Follado por hombres maduros en una orgía inolvidable

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A veces la realidad se impone con toda su crudeza. Esa mañana miré mis cuentas bancarias y estaban casi a cero, mi tarjetas de crédito al límite; necesitaba dinero, plata, urgentemente. Y no se me ocurrió otra cosa que volver a recurrir al dueño del taller de pintura; era consciente de lo que eso comportaría pero no había otra salida. No me había presentado la semana siguiente tal como me había pedido al despedirnos tras aquella sesión, así que en el tono de mi voz cuando le llamé debió intuir que me tenía bien cogido (nunca mejor dicho).

-Ven mañana, a última hora. Estaré con un grupito selecto de mis alumnos. Unos maduritos con ganas de ver y… en fin, dependiendo de cómo te comportes, así será tu remuneración -me contestó tajante.

De camino al lugar, al día siguiente ya anocheciendo, iba pensando “qué poca mujer catas últimamente. Afortunado mi Marcus ficticio…”.

Me abrió la puerta de nuevo su mujer; sin duda le gustaba ser testigo de los encuentros de su marido. “Ambos somos bisexuales” me espetó sin venir a cuento mientras me indicaba adónde pasar. Y no fue al despacho donde me llevó sino a una pequeña habitación contigua a aquel.

Al abrir la puerta, vi el panorama: el tipo ya me esperaba desnudo en la cama y, distribuidos en distintos rincones, había tres hombres de unos sesenta años vestidos, con buenas cámaras de fotos en ristre.

-Estos amigos documentarán lo que vaya ocurriendo. Y no te preocupes, que no será tu cara lo que capten. Así que, si no hay inconveniente, guapetón, empecemos -me informó mientras se incorporaba y me exhibía su erección.

Sin perder el tiempo, su mujer se me aproximó y empezó a desnudarme.

Cuando ya solo me quedaba puesto el tanga negro que había elegido para la ocasión, me lo bajó de un tirón hasta mis tobillos.

-Cariño, ¡cuánto echabas de menos llevarte a la boca algo como esto! ¡¿eh?!

Así se le dirigió su mujer guiñándole un ojo mientras, aferrada a mi espalda, me cogía el miembro y se lo mostraba descapullado a F.

-La última vez me quedé con ganas de más -le respondió él casi con un susurro agarrándome con una mano de una nalga y con la otra sopesando y luego mesurando el peso de mis genitales.

Levantó la vista y me dijo: “Lo vamos a hacer a pelo, ¿vale? No tendrás nada que echarme en cara cuando te dé un sobre bien llenito”. Y se la metió entera en la boca.

Mientras me la chupaba, su mujer me acariciaba el trasero y los alumnos sesentones empezaron a fotografiarnos. Noté en alguno de ellos un bulto ostensible en el pantalón.

Inusitadamente, lo que me estaba poniendo más cachondo era notar cómo su anillo de casado, grueso y dorado, dejaba una marca en mi pene mientras me lo mamaba. Y también, claro, el dedo de su mujer explorando mi ano.

Cuando vio que mi erección era imponente, me cogió de los hombros y me tumbó en la cama. Se puso a horcajadas sobre mí, sentía su escroto en mi vientre, y se inclinó para besarme. Su boca era grande, como su lengua, y me engullía hambriento.

Mi pene erguido estaba entre sus nalgas velludas. Y Luego, a un gesto suyo, los tres alumnos se despelotaron rápidamente. No veía una colección de rabos así desde mis tiempos de yudoka.

Y uno, hay que decirlo, lo tenía de considerable tamaño. En un santiamén los tuve a mi alrededor, sobándome, mordiéndome, chupándome todas y cada una de las partes de mi cuerpo expuesto. F. me levantó las piernas, que colgó de sus hombros, y me penetró sin compasión. Los gemidos de los cuatro se mezclaban, así como sus olores y salivas.

En una esquina, la mujer, de melena completamente blanca, se masturbaba sin dejar de mirarnos.

Él eyaculó dentro. Y así se fueron turnando; cuando uno me follaba, los otros fotografiaban. Todo un reportaje. De lo que pasó, solo he dado algunos detalles; el resto prefiero no mencionarlo, pero confieso que el sobre me solucionó la vida, a costa eso sí de un dolor intenso y prolongado en todo el cuerpo cuya presencia me mantuvo excitado largo tiempo.

Al llegar a casa me metí debajo de la ducha y dejé que el agua corriera sobre mi cuerpo agotado durante muchos minutos.

Como si eso fuera a barrer de mi piel y de mi mente las señales de aquella orgía en el taller.

Al terminar, y con el dinero en mi poder, ya me había lavado (todo ese semen, toda esa saliva en mi piel); pero no había sido suficiente. Luego me abrí una botella de vino tinto, para mí solo; mi mujer se había citado con Cristina, aquella compañera de trabajo con la que, de vez en cuando, se iba de fiesta y con la que luego follaba, normalmente en un pequeño hotel porque también ella estaba casada (por cierto, con un tipo muy católico, de los de misa casi diaria).

Sentado en el sofá del salón, apuré la enésima copa y vislumbré en la ventana de enfrente las sombras de mis vecinos. Supuse que esperaban que también esa noche hubiera espectáculo en mi casa; no les quise decepcionar y, haciéndome el despistado, me paseé desnudo por la habitación de tal modo que no se pudieran perder detalle. Descorrí las cortinas como si estuviera comprobando el estado del cielo y les expuse mi erección. En la penumbra de su apartamento, debían creer que no los podía ver pero la luz de la luna los descubría y así se me hizo evidente que ella masturbaba a su marido mientras ambos me observaban.

Luego, me volví a sentar y, de cara a la ventana, me toqué hasta eyacular sobre mi vientre. Vi el destello de un encendedor y cómo se prendía un cigarrillo. Me llené otra copa y brindé por ellos, por un matrimonio bien avenido.

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