Placeres prohibidos. Ángel del incesto (1)

0
12661
29
T. Lectura: 9 min.

Desde que Elizabeth descubrió el encuentro ardiente entre Diego y Atziry en el baño, sentía los celos como un fuego que le quemaba el pecho. La imagen de su hija, entregada al placer con su sobrino, se repetía en su mente, pero el deseo que sentía por Diego era más fuerte que cualquier resentimiento.

Resignada, aceptó la realidad: tanto ella como Atziry se habían convertido en las amantes de Diego, putas rendidas a su verga, cogiendo con él en una danza de lujuria que las consumía. Cada encuentro con Diego era una explosión de placer, sus cuerpos sudados entrelazándose en rincones ocultos de la casa, sus gemidos resonando en la penumbra. Elizabeth, con sus senos prominentes temblando bajo sus blusas ajustadas y su vagina palpitando por él, sabía que haría lo que fuera para seguir siendo suya, incluso si eso significaba compartirlo.

Atziry, ajena al pacto silencioso entre su madre y Diego, vivía en su propia burbuja de deseo. Una mañana, apareció en la cocina con una tanga blanca que apenas cubría sus nalgas, la tela fina se hundía en su piel, dejando poco a la imaginación. Su blusa de tirantes, translúcida y pegada a su cuerpo, revelaba los contornos de sus senos, los pezones rosados endurecidos marcándose como si gritaran por atención.

Caminaba con una sensualidad descarada, sus caderas se balanceaban mientras preparaba café, el aroma de su perfume cítrico llenaba el aire. Diego, sentado en la mesa, no pudo resistirse. Cuando Atziry pasó a su lado, su mano se disparó hacia su nalga derecha, apretándola con fuerza, sus dedos se hundieron en la carne firme. Mantuvo la mano ahí, acariciándola lentamente durante varios segundos, un gesto posesivo que hizo que Atziry sonriera, mordiéndose el labio inferior mientras un calor líquido crecía entre sus muslos.

Elizabeth, de pie junto a la encimera, sintió una punzada de celos que le atravesó el cuerpo como un cuchillo. Sus ojos miel se entrecerraron, observando la mano de Diego en la nalga de su hija, la forma en que Atziry se arqueaba ligeramente, disfrutando del contacto. La blusa de Elizabeth, ajustada a sus curvas, dejaba ver el movimiento de sus senos mientras su respiración se aceleraba, el deseo y la furia se mezclaban en su interior. Quería gritar, reclamar a Diego como suyo, pero se contuvo, apretando los puños. Sabía que él la estaba provocando, que ese toque descarado era una prueba de su poder sobre ambas. Su vagina, traicionándola, palpitó al imaginar a Diego tomándola con la misma intensidad, su verga llenándola como lo hacía con Atziry.

Atziry, ignorante de los celos de su madre, se giró hacia Diego, su tanga blanca brillando bajo la luz de la cocina, y le lanzó una mirada cargada de invitación antes de continuar con su rutina. Elizabeth, con el corazón latiendo desbocado, se obligó a mantener la calma, su cuerpo vibraba con una mezcla de deseo y posesividad.

Atziry, aun sintiendo el calor de la mano de Diego en su nalga, notó la mirada de su madre desde la encimera de la cocina. Los ojos miel de Elizabeth, cargados de una intensidad que no pudo descifrar, la observaron en silencio, pero sin reprenderla.

Para Atziry, esa falta de reacción fue una señal tácita, una autorización implícita para seguir dejando que Diego la tocara con esa posesión descarada. Ignorante de que su madre sabía del fuego que ardía entre ella y su primo, Atziry decidió aprovechar el momento. Con un tono coqueto, sus caderas se balancearon ligeramente bajo la tanga que apenas cubría sus nalgas, se acercó a Elizabeth. —Mamá, ¿me dejas hacer una fiesta el viernes por la noche? —preguntó, con voz melosa, y un dejo juguetón en sus ojos café claro.

Elizabeth, con los brazos aún cruzados bajo sus senos prominentes, frunció el ceño, su falda ajustada marcaba las curvas de sus caderas. —No sé, hija, no me parece buena idea —respondió, con tono firme pero vacilante. Atziry, sin rendirse, dio un paso más cerca, su perfume cítrico llenó el aire. —Por favor, mamá, tú también puedes estar ahí —insistió, y en un gesto audaz, colocó ambas manos sobre los senos de Elizabeth, levantándolos ligeramente bajo la blusa. —Te pones un vestido provocativo para que luzcas estos melones —dijo, rozando con sus dedos la tela, sintiendo la firmeza de los senos de su madre, un movimiento que era tanto provocación como desafío.

Elizabeth, sorprendida, sintió un rubor subir por sus mejillas, pero no apartó las manos de su hija. El contacto, inesperado y cargado de una intimidad extraña, la hizo estremecerse, su vagina palpitaba bajo la falda mientras la halagaban.

—Está bien, hija —cedió Elizabeth, su voz se suavizó, con un destello de picardía en sus ojos mientras miraba a Diego, que observaba desde la mesa con una sonrisa contenida. —Pero no te pongas celosa si ese día me robo todas las miradas —añadió, guiñándole un ojo a su sobrino. La idea que cruzó su mente era incendiaria: quería cogerse a Diego en la fiesta, frente a todos, un acto de posesión para demostrarle a Atziry que ella era la verdadera dueña de esa verga que ambas adoraban. Quería que su hija viera cómo Diego se rendía a sus curvas, cómo su cuerpo temblaba bajo sus caricias, dejando claro que Atziry solo tenía prestado lo que en verdad le pertenecía a ella.

Atziry, ajena a los planes de su madre, sonrió con complicidad, lanzándole una mirada a Diego que prometía más. Elizabeth, con el corazón acelerado y los celos aun ardiendo en su pecho, sintió una mezcla de deseo y desafío.

El jueves antes de la fiesta, Atziry se encontraba fuera de casa disfrutando el día con unas amigas, Diego y Elizabeth encontraron un momento robado en el silencio del departamento. Elizabeth, sentada a horcajadas sobre Diego en el sillón del salón, sentía el calor de su cuerpo bajo ella. Su falda ajustada se había deslizado hacia arriba, revelando los muslos blancos y la tela fina de una tanga de encaje negro que se hundía entre sus nalgas.

Sus senos prominentes, apretados contra la blusa, rozaban el pecho de Diego mientras se besaban con una pasión desenfrenada, sus lenguas danzaban en un frenesí que llenaba el aire con el sonido húmedo de sus labios. Diego, con las manos hundidas en las nalgas de su tía, las apretaba con fuerza, sintiendo la carne suave ceder bajo sus dedos. —Mañana, tía, quiero que seas la más puta de todas en la fiesta —susurró contra su boca, su voz era grave y cargada de deseo—. Ponte un vestido corto, uno que tengas, que deje ver este par de nalgas perfectas y con un escote que muestre tus tetas. Quiero que todos te miren, que te deseen.

Elizabeth, con la respiración agitada, sintió un escalofrío recorrerla, sus pezones se endurecían bajo la blusa mientras la idea la encendía y avergonzaba a partes iguales.

—Pero, Diego, ¿cómo crees? —respondió, su voz temblaba, un rubor subía por sus mejillas—. Ya estoy muy mayor para andar con esas cosas. —Sus palabras, teñidas de inseguridad, fueron cortadas por la mirada endurecida de Diego. Su tono se volvió firme, casi amenazante. —¿No has entendido, ¿verdad? —dijo, sus manos apretaron sus nalgas con más fuerza, haciéndola jadear—. Si yo te digo que hagas algo, lo haces. Eres mi puta, tía. Si no, no habrá más verga para ti. Solo será para tu hijita. —Las palabras, crudas y dominantes, golpearon a Elizabeth como un látigo, su vagina palpitaba bajo la tanga al imaginar a Diego reservando su deseo solo para Atziry.

Sin pensarlo, Elizabeth se lanzó hacia él, sus labios chocaban con los de Diego en un beso apasionado, desesperado. —Perdóname, sobrino, soy una tonta —gimió entre besos, su cuerpo temblaba de deseo mientras se rendía por completo—. Seré la más puta de la fiesta, te lo prometo. —Diego, satisfecho, correspondió su beso, sus manos recorrieron su espalda, atrayéndola más cerca. —Mámame la verga ahora mismo —ordenó, su voz era un gruñido que vibró contra su piel. Elizabeth, ansiosa por complacerlo, se levantó del sillón, dejando caer su falda al suelo en un movimiento rápido, la tanga de encaje negro relució bajo la luz. Diego, con igual urgencia, se bajó los pantalones y el bóxer, liberando su verga dura, palpitante, lista para ella.

Elizabeth se puso de cuclillas frente a él, sus rodillas rozaban el suelo, sus manos temblaban de excitación mientras tomaba el miembro de Diego con ambas manos. Lo masturbó lentamente al principio, sus dedos se deslizaban por la piel caliente, sintiendo cada vena bajo su toque. Luego, con un hambre que no ocultaba, se inclinó y engulló la verga, sus labios la envolvieron con una avidez que arrancó un gemido profundo de Diego. Su lengua danzó alrededor de la punta, lamiendo con precisión antes de deslizarse hacia abajo, tomando más de él en su boca. El salón, impregnado del aroma de su deseo y el sonido húmedo de su mamada, era un escenario donde Elizabeth, rendida al dominio de Diego, sellaba su promesa de ser suya, dispuesta a todo para mantenerlo.

Con la tanga de encaje negro aún puesta, deslizó su mano derecha bajo la tela, sus dedos encontraron su clítoris hinchado, masajeándolo con movimientos rápidos que enviaban chispas de placer por su cuerpo. Su vagina, empapada, acogió dos dedos que se deslizaban con facilidad, imaginando que era la mano de Diego la que la exploraba, sus dedos fuertes se hundían en su calor. Esta fantasía la encendió aún más, y su boca se volvió voraz alrededor de la verga de su sobrino.

Sus labios, húmedos y apretados, se deslizaban por el miembro duro, ensalivándolo con una dedicación que llenaba el salón con sonidos húmedos y carnales. Cada lengüetazo, cada succión profunda, resonaba en la casa, mezclándose con arcadas suaves cuando la verga llegaba al fondo de su garganta, haciendo que lágrimas brotaran de sus ojos miel, deslizándose por sus mejillas ruborizadas.

Elizabeth, perdida en su tarea, se atragantaba con una mezcla de devoción y lujuria, su lengua danzaba alrededor de la punta antes de engullir todo el miembro, sintiendo las venas bajo su paladar. Su mano libre acariciaba los testículos de Diego, rozándolos con suavidad, mientras su otra mano seguía frotando su clítoris, sus dedos estaban empapados por sus jugos.

Diego, con los ojos en blanco, gruñía de placer, su cuerpo estaba tenso en el sillón mientras observaba a su tía entregarse con una pasión que lo llevaba al borde. —Tía, qué bien lo haces —masculló, su voz estaba rota por el éxtasis, mientras ella, con lágrimas brillando en su rostro, redoblaba sus esfuerzos, decidida a darle el mejor oral de su vida.

Tras casi veinte minutos de esta danza febril, el aire estaba cargado con el aroma de su deseo, y parecía que estaban a punto de pasar a un frenesí aún más intenso. Diego, incapaz de contenerse, colocó una mano en la nuca de Elizabeth, sus dedos se enredaron en su cabello rubio mientras empujaba su verga más profunda en su garganta. Ella, gimiendo contra su piel, acogió el movimiento, su garganta se contrajo alrededor de él, el sonido de sus arcadas llenaba el espacio. Pero justo cuando el placer amenazaba con desbordarlos, un sonido agudo rompió el hechizo: el tintineo de llaves forcejeando en la cerradura de la puerta principal.

Elizabeth, con la verga aún en su boca, abrió los ojos de golpe, el pánico se mezcló con el calor que palpitaba entre sus piernas. Diego, congelado por un instante, soltó su agarre, ambos atrapados en la tensión de una interrupción que amenazaba con exponer su secreto ardiente.

La puerta principal se abrió de golpe, y Atziry entró al departamento, el aire cargado de un aroma que le era intensamente familiar: el olor crudo y embriagador de la verga de su primo. Sus sentidos se encendieron, y sin dudarlo, se apresuró hacia el salón, donde sus tacones resonaron en el suelo de madera.

Al llegar, sus ojos se abrieron de par en par al encontrar a Diego en el sillón, con su mano envuelta alrededor de su verga dura, masturbándose con movimientos lentos y deliberados. La visión de su primo, con el torso desnudo y los músculos tensos, hizo que un calor líquido se disparara entre sus muslos. Elizabeth, alertada por el sonido de la puerta, se había escabullido con rapidez detrás de la barra de la cocina, agachada, su corazón latía desbocado mientras el aroma de su propia excitación aún estaba impregnaba en su piel.

—Primito, qué rica sorpresa me das —susurró Atziry, cargada de coquetería mientras se mordía el labio inferior, sus ojos recorriendo la verga de Diego, brillante y erecta—. Pero mi mamá está en casa, y si te ve así, no quiero que se le antoje. —Su tono era juguetón, pero con un dejo de posesividad. Diego, con una sonrisa pícara, se recostó en el sillón, su mano aun acariciaba su miembro. —Tranquila, primita, mi tía no ha llegado —mintió, su voz grave vibraba con desafío—. Por eso quise recibirte así, lista para mí. —Desde su escondite, Elizabeth tragaba saliva, el calor de los celos y el deseo se mezclaba en su pecho al escuchar la conversación. Su vagina palpitaba bajo la tanga de encaje negro, traicionada por la imagen mental de Diego y Atziry juntos.

—En ese caso, cógeme aquí mismo —respondió Atziry, dejando caer las bolsas de compras al suelo con un ruido sordo. Sin perder un segundo, se deshizo de su vestido amarillo, el tejido se deslizaba por su cuerpo hasta revelar un conjunto de lencería del mismo color, el sujetador y la tanga abrazaban su piel blanca como un contraste ardiente. Los encajes apenas contenían sus senos firmes, los pezones rosados eran visibles a través de la tela fina, mientras la tanga se hundía entre sus nalgas, destacando su figura esbelta. Diego, con los ojos brillando de lujuria, gruñó de aprobación. —Estás buenísima, prima —dijo, abriendo los brazos para recibirla mientras ella se lanzaba hacia él.

Atziry se subió al sillón, a horcajadas de Diego, sus muslos abiertos lo rodearon mientras sus labios se encontraban en un beso apasionado. Sus lenguas se entrelazaron con urgencia, explorando con un hambre que llenaba el salón con el sonido húmedo de sus bocas. Las manos de Diego recorrieron la espalda de Atziry, deslizándose bajo la tanga para apretar sus nalgas, sintiendo la carne suave ceder bajo sus dedos. Ella, gemía contra su boca, frotó su pelvis contra la verga dura de Diego, la tela de su lencería se empapaba con sus jugos. Elizabeth, desde su escondite, apretó los muslos, su respiración era pesada mientras el espectáculo de su hija y su sobrino encendía un fuego de celos y deseo que amenazaba con consumirla.

Diego y Atziry, envueltos en un torbellino de deseo, se dejaron caer sobre el sillón del salón, sus cuerpos estaban ansiosos por fundirse una vez más. Diego, con una mirada cargada de desafío, deslizó la tanga amarilla de Atziry por sus muslos, la tela fina rozó su piel antes de que la arrancara por completo.

Con un gesto deliberado, la aventó hacia la cocina, donde aterrizó cerca de la barra tras la cual Elizabeth permanecía escondida. El acto fue una provocación directa, una señal para su tía de lo que estaba por suceder. Elizabeth, agachada, vio la prenda caer como un trofeo de la lujuria de Diego, su corazón latía con una mezcla de celos y excitación. Bajó el rostro hacia el suelo, su respiración era agitada mientras debatía internamente si salir y detener el espectáculo o rendirse al deseo que la consumía al imaginar a Diego poseyendo a su hija.

Atziry, ajena a la presencia de su madre, abrió las piernas ampliamente, sus muslos relucían con los jugos que ya empapaban su vagina depilada.

—Métemela antes de que llegue mi mamá —susurró con una voz ronca, sus ojos brillaban con lujuria—. Aunque, la verdad, no me importa si se entera. Soy tu puta, primo, y eso me encanta. —Sus palabras, crudas y desafiantes, hicieron que la verga de Diego palpitara con urgencia. Sin preámbulos, aprovechando la humedad que goteaba entre los labios de su prima, se hundió en ella de una sola estocada, su miembro grueso irrumpió en su vagina con una fuerza que arrancó un gemido apasionado de Atziry. Sus caderas se alzaron para encontrarse con él, moviéndose al ritmo de sus embestidas, un baile carnal que llenaba el salón con el sonido húmedo de sus cuerpos chocando.

Diego, con un gruñido de placer, desabrochó el brasier amarillo de Atziry, liberando sus senos firmes, los pezones rosados estaban erectos bajo la luz tenue. Se inclinó sobre ella, su boca devoraba las tetas con una brusquedad que la hacía arquearse. Lamía y mordisqueaba los pezones con avidez, su lengua trazaba círculos mientras sus manos apretaban la carne suave, dejando marcas ligeras en su piel blanca. Atziry, perdida en el éxtasis, gemía sin control, sus caderas se movían más rápido, su vagina se apretaba alrededor de la verga de Diego con cada embestida. —Sí, primo, así, cógeme más duro —jadeó, sus manos se enredaban en el cabello de Diego, atrayéndolo más contra sus senos mientras el placer la consumía.

Desde su escondite, Elizabeth, con la tanga de su hija a centímetros, sentía su vagina palpitar bajo la falda, sus propios jugos humedecían su ropa interior.

Sentía los celos y el deseo arder en su interior mientras los gemidos de Atziry y el sonido rítmico de las embestidas de Diego resonaban desde el salón. La cogida entre su hija y su sobrino se volvía más intensa, los jadeos de Atziry llenaban el aire con una pasión que hacía vibrar el cuerpo de Elizabeth. Incapaz de resistirse, tomó una decisión impulsada por la lujuria. Con dedos temblorosos, recogió la tanga amarilla de Atziry, que yacía en el suelo como un trofeo de la audacia de Diego.

La acercó a su rostro, inhalando profundamente el aroma embriagador de los jugos de su hija, un olor dulce y salado que encendió un fuego en su entrepierna. Con un impulso casi animal, lamió la tela justo donde la humedad de Atziry había dejado su marca, saboreándola como si fuera una paleta de hielo, su lengua se deslizaba por el encaje con una mezcla de deseo y amor.

Continuará…

Loading

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí