Zandro estaba sentado en el sofá, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. La penumbra de la sala se iluminaba solo con la luz azulada del televisor, que llevaba rato encendido sin que él prestara atención. La mirada de Zandro iba y venía entre la pantalla de su celular y el reloj de pared, cuyo tic-tac se hacía más pesado con cada minuto que pasaba. Ya era pasada la medianoche.
Cada minuto lo cargaba de más impaciencia, pero en el fondo, tras la rabia, había una punzada de culpa. Sabía que Erin había vuelto a trabajar porque él no estaba siendo capaz de cumplir con todos sus deseos, de darle la vida cómoda y libre de preocupaciones que ella esperaba. Esa certeza lo mordía por dentro cada vez que miraba el reloj. No quería admitirlo, pero temía que sus esfuerzos nunca fueran suficientes para retenerla del todo.
Finalmente escuchó la llave girando en la cerradura. El sonido metálico lo sobresaltó, y de inmediato se irguió en el sofá.
La puerta se abrió despacio, dejando entrar a Erin. Vestía un vestido corto de tela ligera, que ahora estaba algo arrugado, como si hubiera pasado horas sentada sin cuidado. Su cabello, normalmente pulido y brillante, caía en mechones algo revueltos sobre sus hombros. Había un rastro de maquillaje corrido en sus párpados, y sus labios rojos parecían recién humedecidos.
Zandro la observó con atención, su mirada recorriendo cada detalle, buscando respuestas en su aspecto. Lo que veía no lo tranquilizaba.
—¿Otra vez tarde, Erin? —su voz salió áspera, cargada de fastidio.
Ella, sin embargo, reaccionó como si nada. Cerró la puerta con naturalidad, dejó el bolso en el suelo y lo miró con una sonrisa ligera, casi despreocupada. Caminó hacia él con un aire relajado, como si la tensión de sus palabras no la afectara en absoluto.
—No me regañes, Zan… —dijo en un tono suave, casi juguetón—. Hoy no quiero pelear.
La serenidad de Erin contrastaba con el enojo contenido de Zandro. Él abrió la boca para replicar, pero se quedó callado al notar cómo ella inclinaba la cabeza ligeramente y sus ojos brillaban con un destello insinuante.
—Mejor pensemos en otra cosa… —agregó, y esa última frase sonó más sugerente que conciliadora.
Se acercó aún más hasta quedar de pie frente a él. Zandro seguía sentado en el sofá, sin moverse, observándola con mezcla de molestia y desconcierto. Erin, con un gesto repentino, sujetó suavemente el borde de su vestido y lo levantó unos centímetros, dejando al descubierto la piel de sus muslos. Sin darle tiempo a reaccionar, se acomodó sobre él, sentándose directamente en su regazo.
Zandro quedó rígido, sorprendido por la facilidad con la que ella había borrado la distancia entre ambos. Erin apoyó una mano en su mejilla, inclinándose hasta que sus labios se encontraron.
El beso fue inmediato, profundo, invasivo. La lengua de Erin se abrió paso dentro de su boca con urgencia, recorriéndolo sin dejar espacio a la resistencia. Ella lo besaba con insistencia, casi con hambre, derramando sobre sus labios y su lengua una humedad abundante, que lo obligaba a tragar a cada instante.
Zandro correspondió, aunque con un leve gesto de duda. Había algo distinto en ese beso, un sabor extraño, indefinible, que lo confundía. Parte de él quería apartarla, preguntarle qué era ese dejo desconocido en su boca… pero la otra parte se rendía al calor del momento, necesitado, aferrado a esa intimidad como si fuera la única manera de recuperar lo que temía perder.
Erin, en cambio, parecía completamente entregada, moviéndose con lentitud calculada sobre él, presionando su cuerpo contra el suyo mientras lo invadía con cada beso.
Erin no detuvo los besos. Seguía devorando la boca de Zandro, moviendo sus labios con fuerza, derramando su lengua y saliva como si quisiera dejarlo marcado. Él, después de unos instantes de resistencia interna, comenzó a corresponder con más ímpetu. Sus manos, que hasta ese momento permanecían tensas, se deslizaron por la cintura de Erin, subiendo por su espalda, palpando la silueta de su cuerpo con torpeza y deseo acumulado.
El roce de sus dedos arrancó un leve gemido de la mujer, quien se separó de su boca con una sonrisa breve, mirándolo directamente a los ojos.
—Espera… —susurró con voz baja, cargada de picardía.
De pronto, se levantó de su regazo con un movimiento ágil. De pie frente a él, llevó las manos a los tirantes de su vestido y lo dejó deslizarse por su cuerpo. La tela se escurrió por sus hombros, descendió por su cintura y caderas hasta caer en un montón arrugado sobre el suelo. La forma en que lo hizo no era apresurada, sino intencionada, cada gesto cargado de sensualidad.
Zandro contuvo la respiración. Frente a él, Erin quedó solo en ropa interior, y el contraste entre la piel blanca y la tela negra lo hipnotizó.
Ella giró apenas, dándole la espalda, y miró por encima del hombro.
—Ayúdame… —pidió, señalando el broche del brassier con un gesto sutil.
Él se levantó enseguida. Sus dedos, temblorosos, se engancharon con el broche hasta liberarlo. La prenda se abrió y comenzó a resbalar hacia adelante. Por un instante, Zandro alcanzó a ver la plenitud de sus senos, los pezones erguidos como si lo esperaran… hasta que Erin, con un movimiento rápido y juguetón, cruzó el brazo sobre el pecho, cubriéndose justo a tiempo.
Le dedicó una sonrisa traviesa, consciente de haberlo dejado con aquella visión a medias. Entonces se apartó, llevando el brassier en la otra mano mientras caminaba hacia el dormitorio con un vaivén marcado de caderas, sabiendo que él la observaba.
En el trayecto, sin mirar atrás, extendió el brazo y le lanzó la prenda. El brassier voló en el aire y Zandro lo atrapó. Se lo llevó a la nariz casi sin pensar; aún guardaba el perfume mezclado con el calor de su piel, y ese aroma lo estremeció, encendiendo su cuerpo en contradicción con las dudas que todavía lo asaltaban.
Erin llegó al dormitorio. Se inclinó hacia adelante y llevó los pulgares a los costados de la tanga. La bajó con lentitud, deslizándola por sus caderas. Al agacharse, Zandro tuvo la visión plena de sus nalgas redondeadas, tensas, que se ofrecían y provocaban a la vez. El movimiento parecía ensayado, pero en un momento la tela se enganchó en un tobillo. Erin rio suave, casi murmurando, antes de liberarla y dejarla caer con un gesto coqueto.
Se enderezó, cubriendo su concha con una mano, sin concederle todavía la vista completa. Luego se echó de espaldas sobre el filo de la cama, apoyada en los codos, con las piernas ligeramente dobladas. Sus ojos lo buscaron, fijos, ardientes.
—Ven… —dijo en un tono bajo, cargado de intención, mientras mantenía la otra mano aún como barrera.
Zandro se quedó inmóvil unos segundos, con el pecho agitado, devorándola con la mirada. Por dentro lo invadía una confusión intensa: no entendía ese cambio repentino en Erin, tan atrevida, tan entregada, pero al mismo tiempo una felicidad cálida le llenaba el pecho. Era como si, después de tanto tiempo de distancia, por fin volviera a tenerla consigo.
Erin mantuvo la mano cubriendo su intimidad solo unos segundos más, disfrutando del suspenso que creaba en él. Finalmente, con un movimiento lento, apartó los dedos y dejó al descubierto su concha totalmente depilada, la piel tersa brillando bajo la luz tenue de la habitación.
Zandro contuvo el aire, hipnotizado por la visión. Se desnudó con torpeza, dejando la ropa en un montón olvidado en el suelo, y se inclinó sobre ella con la clara intención de penetrarla. Su erección buscó instintivamente la calidez de su sexo, pero antes de lograrlo, Erin apoyó una mano firme sobre su pecho, deteniéndolo con un gesto tan provocador como autoritario. Lo miró directo a los ojos, disfrutando de su frustración, y con una sonrisa maliciosa dejó caer la frase.
—Quiero que me hagas un favor… —dijo, su tono entre dulce y firme. Su dedo rozó apenas la piel húmeda de su concha, señalándola con descaro.—Cómemela.
No fue una súplica. Era una orden disfrazada de caricia.
Zandro dudó. La frase lo sorprendió, casi lo descolocó. Erin nunca había sido tan directa, tan exigente, tan… distinta. Un torbellino de preguntas lo atravesó: ¿qué había cambiado en ella?, ¿de dónde salía esa seguridad? Y sin embargo, en medio de la confusión, otra emoción lo invadía con fuerza: la felicidad de tenerla ahí, abierta y deseosa frente a él, entregándose de una manera que hacía tiempo no ocurría.
Ya sin más vacilaciones, se acomodó frente a ella, que lo esperaba recostada al filo de la cama con las piernas apenas entreabiertas. Zandro se arrodilló lentamente, quedando frente a su sexo expuesto. Su respiración se aceleró; podía oler el calor de su piel mezclado con el perfume tenue de su cuerpo. Con delicadeza, apoyó las manos en sus muslos y, cerrando los ojos un instante, se inclinó hacia adelante para rozar sus labios con ella.
El primer contacto fue suave, casi tímido: una caricia húmeda, lenta, con la punta de la lengua. Erin exhaló un gemido breve, arqueando la espalda, y enseguida apoyó una mano sobre su nuca.
—Cómemela bien —ordenó, su voz firme, sin dejar espacio a dudas.
Zandro se quedó un segundo inmóvil, sorprendido por el tono. Erin no lo pedía; lo exigía. La presión de su mano sobre su cabeza reforzó la orden, empujándolo a hundirse más en ella.
Él obedeció, intensificando sus movimientos. Su lengua, antes tímida, empezó a deslizarse con mayor presión, recorriendo con más pasión, dejándose guiar por la insistencia de Erin. Cada vez que intentaba marcar su propio ritmo, ella lo dominaba con un tirón en el cabello o un movimiento brusco de cadera, imponiéndole la manera en que debía hacerlo.
Zandro lo aceptaba, entre confundido y excitado. Había placer en cada gemido que arrancaba, pero también un peso extraño en el fondo de su boca: un sabor distinto, indefinible, que lo inquietaba. Aun así, no se detuvo. Con cada gemido que ella dejaba escapar, sentía que recuperaba una parte de Erin que había perdido, y prefirió aferrarse a esa sensación en lugar de escuchar sus dudas.
Los jadeos de Erin se intensificaban, sus dedos se enredaban en su cabello, y su respiración se volvió desordenada. Para Zandro, el tiempo comenzó a disolverse; solo existían ella, su cuerpo, sus gemidos y la necesidad de seguir dándole placer, ignorando aquello que quería abrirse paso en su mente.
Zandro seguía entregado entre las piernas de Erin, perdido en la sensación de tenerla así, cuando un pequeño sonido lo distrajo: el breve tono del teléfono al comenzar a grabar. No le dio importancia, demasiado concentrado en ella.
Pero Erin, con una sonrisa torcida, levantó el aparato y lo apuntó directamente hacia abajo, enfocando el rostro de Zandro hundido en su concha.
—Sonríe a la cámara, Zan… —dijo ella, con un tono entre burla y mandato.
Él levantó apenas la mirada, desconcertado. Los ojos se encontraron por un segundo, pero enseguida Erin presionó su cabeza otra vez contra su sexo, firme, exigiendo:—No te detengas.
Zandro tragó saliva y, aún con dudas, volvió a hundirse en ella. La excitación se mezclaba con una punzada de incomodidad: no entendía del todo a qué jugaba Erin, pero el deseo de complacerla lo mantenía ahí, obediente, siguiendo sus reglas.
Erin bajó un poco el teléfono para captar mejor la escena y, con una voz cargada de picardía, preguntó:—¿Te gusta el sabor de mi concha, Zan?
Él murmuró algo ahogado, un gesto afirmativo que ella interpretó como un “sí”.
—¿Seguro? —insistió—. ¿No notas nada raro?
Zandro no respondió esta vez. El silencio, acompañado del movimiento de su lengua, fue su única contestación.
Entonces Erin soltó la bomba. Se inclinó hacia él, acariciándole el cabello como si le confiara un secreto íntimo, y susurró con una sonrisa venenosa:—¿Sabes qué estás probando, Zan?… El sabor de otro hombre dentro de mí.
Zandro se congeló. El cuerpo entero se le tensó, y alzó la vista de golpe, los labios húmedos aun brillando. Erin lo miraba desde arriba, con una sonrisa amplia, cruel, segura de sí misma.
—¿Q-qué…? —balbuceó, la voz quebrada.
Ella no apartó la cámara ni la sonrisa.—Sí, Zan. Desde hace semanas otro me está follando. —Su tono sonaba ligero, casi burlón, como si hablara de algo trivial—. Por eso llego tarde casi todos los días… porque estoy con él.
Zandro parpadeó, incapaz de procesar lo que oía. Su respiración se agitaba, el pecho subía y bajaba con violencia, y en su interior la confusión se mezclaba con un dolor insoportable.
Erin bajó un poco el teléfono, disfrutando de cada segundo de su desconcierto, y añadió con crueldad calculada:—Hoy estuve con él antes de venir aquí. Me folló hasta correrse en mi concha… y luego en mi boca.
Hizo una pausa breve, saboreando su propia confesión, y lo miró fijo a los ojos mientras lo obligaba a seguir allí, hundido entre sus muslos.—Ese es el sabor que tienes ahora en la lengua, Zan. El de él… mezclado conmigo.
Las palabras cayeron como un golpe seco en su pecho. El corazón le latía con violencia, las manos le temblaban. Seguía de rodillas frente a ella, incapaz de reaccionar, atrapado entre la incredulidad, la humillación y un dolor que lo desgarraba por dentro.
Erin, en cambio, parecía más viva que nunca, sosteniendo el teléfono con una sonrisa de satisfacción, como si grabar la ruina de Zandro fuera parte del juego.
Erin mantuvo la cámara fija en Zandro, que permanecía arrodillado frente a la cama, derrotado, con los hombros caídos y la mirada perdida. El contraste era brutal: él se veía roto, mientras ella, aún desnuda, emanaba dominio absoluto.
Giró el teléfono hacia sí y se dejó caer sobre las sábanas revueltas. La pantalla capturaba su rostro encendido, los labios húmedos y el cabello desordenado que caía en ondas sobre sus hombros. Sus ojos brillaban con malicia mientras miraba directo al lente.
—Tarea cumplida, cariño —susurró, con una voz cargada de satisfacción.
Detuvo la grabación y la envió sin demora.
Segundos después, la pantalla vibró con la respuesta. Erin la leyó en silencio; sus labios se curvaron aún más, dibujando una sonrisa de triunfo. Una risa breve, grave y contenida escapó de su garganta, disfrutando del poder que acababa de ejercer.
Mientras tanto, Zandro seguía en el suelo, rígido, como si el cuerpo le pesara toneladas. El silencio de la habitación lo envolvía, y en su cabeza no dejaban de chocar las palabras de Erin. No lo sorprendían del todo… en el fondo ya lo había presentido. Algo en ella había cambiado, y aunque había preferido engañarse, ahora todo estaba frente a él, imposible de negar.
Se llevó las manos al rostro, intentando contener el torbellino de pensamientos. Entonces lo notó: la humedad pegajosa en sus labios, en sus dedos, un rastro vivo que lo devolvía de golpe a lo ocurrido minutos atrás. Había estado entre sus piernas, obediente, entregado… y ahora esa humedad no era solo de Erin, sino también del otro.
Un espasmo le sacudió el estómago. El asco lo atravesó como un latigazo. Corrió al baño tambaleante, abrió la tapa del inodoro y vomitó con violencia. El ardor ácido en la garganta se mezclaba con aquel otro sabor, inconfundible, imposible de borrar.
Se desplomó de rodillas contra el frío de las baldosas, temblando, con las manos aferradas al borde del inodoro como si fueran su única ancla. Las arcadas seguían sacudiéndolo aunque ya no tuviera nada más que expulsar. Respiraba con dificultad, los ojos enrojecidos, el pecho encogido.
Y en medio de la náusea y la vergüenza, surgió algo peor: el miedo.
Miedo a perderla. Miedo a que se fuera de su vida y lo dejara vacío.
Por más cruel que hubiese sido su confesión, por más insoportable que resultara esa verdad, él no quería soltarla. Erin era todo lo que le quedaba, y aunque lo consumiera, estaba dispuesto a soportarlo.
![]()
Que maldita historia tan genial. La amé espero puedas subir más