Me cogí a un hombre 30 años mayor (1)

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T. Lectura: 8 min.

Soy Lau y esta es otra de mis historias de mi juventud.

Todos los veranos iba a la costa a trabajar, ese año conseguimos una casa a pocos metros del mar. Todo parecía un paraíso. El aire puro, charlar con María mi compañera en un antiguo banco de madera, con el sonido del mar a solo cientos de metros más adelante, con un cielo imponentemente.

La casa de al lado vivían una pareja de unos cincuenta y tantos años, que solo nos separaban unos ligustros y en donde tenía una cancha de vóley con arena en el patio donde se juntaba a jugar con amigos de su edad. Él se llamaba Miguel, un hombre interesante a la vista, alto con algunas canas, una voz gruesa, que nos volvía loquita con tantos piropos.

Nos cruzábamos siempre en la calle o en la playa que quedaba a metros, pero la mayor cantidad de veces era en el patio mientras él cuidaba de las plantas de su jardín.

Una tarde que estaba oscura y no daba para ir a la playa, me puse un bikini negro con lazos anudados, además de un pareo que me cubría desde la cintura hasta abajo. Al verme, como siempre no escatimaba en piropos, que me hacían sentir muy bien.

Al rato llegaron sus amigos con los que los sábados juega vóley de tres contra tres, que enseguida se ponen con los torsos desnudos, mostrando sus kilos demás, rollos, sin ningún complejo, pero uno fallo y escuche un grito:

—¿Quieres jugar al vóley? Mi esposa junto con la de ellos ha desaparecido, y nos falta uno para completar el juego.

Pues lo cierto es que no sé jugar mucho al vóley, pero no era plan de rechazar ya que no tenía mucho para hacer en la tarde.

—¡Eso es, nos ha salvado la tarde! Ven, caramelito, vas a ser mi compañera, dijo Miguel.

La cancha de arena débilmente delineada, con una pobre y desgastada red que la partía, se encontraban los cuatro amigos de Miguel, sentados en un banquillo y charlando amenamente, torsos al desnudo y con shorts solamente. Una pequeña conservadora de hielo repleta de latas de cerveza estaba a un costado.

—¡Madre de dios!, ¿de qué parte del cielo caíste, Lau? —picó su amigo al verme. Era Gabriel, muy alto, de complexión física bastante agradable para mi vista. De seguro en su juventud fue algún deportista. Piel morena, bien peinado y afeitado, todo un galán que me conquistó con su mirada penetrante y sonrisa cautivadora con hoyuelos.

—¿Esta es tu vecina, Miguel? —preguntó Rafael. Bajito en comparación a sus amigos, algo peludo, con una tímida pancita cervecera, de risa contagiosa y chispeantes ojos—. ¡Creo que estoy enamorado!

—Compórtense, amigos. Se llama Lau. Mira, caramelito, este es Gabriel. El otro es Rafael. No les hagas mucho caso, solo están bromeando contigo.

—¡Buenas tardes! Saludé.

—¡Ah, pero no pongas esa carita tan linda, que yo cuando entro en la cancha no tengo piedad de nadie! ¡Aquí no hay amigos, solo rivales! ¡Me transformo en la cancha! —amenazó Federico.

Íbamos a comenzar, así que me retiré el pareo para ponerlo en el banquillo, iba a estar mucho más cómoda sin él.

—¡Uy! ¡Menudo bombón! Y otros murmullos escuche, sin saber de quienes provenían.

—Ni caso, quieren ponerte nerviosa, caramelito, ¡vamos a jugar! Dijo Miguel.

Me pidió que sacara, y no puedo encontrar las palabras para describir el cosquilleo intenso que sentía con tanto piropo, pero me agradaba porque no eran groseros. El corazón se quería desbocar; abracé la pelota y sonreí como una tonta mientras se acomodaban en sus puestos.

Así que lancé la pelota al aire, arqué mi espalda hacia atrás y, dibujando un semicírculo con el brazo, mandé el balón con un poderoso salto. Cuando seguí la trayectoria del balón con la mirada, me di cuenta de que tanto Miguel como sus amigos preferían observarme a mí antes que a la pelota picando en el área contraria.

Estaban boquiabiertos y extrañados. En ese entonces pensé que simplemente fueron buenitos conmigo y me regalaron un punto fácil, para romper el hielo.

El juego siguió hasta que en una pelota me tiró al suelo para levantarla y el lazo de la parte inferior de mi bikini se había desprendido, revelando mis carnecitas; no sé qué fue lo que alcanzaron a ver, pero seguro que mi cola quedo con la bikini corrida a un costado quedando mi cola al descubierto, aparte que se llenó de arena mi interior.

Me ajusté cinco o seis veces las tiras en mi cintura, no fuera que me volviera a suceder otra vez.

El juego siguió, pero los señores maduritos, preferían verme sin perder detalles antes que observar el balón. Creí que me iba a desmayar, es decir, no tenía ni idea de qué estaba mostrándoles ahora pero ahora la parte superior de mi bikini es la que se había corrido…

Esta vez, los tres hombres se prestaron a ayudarme para asegurar cada uno de los lazos de mi bikini. Gabriel llegó a bromear de que no me fiara de Rafael, que seguro los iba a aflojar, pero por suerte eran solo chistes para subirme el ánimo.

Era el turno de que los contrarios sacaran la pelota. Y el juego se puso muy raro porque todos los balones me los mandaban a mí para que pudiera esforzarme y regalarles la vista no solo de frente sino detrás, cada vez que corría, saltaba y me lanzaba a por todos los envíos. Pero era evidente que no jugaba bien al vóley, siempre terminaba fallando mis remates, tropezándome y hasta gimiendo de dolor cada vez que los balones venían fuerte.

Por suerte no sucedió nada raro. Cuando terminó, que por cierto perdimos, nos volvimos para sentarnos en el banquillo. Ya estaba ocultándose el sol en el horizonte, las cervecitas empezaron a correr. Rafael me pasó una latita.

Luego de un rato más bebiendo y riendo, cruce el cerco para ir a mi casa porque ya estaba anocheciendo aprovechando mover el culo porque sabía que esos hombre tenían sus ojos en él. Lo cierto es que me estaba encantando ese lado coqueto y picarón de ese hombre, ya ni decir de sus amigos. Los accidentes durante nuestro juego de vóley quedaron allí, como un secreto enterrado bajo la gruesa arena.

Había cenado sola, porque María salió con uno de sus chongos, salí al patio, y en ese momento escucho unos tímidos gemidos provenientes de la casa vecina. Era evidente que ellos, por la pinta, estaban queriendo “hacer algo”. Yo me reí.

Así que sigilosamente cruce el cerco, y miré de reojo la ventana que estaba abierta donde Miguel y su mujer estaban haciéndolo. Gracias al brillo de una luz tenue podía ver la silueta oscura de ambos allí adentro. Iba a irme, pero escuché a Miguel rogándole a su señora:

—Mira, querida, mira cómo estoy, no me dejes así.

Descubrí, al acercarme silenciosamente, que no estaban teniendo sexo. Por la sombra que proyectaba, entendía que él estaba sobre su esposa, animándole a que tuvieran relaciones, pero la señora no quería saber nada.

Miguel se puso de rodillas sobre la cama, de perfil, y pude ver boquiabierta su pija. Empezó a estrujársela, parecía que buscaba la mano de su esposa para que ella comprobara su estado, pero la mujer no quería saber nada de nada.

Me calenté tanto viendo aquella espada que no dudé en meter mano bajo mi short de algodón y tocarme. No lo podía creer, ese señor rogaba por sexo y su señora no lo quería contentar.

Disfruté de las dos vertientes del voyerismo aquella vez. De tarde, exhibiéndome a unos señores. De noche, espiando a Miguel masturbándose. Pensé, mientras mis finos dedos entraban y salían de mi húmeda gruta, que seguramente Miguel estaba así gracias a mí y mis accidentes durante el juego de vóley. Seguramente se tocaba imaginando mi cola, mi sexo, mis pezones.

Me mordí un puño para no gemir por el orgasmo que tuve. Caí allí, en el suelo, retorciéndome y tensando mis dedos dentro de mí. Mientras recuperaba mi vista, que se había nublado durante el clímax, volví a mirar la ventana; el pobre hombre, también se estaba corriendo en un pañuelo o camiseta que se acercó él mismo.

Miguel, susurré con mis finos dedos haciendo ganchos en mi húmeda cueva, viendo chispas doradas en el cielo negro.

A la mañana siguiente, ahí estaba. Pero ahora era distinto. O quizás era yo la que lo veía diferente. Más hombre. Más marcado. Camisa abierta en el pecho, el sol le doraba la piel. Tenía esa energía de los hombres que ya no buscan aprobación, solo placer.

—Hola—saludó desde su patio, con esa voz grave y pausada que a veces me hacía apretar los muslos.

—Hola… —le sonreí.

Esta vez él cruzo la cerca con dudas como si su cuerpo quisiera, pero su cabeza le dijera que no era lo correcto.

Lo dejé entrar a mi casa. Lo guie a la sala y caminé delante de él, sabiendo muy bien lo que le estaba mostrando. No exagerado, no obvio… pero medido. Casi casual. Como si no supiera lo que hacía.

—¿Te doy algo de tomar? ¿Agua fría? —ofrecí, girándome hacia él con la cabeza inclinada y la sonrisa más inocente que tenía.

—Sí, gracias. Hace calor.

Fui a la cocina, abrí la heladera y tomé la botella. Me incliné para sacar un vaso de la repisa baja, y sabía que, desde su posición, podía ver perfectamente cómo mi bikini se enterraba en mi cola. Lo hice despacio. Muy despacio. Luego me incorporé, como si nada.

Volví con el vaso en la mano, sujetándolo con los dedos envueltos en hielo que goteaba. Se lo ofrecí y, al entregárselo, nuestras manos se rozaron. Solo un segundo. Pero su piel estaba caliente.

—¿Tú siempre estás así de cómoda en casa? —preguntó, con una media sonrisa que intentaba esconder algo.

—¿Así cómo?

—Ya sabes. Con esa ropa tan…

—¿Relajada?

—Digamos… peligrosa.

Me reí suave, mirándolo a los ojos.

Sus ojos bajaron por mi cuerpo, solo un momento, como si luchara con sí mismo. Y volvió a subir la mirada.

Me mordí el labio, suave.

Se quedó callado. Dio un sorbo al agua. Me senté frente a él, recostada en el sofá. Subí una pierna, doblándola junto a mí. Sabía que esa posición levantaba un poco más la remera, dejando a la vista parte de mi abdomen. No lo miraba directamente. Lo sentía observar. Lo dejaba adivinar si era un juego… o simplemente yo siendo yo.

El silencio fue espeso. Solo el sonido de su respiración, lenta, más profunda. Su mano en el borde del sofá. La mía, cerca. Muy cerca.

Me incliné de nuevo, fingiendo que iba a recoger el vaso vacío de la mesa baja. Me estiré, dejando que la remera cayera hacia adelante. Esta vez más. Esta vez lo obligué a mirar. Su mano rozó mi muslo sin querer.

O eso quiso hacerme creer.

Me giré despacio, sentándome recta. Y me acerqué. Me puse de rodillas sobre el sofá, quedando justo frente a él. Su espalda estaba apoyada, sus piernas abiertas, las manos firmes sobre los muslos.

Me incliné sobre él. Nuestros labios estaban a centímetros. Su respiración golpeaba la mía.

Y entonces… se rindió.

Al principio poso su mano sobre mi muslo suave. Como si aún dudara. Pero mi cuerpo respondió tan rápido, tan natural. Su otra mano me sostuvo de la cintura, su boca buscó la mía.

—Esto es un error —dijo.

—Entonces dime que pare —respondí.

No lo dijo.

Sus manos subieron a mi cintura otra vez, me atrajeron más a él. Sentí su cuerpo contra el mío: firme, ancho, duro. Su pecho latía fuerte, su respiración era grave, y la tela de su pantalón comenzaba a tensarse peligrosamente contra mi abdomen.

Me miró, con los ojos oscuros encendidos, nos paramos y me dirigió a mi habitación, solo asentí sin decir nada, casi temblando. Y su mano se deslizó por mi espalda mientras me guiaba. Sentí cómo me observaba desde atrás.

Entramos a mi cuarto, pequeño, con las cortinas cerradas y la luz apenas filtrándose. Cerré la puerta, y cuando me di vuelta, él ya estaba ahí, mirándome con esa intensidad que parecía derretirme desde adentro.

Se acercó lento. Levantó una mano y me acarició el rostro con una suavidad que contrastaba con el fuego en su mirada.

Esta vez más lento. Más íntimo. Sus labios jugaban con los míos, sin apuro. Como si saborearme fuera un placer en sí mismo. Sus manos se apoyaron en mis caderas y luego subieron, colándose bajo la tela de mi remera. Rozaron la piel caliente de mi abdomen, mis costillas… hasta que, sin decir palabra, la levantó.

Yo levanté los brazos para dejársela quitar. Y ahí me tuvo, frente a él, desnuda de cintura para arriba. Me miró con esa devoción animal que hace que una se sienta deseada de verdad, mientras sus manos se posaban con ternura en mis pechos.

Sus dedos jugaron suavemente con mis pezones duros por el deseo. Inclinó la cabeza y su boca descendió, hasta atraparlos con esos labios cálidos y esa lengua húmeda que lamía despacio, saboreando cada reacción mía.

Me empujó con suavidad hacia la cama. Me dejé caer, jadeando, mientras él se arrodillaba frente a mí. Tiró de mi bikini con delicadeza, bajándolo por mis piernas, besando el interior de mis muslos, yo ya estaba empapada. Lo sabía. Lo sentía.

Me miraba como si tuviera enfrente un manjar. Se inclinó y dejó un beso justo sobre mi intimidad. Sentí su aliento caliente contra mí. Y luego su lengua, lenta, arrastrándose sobre la humedad que ya no podía ocultar.

Su lengua se movía con una precisión increíble, alternando entre movimientos circulares y lentos, y otros más rápidos y profundos. Lamía con hambre, con deseo, con esa entrega que no se finge. Su lengua bajaba, exploraba, luego subía de nuevo al centro exacto, justo donde yo más lo necesitaba.

Sus manos me sostenían firme por las caderas, mientras me devoraba sin descanso. Lo hacía por mí. Para mí. Como si ese placer fuera su propósito.

Mi cuerpo temblaba, la espalda arqueada, los muslos temblando. Y cuando su dedo entró lento mientras su lengua no se detenía, no pude resistir más.

Me corrí en su boca. Con fuerza. Con un gemido que no pude controlar, que salió de lo más hondo de mí.

Él no se apartó. Me sostuvo mientras mi cuerpo se sacudía en olas. Solo cuando bajé del clímax, levantó la cabeza, sus labios húmedos, su mirada satisfecha.

—Eso era lo que quería para ti —dijo, con esa voz grave que me hizo estremecer otra vez.

Y sin darme respiro, se incorporó y comenzó a desabrochar su camisa.

Vi su pecho: ancho, fuerte, con vello oscuro. Su abdomen era duro, marcado, con una ligera línea que descendía hasta el borde de su pantalón. Me mordí el labio, deseando sentirlo encima de mí, dentro de mí.

Me arrodillé sobre la cama, todavía temblando por dentro, mientras se desabrochaba el último botón de su camisa, sin quitarme los ojos de encima. Su torso era todo lo que imaginaba.

Me acerqué, lo tomé por la cintura y bajé la mirada hasta el botón de su pantalón.

Él no dijo nada. Solo se quedó ahí, respirando más fuerte, dejándome hacer.

Continúa, es una de las historias que más le gusta mi marido.

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