Placeres prohibidos. Ángel del incesto (2)

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Consumida por la excitación, se acostó en el suelo de la cocina, el frío del azulejo contrastó con el calor abrasador de su piel. Deslizó su propia tanga negra por sus muslos, dejándola a un lado, y comenzó a masturbarse con la prenda de Atziry, frotándola contra su clítoris hinchado. Sus dedos, empapados por sus propios jugos, presionaban la tela contra su vagina, cada roce enviaba descargas de placer que la hacían arquearse.

Con la otra mano, levantó su brasier, liberando sus enormes senos, que rebotaron libres, sus pezones estaban endurecidos. Los lamía con avidez, su lengua trazaba círculos alrededor de ellos, mientras los apretaba con fuerza, imaginando que era Diego quien los devoraba, mientras hundía su verga en su vagina en lugar de la de Atziry.

Los gemidos de su hija, cada vez más altos y desesperados, amplificaban su excitación. Elizabeth, perdida en su fantasía, imaginaba que era ella a quien Diego embestía, su cuerpo temblaba bajo sus manos fuertes. El roce de la tanga de Atziry contra su clítoris la llevaba al borde, su vagina palpitaba mientras sus jugos goteaban por sus muslos. Pero en un instante de éxtasis, un gemido agudo escapó de sus labios, rompiendo el silencio de la cocina.

Al darse cuenta, el pánico la atravesó. Rápidamente se tapó la boca con una mano, su respiración era agitada mientras dejaba caer la tanga de Atziry donde la había encontrado. Con el corazón latiendo desbocado, se levantó del suelo, con sus senos aún expuestos y su vagina empapada, se escabulló sigilosamente hacia su habitación, cada paso era un esfuerzo por no hacer ruido. Cerró la puerta lentamente, el clic apenas fue audible, mientras el eco de los gemidos de Atziry y Diego seguía resonando en su mente.

Sumidos en un torbellino de éxtasis, sus cuerpos entrelazados en el sillón, envueltos en una lujuria que parecía consumir el aire a su alrededor. Atziry, con las piernas abiertas y su vagina empapada, sentía la verga gruesa de Diego hundiéndose en ella con cada embestida, llenándola hasta el límite.

Sus senos desnudos, libres tras la caída de su brasier amarillo, rebotaban con cada movimiento, los pezones rosados endurecidos bajo las caricias bruscas de su primo. Diego, con los ojos oscuros brillando de deseo, besaba apasionadamente a Atziry, sus labios devoraban los suyos en un choque húmedo y febril. Su lengua exploraba su boca, luego descendía a su cuello, lamiendo la piel bronceada, dejando un rastro de saliva antes de hundirse en sus senos, chupando los pezones con una avidez que arrancaba gemidos agudos de su prima.

—Primita, eres mía —gruñó Diego contra su piel, su voz ronca mientras sus manos apretaban las caderas de Atziry, guiándola para que sus movimientos se sincronizaran con los suyos. Cada embestida era profunda, su verga rozaba cada rincón de su vagina húmeda, haciendo que Atziry gritara sin control, sus gemidos resonaban en la sala, ajena a cualquier otra presencia en la casa.

El riesgo de estar cogiendo a metros de donde Elizabeth se escondía, detrás de la barra de la cocina, encendía a Diego aún más, su excitación era amplificada por la audacia de su acto prohibido. Atziry, perdida en el placer, sentía su cuerpo al borde del colapso, cada penetración la llevaba más cerca de un orgasmo que prometía ser devastador. —Sigue, primo, cógeme más fuerte —jadeó, sus manos se enredaban en el cabello de Diego, atrayéndolo hacia sus senos mientras sus caderas se movían con desesperación.

Justo cuando el placer amenazaba con estallar, un gemido suave pero inconfundible llegó desde la cocina, rompiendo la concentración de Atziry. Sus se abrieron de golpe, su cuerpo se tensó mientras intentaba identificar el sonido. Por un instante, su oído se agudizó, buscando más pistas, pero el silencio que siguió la hizo dudar.

Diego, demasiado inmerso en el ritmo de sus embestidas, no notó su distracción, sus manos apretaban las nalgas de Atziry mientras seguía penetrándola con fuerza. Ella, decidiendo ignorar el ruido, volvió a entregarse al momento, sus gemidos retomaron su intensidad mientras sus caderas se movían con más urgencia. —Hazme venir, primo —susurró, su voz rota por el deseo, mientras su vagina se contraía alrededor de la verga de Diego, llevándolos a ambos al borde de un clímax compartido.

Atziry, se mantuvo concentrada en el placer que Diego le arrancaba, estaba a segundos de un orgasmo que la haría temblar, su cuerpo estaba completamente rendido al hombre que la poseía sin reservas.

Ambos alcanzaron el clímax en un estallido sincronizado que los dejó temblando. Sus orgasmos, intensos y devastadores, los envolvieron en una ola de placer que resonó en el salón. Atziry, con su vagina palpitando alrededor de la verga de Diego, sintió chorros calientes de semen llenarla, mezclándose con sus propios jugos que goteaban por sus muslos. Diego, gruñendo, apretó sus nalgas con fuerza, su cuerpo se estremeció mientras vaciaba cada gota en su interior.

Durante varios minutos, permanecieron así, agitados, abrazándose con una intimidad que contrastaba con la ferocidad de su acto. Sus labios se encontraron en besos tiernos, sus lenguas se mezclaban suavemente, mientras sus respiraciones pesadas llenaban el aire cargado del aroma de su sexo.

Cuando sus cuerpos comenzaron a calmarse, Atziry, con los senos aún desnudos y los pezones sensibles al roce, rompió el silencio. —Tenemos que vestirnos antes de que llegue mi mamá —susurró, con voz suave pero teñida de urgencia, mientras se deslizaba del regazo de Diego, su vagina aún húmeda goteaba ligeramente.

Diego, manteniendo la mentira que había tejido, asintió con una sonrisa cómplice. —Sí, primita, mejor apurémonos —respondió, poniéndose de pie para recoger su bóxer y el pantalón, la tela se ajustó a su miembro aún sensible. Atziry, mientras tanto, buscó su tanga amarilla por la sala, sus caderas se balanceaban mientras revisaba el sillón y el suelo. —¿A dónde aventaste mi tanguita, Diego? —preguntó, su tono era algo alterado, un dejo de frustración en su voz mientras su piel blanca relucía bajo la luz, su vagina depilada estaba expuesta ante la mirada hambrienta de su primo.

—Creo que cayó en la cocina —respondió Diego, su voz fue vacilante al darse cuenta de su error. La mención de la cocina, donde Elizabeth permanecía escondida, hizo que su corazón se acelerara. Atziry, sin captar la implicación, frunció el ceño y se dirigió rápidamente hacia la barra, su cuerpo desnudo se movía con una sensualidad natural. —Espera, yo te la traigo —dijo Diego, apresurándose tras ella, el pánico crecía en su pecho. Pero Atziry, ignorándolo, llegó primero y encontró la tanga amarilla en el suelo, justo donde había caído tras el gesto provocador de Diego. Para alivio de él, no había rastro de Elizabeth, quien se había escabullido momentos antes.

Atziry levantó la prenda, sosteniéndola entre sus dedos, y frunció el ceño. —Qué extraño, no recuerdo haberla dejado tan mojada —murmuró, llevándola a su nariz. Un aroma delicioso, pero diferente al suyo, invadió su olfato: una mezcla dulce y almizclada que no reconoció de inmediato. Sus ojos se entrecerraron, una chispa de curiosidad cruzó su mente, pero guardó silencio, decidiendo no profundizar en el misterio. Diego, observándola, sintió un alivio momentáneo, aunque su mirada seguía fija en la vagina depilada de su prima, aún brillante por sus fluidos mezclados.

Ambos terminaron de vestirse en silencio, Atziry deslizó la tanga húmeda por sus muslos, el encaje abrazaba sus nalgas mientras se ponía el vestido amarillo. Juntos, acomodaron el sillón, borrando las evidencias de su encuentro apasionado. Luego, Atziry, con una sonrisa traviesa, se dirigió al baño para ducharse, dejando a Diego solo en la sala, el eco de su orgasmo aun vibraba en su cuerpo.

A la mañana siguiente, el aroma del café recién hecho llenaba la cocina, donde Diego y Elizabeth compartían un desayuno en una calma tensa. Elizabeth, con una blusa ajustada que marcaba sus senos prominentes y una falda que abrazaba sus caderas, cortaba fruta con movimientos precisos, aunque su mente estaba atrapada en los celos y el deseo que la consumían desde el encuentro en la sala. Diego, sentado a la mesa, con una camiseta que delineaba sus músculos y unos jeans ajustados, sorbía su café, su mirada estaba cargada de una confianza que rozaba la arrogancia. El silencio entre ellos vibraba con una tensión sexual no expresada, hasta que el sonido de pasos ligeros rompió la escena.

Atziry salió de su habitación, su figura estaba envuelta en un babydoll morado de tule casi transparente, una prenda que dejaba poco a la imaginación. La tela etérea se adhería a su piel blanca, revelando los contornos de sus senos firmes, los pezones rosados endurecidos eran claramente visibles bajo la luz de la mañana. No llevaba nada debajo, su vagina depilada estaba expuesta bajo el borde del babydoll, un desafío descarado que hizo que el aire se cargara de inmediato. Caminó hacia la cocina con una sensualidad deliberada, sus caderas se balanceaban, consciente de que los ojos de Diego y Elizabeth seguirían cada movimiento. Era una provocación calculada, una prueba para ver cómo reaccionaría su madre ante su descarada exhibición.

Elizabeth, al verla, dejó caer el cuchillo con un tintineo, sus ojos se abrieron con una mezcla de incredulidad y furia contenida. —¡Atziry, vete a vestir decentemente! —espetó, con voz cortante mientras cruzaba los brazos bajo sus senos, haciendo que la blusa se tensara aún más—. ¡Aquí está tu primo presente!

Atziry, con una sonrisa traviesa, se detuvo junto a la mesa, dejando que la luz resaltara la transparencia de su babydoll, sus pezones y la curva de su pelvis quedaron expuestos sin pudor. Diego, sin perder un segundo, intervino con un tono juguetón y provocador. —Por mí no te preocupes, tía —dijo, mientras recorría con la mirada el cuerpo de Atziry con un hambre evidente—. Si mi primita quiere vestirse así, no tengo inconveniente. Además, se ve riquísima. —Su voz, ahora estaba cargada de deseo, hizo que un escalofrío recorriera la piel de Atziry, su vagina palpitó bajo la tela fina.

Elizabeth, con los celos ardiendo en su pecho, sintió un calor traicionero entre sus muslos, su propia excitación la traicionaba. —Diego, por favor, respeta a tu prima —replicó, con tono firme pero tembloroso, sus manos se apretaron contra la encimera—. O al menos respétenme a mí. —Sus palabras intentaban sonar autoritarias, pero el rubor en sus mejillas y el brillo en sus ojos revelaban el conflicto interno entre su indignación y el deseo que Diego despertaba en ella.

Interrumpiendo la reprimenda de su madre, Atziry alzó la voz con un tono juguetón pero firme. —Ya, mamá, ahorita voy a ponerme otra cosa, no te alteres —dijo con picardía mientras se apoyaba en la mesa—. Por cierto, la fiesta de hoy será de disfraces, así que piensen en su mejor opción. —Con un movimiento deliberado, dio media vuelta, el babydoll se levantó lo suficiente para exponer sus nalgas blancas, redondas y firmes.

Diego, incapaz de contenerse, se puso de pie en un impulso, sus jeans ajustados marcaban la erección que crecía ante la visión. Con un movimiento rápido, su mano impactó contra la nalga derecha de Atziry, el sonido de la nalgada resonó en la cocina. La piel blanca de su prima se tiñó de un rojo tenue, la marca de su mano se grabó como un sello de posesión. Atziry dejó escapar un gemido, mitad queja, mitad placer, y giró el rostro hacia él, mordiéndose el labio. —Travieso —susurró, su voz estaba llena de coquetería, antes de caminar hacia su habitación, sus caderas se balancearon con una sensualidad que desafiaba a ambos.

Cuando Atziry desapareció, Diego volvió a sentarse frente a Elizabeth, quien apretaba su taza de café, sus senos prominentes subían y bajaban bajo la blusa con cada respiración agitada. Los celos ardían en sus ojos miel, pero Diego no le dio tiempo a procesarlos. —Ya la oíste, tía, será de disfraces —dijo, su voz era autoritaria, inclinándose hacia ella hasta que sus rostros estuvieron a centímetros—. Pero eso no cambia nada. Quiero que te vistas como te dije: el vestido más corto que tengas, con un escote que deje ver esas tetas perfectas. Serás la más puta de todas, porque te voy a coger frente a todos. —Sus palabras, crudas y dominantes, hicieron que un escalofrío recorriera el cuerpo de Elizabeth, su vagina palpitó bajo la falda mientras imaginaba la escena.

Sin esperar respuesta, Diego se acercó más, tomando su rostro entre sus manos y la besó con una pasión que le robó el aliento. Sus labios se fundieron, sus lenguas se entrelazaron en un baile húmedo, mientras sus manos bajaron para apretar las caderas de Elizabeth, sintiendo la curva de sus nalgas bajo la tela. Ella, rendida al deseo, correspondió el beso con igual intensidad, un gemido quedó atrapado en su garganta. Cuando se separaron, Diego se levantó, dejándola sola en la cocina, sentada con su café, su rostro estaba ruborizado y una sonrisa traviesa curvó sus labios. La idea de ser tomada por Diego frente a todos, en una exhibición pública de su sumisión, no la incomodaba; al contrario, la encendía, su cuerpo vibró con la promesa de ser reclamada por él en la fiesta.

La cocina, impregnada del aroma del café y la tensión sexual que aún flotaba, era testigo de la audacia de Diego y la rendición de Elizabeth, quien, sola con sus pensamientos, ya imaginaba el vestido que usaría para cumplir su mandato, lista para demostrar que ella también podía ser la reina de su deseo.

La noche de la fiesta transformó el pequeño departamento en un hervidero de risas, música pulsante y deseo latente. Los invitados llegaban en un goteo constante, llenando el espacio con una energía vibrante pero cuidadosamente controlada por Atziry, quien había invitado justo a las personas necesarias para mantener un ambiente íntimo pero animado. Algunos lucían disfraces inspirados en la serie del momento, con capas oscuras y máscaras que destilaban misterio.

Otros, más atrevidos, optaron por atuendos provocadores: vestidos ceñidos que marcaban curvas generosas, tops que apenas contenían senos voluptuosos y medias de rejilla que insinuaban más de lo que cubrían. Unos pocos se limitaron a pintar sus rostros como calaveras, los colores vibrantes destacando bajo las luces tenues, añadiendo un toque macabro pero sensual al ambiente.

Atziry, la reina de la noche se había disfrazado de Wednesday Addams, pero con un giro descaradamente erótico. Su vestido negro, tan corto que apenas rozaba la parte superior de sus muslos, dejaba al descubierto la curva inferior de sus nalgas blancas con cada paso, un espectáculo que atraía miradas hambrientas. El escote pronunciado del atuendo abrazaba sus senos firmes, la tela fina delineaba los pezones rosados que se endurecían con la emoción de la fiesta.

Su piel pálida, casi luminosa bajo la luz suave, contrastaba con el negro del vestido, convirtiéndola en el centro de todas las miradas. Sin embargo, sus trenzas, parte esencial del disfraz, se deshacían, mechones sueltos caían sobre sus hombros y rompían la ilusión. Frustrada, Atziry se escabulló del bullicio, sus tacones resonaron mientras se dirigía al cuarto de su madre, decidida a encontrar algo que perfeccionara su look.

Entró a la habitación de Elizabeth, el aire estaba impregnado de un perfume floral que se mezclaba con la tensión sexual que Atziry llevaba consigo. La luz de una lámpara de mesa proyectaba sombras suaves sobre el tocador, donde comenzó a rebuscar en los cajones con dedos ansiosos, sus uñas pintadas de negro para el disfraz se deslizaban entre cosméticos, joyas y telas en busca de una cinta para el cabello. Cada movimiento hacía que el vestido se alzara, exponiendo más de sus nalgas, la piel blanca relucía como una invitación.

Su vagina, apenas cubierta por una tanga de terciopelo negra que había elegido para provocar, palpitaba con el calor de la anticipación, sabiendo que Diego estaba en la fiesta, sus ojos oscuros siguiéndola, deseándola. Inclinada sobre el tocador, sus senos presionaban contra la tela, sus pezones endurecidos rozando el borde del escote, enviando escalofríos por su cuerpo.

Mientras buscaba una cinta para sus trenzas deshechas, sus dedos tropezaron con algo inesperado: un vibrador, escondido entre las telas. Atziry se quedó inmóvil por un instante, sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y picardía. —Mi mamá es una cochinota —susurró para sí misma, una sonrisa traviesa curvó sus labios mientras miraba hacia la puerta para asegurarse de que estaba cerrada.

Confirmando su privacidad, Atziry encendió el vibrador, el zumbido suave resonó en la habitación silenciosa. Con un movimiento lento, deslizó su tanga de terciopelo a un lado, exponiendo su vagina depilada, ya reluciente por la excitación. Posicionó el juguete en la entrada de su vagina, el contacto inicial envió una descarga de placer que hizo que sus rodillas temblaran. Un gemido suave escapó de sus labios mientras el vibrador rozaba su clítoris, las vibraciones intensas hacían que su cuerpo se arqueara. Incapaz de sostenerse, se dejó caer sobre la cama de Elizabeth, el colchón crujió bajo su peso mientras abría las piernas, el vestido subió hasta su cintura. Sus senos, apenas contenidos por el escote pronunciado, rebotaban ligeramente.

Atziry, con los ojos entrecerrados, comenzó a deslizar el vibrador dentro de su vagina, imaginando que era la verga de Diego penetrándola. Cada movimiento del juguete la llevaba más lejos, su mente recreaba las embestidas de su primo, su cuerpo sudoroso sobre el suyo. Sus gemidos se volvieron más audibles, el zumbido del vibrador se mezcló con el sonido húmedo de su vagina mientras sus jugos goteaban por sus muslos. Sus caderas se movían instintivamente, buscando más profundidad, más intensidad, mientras sus dedos libres apretaban un pezón a través del vestido, amplificando el éxtasis que la consumía.

Pero justo cuando el placer amenazaba con estallar, un golpe fuerte en la puerta la arrancó de su trance. —¡Atziry, apúrate! —gritó una de sus amigas desde el pasillo—. ¡Los invitados siguen llegando y la anfitriona no está! —Atziry, con el corazón acelerado, sacó el vibrador de su interior con un movimiento rápido, un jadeo escapó de sus labios mientras su vagina palpitaba, aún al borde del clímax. Se levantó de la cama, acomodando su tanga y el vestido como pudo, el tejido se pegó a su piel húmeda. Olvidando el vibrador, lo dejó sobre la colcha, su superficie había quedado brillante por sus jugos, y salió de la habitación con pasos apresurados, su rostro ruborizado y su cuerpo vibrando de deseo insatisfecho.

La fiesta estaba en su apogeo, el pequeño departamento vibraba con el ritmo de la música sensual y las risas que se mezclaban con el tintineo de copas. Atziry, radiante en su diminuto vestido de Wednesday Addams, se movía entre sus amigas con una energía magnética. La tela negra, cortísima, se adhería a su cuerpo, subiendo por sus muslos y dejando entrever la curva de sus nalgas blancas con cada giro. El escote pronunciado resaltaba sus senos firmes, los pezones rosados apenas eran ocultos por la tela fina, atrayendo miradas cargadas de deseo. Reía y bailaba, presentando a Diego a sus amigas con un brillo de orgullo en los ojos, sabiendo el efecto que su primo causaba en ellas.

Continuará…

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