.

Alfredo ya no dormía. Estaba sentado a la orilla de la cama, vistiéndose con calma, abotonando su camisa de lino azul con esa elegancia suya, natural, de hombre que tiene el control incluso después de follar salvajemente.

Cuando me incorporé, me miró y sonrió.

—¿Cómo amaneciste, muñeca?

—Con el cuerpo hecho trizas… y el alma sonriendo —respondí.

Se acercó. Me besó en la frente. Luego tomó mi bolso, lo abrió y colocó un fajo de billetes doblado, sin decir palabra. Yo lo observaba en silencio, sin prisa. Cuando terminó, lo cerró con suavidad, como si sellara un pacto.

Ya me había pagado los $3,000 por adelantado la noche anterior… pero esto era otra cosa.

Propina.

—¿Qué es eso? —pregunté con una ceja alzada, medio en broma.

—Un regalo. Porque no todos los días uno folla con una muñeca tan deliciosa como tú. Son mil más, y no acepto que me los devuelvas.

Me mordí el labio. Ese gesto me derritía. Tenía clase incluso cuando me trataba como su perra.

—Gracias —susurré.

Fui al baño. Me duché con calma, dejando que el agua caliente me borrara los rastros físicos… pero no el recuerdo. Me vestí: tanguita limpia, lencería doblada, jeans de vinipiel, la blusa blanca, tacones negros, la chamarra de vinipiel. Me miré en el espejo. El cabello peinado. La mirada tranquila.

Volví a ser “yo”.

—¿Te llevo? —preguntó Alfredo al verme salir del baño.

—No hace falta. Pediré un taxi. Discreción, ¿recuerdas?

Me miró, asintió y sonrió, como si entendiera que la muñeca debía regresar sola al mundo.

—Haz lo que quieras, muñeca. Ya eres toda una reina. Pero no te desaparezcas.

—Lo pensaré.

Tomé mi bolso. Salí de la habitación. Bajé la escalera sin mirar atrás.

El taxi me esperaba afuera. Subí sin apuro, con la sensación tibia de satisfacción recorriéndome por dentro.

—¿A dónde la llevo?

—A Andares, por favor. Directo al Palacio de Hierro.

El chofer asintió. Me recosté en el asiento. Las calles pasaban frente a mí como si fueran parte de un sueño. Y yo, todavía con las piernas entumidas de tanto placer, iba a recoger mi premio.

Apenas entré a la tienda, mis ojos se clavaron en esa bolsa Guess negra con el logo en relieve… era justo mi estilo: elegante, atrevida, con toques dorados y ese aire provocador que combina perfecto con mis jeans ajustados y escotes. Tenía correa corta para llevarla al hombro y otra larga por si quería cruzarla… simplemente me imaginé caminando con ella y supe que tenía que ser mía.

Costaba $2,890. No dudé. La tomé. La pagué en efectivo. Ni pregunté por otra. Me la colgué del brazo. Me miré en el espejo de la tienda. Y sonreí.

Ahora sí era mía. Y la había ganado con cada gemido, con el dolor que desgarraba mi ano y vagina, con el sudor ardiente que empapaba mi piel.

Pedí otro taxi. Me recosté en el asiento, viendo las calles pasar.

Llegué a casa tranquila. Mamá no estaba. Turno en el hospital.

Entré. Silencio.

Subí a mi cuarto. Me quité la chamarra. Guardé el bolso en el clóset, encima de mis cosas favoritas. Me quité los jeans. Me acosté. Cerré los ojos.

Y mientras me acomodaba en la cama, sentí ese ardor suave entre las piernas, esa vibración callada en el culo… ese recordatorio perfecto de lo que valía.

Sonreí sola.

El glamour cuesta.

Pero a veces… se paga con placer.

Alexandra Love.

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