El día de la boda de Yareni y Diego amaneció con un sol radiante, iluminando el jardín cercano al departamento donde un elegante salón, alquilado por los padres de Yareni, se preparaba para la ceremonia. Atziry, aunque al principio se resistió con vehemencia a asistir, finalmente cedió, impulsada por un deseo ardiente de dejar una última marca en el corazón de su primo. Frente al espejo de su habitación, se vistió con un propósito claro: seducir con su última aparición.
Escogió un vestido negro ajustado, elegante pero descaradamente sensual, que abrazaba sus curvas como una segunda piel. La tela resaltaba sus nalgas, subiendo apenas lo suficiente para insinuar la tanguita de encaje que llevaba debajo, mientras el escote pronunciado dejaba ver el nacimiento de sus senos firmes. Cada paso que daba hacía que el vestido se moviera, revelando destellos de sus muslos, una visión diseñada para recordarle a Diego lo que dejaba atrás, mientras ella, con el corazón roto, intentaba aceptar que lo había perdido para siempre.
En su propia habitación, Elizabeth se observaba desnuda frente al espejo, el reflejo de su cuerpo maduro y voluptuoso le devolvía una mirada cargada de deseo y melancolía. Sus grandes senos eran resaltados por sus pezones endurecidos por el aire fresco, y sus caderas amplias parecían vibrar con el recuerdo de las embestidas de Diego, cuya verga la había hecho sentirse deseada y viva. Al pasar las manos por sus senos, y apretándolos suavemente, un par de lágrimas rodaron por sus mejillas, aceptando que nunca más sentiría a su sobrino dentro de ella, llenándola con su semen.
Con un suspiro, se vistió para la ocasión, eligiendo un vestido azul profundo, largo y sofisticado, con una abertura en la pierna que dejaba ver su muslo blanco y un escote en la espalda que exponía la curva sensual de su columna. No era vulgar, pero cada detalle estaba calculado para resaltar su sensualidad, un último intento de mantener su poder, aunque su vagina palpitara con el anhelo de Yareni y los recuerdos de Diego.
Elizabeth y Atziry, recién llegadas, se acercaron a él para desearle lo mejor, sus cuerpos destilaban una sensualidad que desafiaba la solemnidad del evento. Diego, imponente en un traje negro que delineaba su torso musculoso y dejaba entrever el bulto de su verga, quedó estupefacto ante la visión de ambas. Sus pieles blancas y cabelleras rubias brillaban bajo el sol, y aunque su verga comenzó a endurecerse bajo los pantalones, contuvo la erección con un esfuerzo visible, su mirada estaba atrapada entre el deseo y la obligación.
Minutos antes de la ceremonia, un murmullo recorrió el jardín como una corriente eléctrica. Por la entrada apareció una mujer que robó el aliento de los invitados. Su piel blanca relucía como porcelana, y su cabello negro azabache caía en ondas perfectas, enmarcando un rostro esculpido con una belleza casi sobrenatural. Sus ojos azules, profundos y magnéticos, capturaban cada mirada.
El vestido rojo que llevaba se adhería a su cuerpo como una segunda piel, resaltando unas piernas torneadas que parecían extenderse infinitamente, unas nalgas redondas y firmes que se movían con cada paso, y unos senos prominentes, redondos, que desafiaban la gravedad, sus pezones apenas se insinuaban bajo la tela. Un año menor que Elizabeth, su presencia era una declaración de poder sensual, conquistando a cada hombre y mujer en el lugar.
Cuando se acercó a Diego, la mujer lo envolvió en un abrazo enérgico, sus senos se presionaron contra el pecho de él, la tela del vestido rozaba su traje mientras su cuerpo se amoldaba al suyo. Diego correspondió el abrazo, sus manos descansaron en la curva de su cintura, y le dio un beso suave en la mejilla, su aliento cálido rozó su piel. —Gracias por venir, mamá —dijo, con voz cargada de emoción—. Este día es muy importante para mí. —Ella, con una sonrisa que destilaba amor y seducción, respondió: —Lo sé, mi vida. No podía perderme esto.
Elizabeth, con el corazón acelerado, recorría con la mirada el cuerpo de su hermana, envidiando cada curva perfecta, cada detalle que la hacía parecer una diosa. Siempre había sentido esa punzada de rivalidad, su vagina palpitaba al compararse con ella. Atziry, a su lado, también observaba, su memoria desenterraba recuerdos vagos de la tía que ahora veía con nuevos ojos. La belleza de aquella mujer, con su vestido rojo destacando sus nalgas y senos, la dejó sin aliento, su tanga empapándose mientras imaginaba, por un instante, lo que sería tocar esa piel.
El jardín, bañado por la luz dorada del atardecer, vibraba con la alegría de la boda de Yareni y Diego, un evento que fluía sin contratiempos entre risas, música y el aroma embriagador de las flores. Yareni, radiante en un vestido de novia que abrazaba sus curvas esbeltas, sus pechos pequeños resaltados por el encaje y su cabello ondulado cayendo como una cascada, estaba encantada al conocer a América, la madre de Diego. —Eres hermosísima —le dijo, sus ojos verdes brillaban con admiración mientras recorrían la figura de su suegra. América, con una sonrisa seductora, respondió: —Tú eres la que está preciosa, querida.
La fiesta era un torbellino de celebración. Elizabeth y Atziry, por un momento, dejaron atrás el anhelo ardiente que Diego había encendido en ellas. Elizabeth bailaba con un invitado, sus caderas se movían al ritmo de la música, sus grandes senos rozaban el pecho del hombre en cada giro, enviando chispas de deseo a su entrepierna. Atziry, en su vestido negro ajustado, se contoneaba con otro invitado, sus nalgas se contoneaban mientras las manos de su pareja rozaban su cintura, deslizándose apenas por el borde de su cintura, haciéndola suspirar con un placer sutil. Ambas, aunque disfrutaban de las caricias fugaces y el roce de cuerpos desconocidos, sentían la sombra de Diego, su verga gruesa aún estaba presente en sus recuerdos.
Yareni, danzando entre los invitados, reía y giraba, su vestido de novia ondeaba mientras sus muslos dorados captaban miradas. Pero la atmósfera cambió cuando Diego se acercó a ella. —Mi mamá tiene que tomar un vuelo, la llevaré al aeropuerto —susurró, su aliento cálido rozó su oído. Yareni, con una sonrisa, asintió sin reparos, su cuerpo aun vibraba por la fiesta. Se acercó a América, cuyos ojos azules la recorrieron con una intensidad que la hizo estremecerse, y se despidió con un abrazo. —Gracias por venir —dijo Yareni, y América, con una caricia suave en su brazo, respondió: —No me lo habría perdido, mi amor.
Diego y América abandonaron el jardín, dejando tras de sí el eco de la música y las miradas de Elizabeth y Atziry, que los siguieron hasta que desaparecieron. La fiesta continuó, con Yareni volviendo a la pista, sus caderas se movían con una sensualidad que atraía a todos. Elizabeth y Atziry, sumidas en el baile, dejaron que las caricias de sus parejas temporales encendieran sus pieles, aunque sus mentes, en el fondo, aún anhelaban el placer que Diego les había dado. Dos horas más tarde, Diego regresó, su presencia llenó el salón de nuevo, su verga estaba marcada bajo el traje mientras buscaba a Yareni para continuar celebrando su unión.
El departamento, una vez un hervidero de lujuria y gemidos, había caído en un silencio melancólico tras la boda de Diego y Yareni. Los días pasaban, y Elizabeth, envuelta en una bata de satín que apenas contenía sus grandes senos, ya no revisaba los videos de la cámara que había instalado. Aquellas grabaciones, llenas de imágenes de Diego embistiéndola con su verga gruesa, de Atziry montándolo con frenesí, o de ella misma masturbándose mientras los observaba, habían perdido su encanto. Su vagina, que antes palpitaba al revivir esos momentos, ahora permanecía en calma, reflejando el vacío que sentía.
Notaba a Atziry, su hija, sumida en una tristeza profunda, sus ojos apagados, su cuerpo antes vibrante ahora estaba encorvado. Elizabeth sabía el motivo: Atziry amaba a Diego, no solo con un deseo ardiente que la hacía gemir en las noches, sino con un amor profundo, el mismo que Elizabeth había sentido por su sobrino, un amor que aún le apretaba el pecho.
Intentando romper la nube que envolvía a su hija, Elizabeth se esforzaba por hacerla reír, cocinando sus platillos favoritos o poniéndose un short ajustado que resaltaba sus nalgas blancas, moviéndose por el departamento con una sensualidad que buscaba provocar una chispa. Pero Atziry, con un vestido holgado que escondía sus curvas, apenas respondía, sus labios apenas esbozaban una sonrisa forzada. Una tarde, desde su oficina, Elizabeth, con la blusa desabotonada dejando ver el encaje de su sostén, tomó su celular con un suspiro.
Marcó el número de Diego, su corazón se aceleró al imaginarlo. Cuando él contestó, su voz grave envió un calor a su entrepierna, pero ella mantuvo el tono firme: —Sobrino, ven a visitarnos un fin de semana. Podríamos… hacer un trío. —La propuesta, cargada de lujuria, hizo que su tanga se humedeciera al recordar su verga llenándola, a Atziry gimiendo a su lado.
Diego, desde el otro lado de la línea, hizo una pausa que pesó como plomo. —Tía, no puedo —dijo, con voz firme, pero con un dejo de nostalgia—. Agradezco todo lo que vivimos, la hospitalidad, el sexo desenfrenado… pero le prometí a Yareni que no volveré a estar con Atziry. Y me juré a mí mismo que tampoco estaré contigo otra vez. —Las palabras cortaron como un cuchillo, y Elizabeth, con los ojos brillando de lágrimas contenidas, sintió su vagina apretarse, un eco de deseo frustrado.
Pero antes de cortar, él había dejado caer una última chispa, —Tía, revisa las grabaciones de la cámara del día de mi boda. Les dejé una sorpresa. —Su tono, estaba cargado de una picardía que la hizo estremecer, encendió un destello de curiosidad en su entrepierna, aunque la decepción pesaba más. —Lo consideraré —respondió ella, su voz era temblorosa. La idea de una sorpresa de Diego, aunque fuera solo un video, hizo que su clítoris palpitara, era un recordatorio de los días en que su sobrino la poseía sin reservas.
Esa noche, al regresar al departamento, Elizabeth entró con el aire agotado pero cargado de una tensión sexual contenida. Su blusa de oficina, desabotonada en los primeros botones, dejaba entrever el encaje negro de su sostén, sus grandes senos subían con cada respiración. Llamó a Atziry desde la sala, —Hija, ven, quiero mostrarte algo. —Atziry, sumida en su melancolía, apareció desde su habitación, envuelta en una pijama de satín rosa que abrazaba su cuerpo de piel blanca como una caricia. La tela se ceñía a sus curvas, resaltando sus nalgas y sus pezones bajo el top, pero su rostro estaba desencajado, los ojos opacos por la pérdida de Diego. A pesar de su tristeza, se dejó caer en el sillón, con sus muslos abiertos ligeramente.
Elizabeth con una mezcla de nerviosismo y deseo, explicó: —Hija, esta cámara grabó algunas de las veces que tu primo y tú se entregaron al placer.
Atziry mantuvo el rostro inexpresivo, su tristeza apagaba cualquier reacción.
Pero Elizabeth, con el corazón acelerado, dejó caer una confesión que rompió el silencio, —Debo confesarte algo… Diego y yo también cogíamos a escondidas de ti. No queríamos molestarte. —Sus palabras, cargadas de culpa y lujuria, hicieron que su vagina palpitara, imaginando las noches en que Diego la embestía mientras Atziry dormía. Para su sorpresa, Atziry alzó la mirada, con un destello de picardía. —Siempre lo supe, mamá —respondió, con voz baja pero firme—. Lo descubrí la primera vez que se la chupé a escondidas. —La revelación, cruda y cargada de deseo, hizo que ambas se miraran fijamente, sus rostros se rompieron en risas cómplices.
La idea de haber compartido a Diego, de haber sido sus putas, las unió en una extraña camaradería, sus cuerpos vibraron con el recuerdo de su verga gruesa y los orgasmos que les había arrancado.
Elizabeth, con una sonrisa traviesa, se acercó más a Atziry, sus muslos se rozaron en el sillón, el calor de sus pieles avivaba una chispa de deseo. —Pues veamos qué sorpresa nos preparó tu primo —dijo, con voz ronca mientras pulsaba el control para reproducir el video con la fecha del día de la boda.
La sala del departamento estaba envuelta en un silencio expectante, iluminado únicamente por el parpadeo de la pantalla del televisor donde Elizabeth y Atziry observaban, hipnotizadas, el video. La grabación cobró vida, mostrando a Diego entrando al departamento con América, su madre, el día de su boda. —Pasa, mi amor —dijo él, su voz era grave y sugerente mientras sostenía la puerta. América entró, con su vestido rojo ceñido abrazando sus curvas, resaltando sus nalgas redondas y firmes y el contorno prominente de sus senos. —Así que aquí vive mi hermana —comentó, con tono cálido pero cargado de curiosidad mientras recorría el lugar con la mirada—. Es un lugar bonito.
—No solo es bonito —respondió Diego, una sonrisa traviesa se dibujaba en sus labios—. Es un lugar cachondo. —América alzó una ceja, sus ojos azules destellaban con intriga. —¿Ah, ¿sí? —preguntó, con voz seductora. La voz de Diego se volvió más grave, cargada de deseo. —Sí, mamá. Aquí viví sesiones ardientes de sexo con ellas. Las hice mis putas. —Las palabras, crudas y provocadoras, enviaron un escalofrío a Elizabeth y Atziry, sus tangas se humedecieron al instante. América, sin inmutarse, avanzó hacia el centro del salón con un contoneo sensual.
Con un movimiento audaz, bajó la parte superior de su vestido, dejándolo caer hasta su cintura, revelando sus senos perfectos: redondos, prominentes, desafiando la edad, con pezones de un café claro erectos bajo la luz tenue. —Pues yo también soy tu puta, mi amor —susurró, cargada de lujuria—. Deja que mami te siga amamantando.
Diego se acercó, sus ojos devoraban los senos de América. Sus manos los tomaron, amasándolos con una mezcla de reverencia y hambre, sus dedos apretaban la carne suave mientras sus pulgares rozaban los pezones endurecidos. Se inclinó y la besó con una pasión feroz, sus lenguas se entrelazaban en un choque húmedo que resonó en el silencio. Elizabeth y Atziry, inmóviles en el sillón, observaban con los ojos abiertos de asombro, sus respiraciones eran aceleradas. Elizabeth sintió un calor subirle por la entrepierna, imaginando esas manos en sus propios senos, mientras Atziry, con el clítoris palpitando bajo su pijama, no podía apartar la mirada de su primo y su madre.
Diego, con su traje negro desabotonado revelando su pecho musculoso, deslizaba lentamente su boca por el cuello de América, descendiendo hasta sus pezones erectos. Los lamía con una lujuria voraz, su lengua trazaba círculos húmedos alrededor de cada uno, succionándolos con un hambre que hacía que sus labios brillaran con saliva. —Ya extrañaba estas tetas, mamá —gruñó, con voz grave cargada de deseo—. Nunca he chupado unas tan deliciosas. —América, con los ojos entrecerrados y los labios entreabiertos, respondía con gemidos suaves, su cuerpo temblaba bajo las caricias de su hijo. —Lo sé, mi amor, mis tetas también extrañaban tu lengua —susurró, con voz ronca por el placer—. No sabes cómo me las masajeaba pensando en ti desde la primera noche que llegaste a vivir aquí. Mami te necesita.
Continuará…
![]()
Muy buen capitulo porque también Diego cogía con su madre hermana de su tía y la hija de ella con quienes también cogía. Sencillamente formidable
Ya se puso mas interesante la historia me tiene atrapado y espera de los demas relatos
Ya casi termina, que bueno que la hayas apreciado.