Juguete de ella, juguete de él (2): La orden

1
2981
3
T. Lectura: 6 min.

Erin creció en una casa donde el eco de las peleas nunca cesaba. Su padre acusaba a su madre de serle infiel, lanzando insultos y reproches que llenaban las paredes de resentimiento. Nunca hubo pruebas, pero la duda quedó grabada como una cicatriz en la memoria de Erin: ¿había sido verdad o solo celos enfermizos?

Esa incertidumbre marcó su infancia. Veía a su madre guardar silencio, nunca confirmar ni negar, y a su padre marcharse para no volver, dejando a la familia dividida y sin sustento. Sin embargo, a pesar de su ausencia, en casa nunca faltó nada. La nevera siempre estaba llena, las cuentas se pagaban puntuales y su madre, impecable cada mañana, salía a “trabajar”. Erin nunca supo con certeza en qué. Algunos vecinos murmuraban que tenía un “amigo” que la ayudaba. Su madre lo negaba con una sonrisa cansada, pidiéndole que no escuchara chismes, que la gente hablaba por envidia. Pero aquella explicación no borraba las dudas: solo las disfrazaba de normalidad.

Cuando llegó a la capital, Erin no era la mujer segura y desafiante que ahora se reflejaba en el espejo. Traía consigo la incertidumbre de su infancia y el miedo de repetir la historia de su madre. Buscaba estabilidad, alguien que le ofreciera la tranquilidad que siempre había deseado.

Entonces apareció Zandro. Tenía una pequeña empresa que él mismo lideraba, y Erin vio en ese empuje la promesa de un gran futuro. Se sentía protegida a su lado, convencida de que ese hombre ambicioso podía darle todo lo que necesitaba. Con él creyó que su destino cambiaría.

Se casaron en menos de dos años, y Erin dejó de trabajar, confiada en que su marido sostendría lo que habían construido. Pero pronto la ilusión se derrumbó: las deudas de la casa, la caída del negocio de Zandro y su nuevo empleo mal pagado les arrebataron la estabilidad.

La situación la obligó a volver a trabajar, aunque no lo hizo pensando en rescatar las cuentas del hogar, sino para complacerse a sí misma. Erin quería sus propios lujos, sus caprichos, su espacio de libertad. Y poco a poco, el brillo que había visto en Zandro comenzó a apagarse en sus ojos.

El regreso de Erin al mundo laboral no fue como lo había imaginado. Al principio lo vivió como una carga, una muestra del fracaso de Zandro. Pero pronto descubrió algo distinto: ese espacio la alejaba de las preocupaciones de la casa y la acercaba a nuevas tentaciones.

Allí apareció Salvador, el hijo del dueño. Arrogante, seguro de sí mismo, acostumbrado a conseguir lo que quería sin esfuerzo. Cada nueva trabajadora era un juguete, un pasatiempo para alimentar su ego. Pero con Erin fue distinto: ella no solo aceptaba sus insinuaciones, sino que las seguía, provocando, empujando los límites.

Al enterarse de que estaba casada, la atracción creció aún más. Nada le divertía tanto como corromper lo prohibido, y en Erin encontró no solo belleza, sino disposición.

Zandro aún la amaba, eso Erin lo sabía, pero su afecto no bastaba. Ella quería más: complacer caprichos, vivir la intensidad que Salvador ofrecía, sentir el riesgo y la pasión que Zandro ya no podía darle.

Al principio fueron miradas que fingía no notar, luego mensajes directos, imposibles de malinterpretar. Y pronto, de esas conversaciones furtivas, pasó sin retorno a convertirse en su amante.

Ahora, convertida ella misma en “amante”, Erin podía comprender mejor a su madre. Pero lejos de sentir culpa, lo vivía con orgullo. Estaba consiguiendo lo que quería: placer, atención, la sensación de poder. Aunque, en el fondo, intuía que “amante” no era la palabra justa. Lo suyo con Salvador no era un simple romance secreto: era un juego de poder, de dominio y entrega. Él la tomaba, sí, pero también la moldeaba, la empujaba a descubrir una parte suya que había estado dormida.

Y esa noche, frente al espejo del baño, Erin comprendió hasta dónde podía llegar esa entrega.

El reflejo mostraba cada gesto, cada respiración contenida. Erin se miraba a sí misma, con el corazón latiendo rápido, mientras Salvador se acercaba por detrás. Sus manos grandes rozaban con firmeza sus caderas, subiendo lentamente hasta sus senos por encima del vestido. La piel de Erin se estremecía con cada contacto; un calor ardiente la recorría, anticipando lo que estaba por venir.

Sus labios rozaban el cuello de Erin, dejando un rastro húmedo que la hacía inclinar la cabeza hacia atrás, incapaz de apartarse. El reflejo duplicaba la tensión: sus cuerpos se rozaban, sus miradas internas se encontraban a través del cristal, y el aire se llenaba de su respiración entrecortada.

Con un movimiento firme, Salvador levantó la tela del vestido y apartó la delgada tanga de Erin. Hundió su polla en su húmeda concha sin previo aviso. Un jadeo ahogado escapó de sus labios; cada embestida la recorría de pies a cabeza, un vértigo de placer intenso que la hacía retorcerse y arqueársele el cuerpo contra él.

El chapoteo de su polla dentro de su concha llenaba el baño, marcando un ritmo salvaje que combinaba con sus gemidos y el eco de los cuerpos contra el lavabo. La sensación la consumía por completo, mientras su respiración se aceleraba, cada movimiento de Salvador intensificando su placer.

Un estremecimiento intenso la recorrió: su orgasmo la sacudió, piernas temblando y cuerpo arqueado, cada fibra de su ser vibrando al compás del contacto y del deseo. Salvador no disminuyó la fuerza; cada embestida hacía que su polla la llenara completamente, asegurando que sintiera cada ápice de su calor.

Con voz grave y dominante, le susurró al oído:

—Dímelo ahora. ¿A quién le perteneces?

—T… tuya… —balbuceó Erin, la voz rota por los espasmos.

—¡Fuerte, Erin!

Respiró hondo, reuniendo fuerzas, y con un grito desgarrado respondió:

—¡Soy tuya!

El eco rebotó en las paredes, amplificando su confesión. Salvador gruñó, intenso, marcando su clímax mientras se vaciaba dentro de su concha, asegurando que ella sintiera hasta la última gota.

Erin temblaba, con las piernas flojas, pero la sonrisa apenas contenida en su rostro mostraba satisfacción absoluta.

Salvador se apartó despacio, respirando hondo, y soltó la orden seca que cerraba el encuentro:

—Arréglate. Y no quiero que derrames ni una gota.

Erin obedeció sin vacilar. La certeza de lo vivido, la intensidad compartida, la dejaba embriagada y segura de lo que acababa de suceder.

Minutos después, Erin estaba sentada en el asiento del copiloto, todavía con la respiración alterada. Se acomodaba la falda con disimulo, como si el orden de su ropa pudiera borrar lo que acababa de suceder en el baño. Pero no podía ocultar la sensación que la acompañaba: su interior aún palpitaba con el calor espeso de Salvador, recordándole que lo llevaba dentro.

Él conducía con una mano, relajado, como si no hubieran dejado atrás un encuentro frenético. Con la otra le acariciaba la pierna, subiendo lentamente hasta rozar la base de su muslo. Erin lo miró de reojo, sabiendo lo que venía.

—Inclínate. —La orden sonó tranquila, pero irrefutable.

Ella obedeció sin protestar, deslizándose hacia él, bajando el cierre de su pantalón con manos rápidas. Su boca lo envolvió de inmediato, saboreando la dureza que aún mantenía. Salvador soltó un suspiro satisfecho, manteniendo la vista al frente mientras ella se movía sobre él con un ritmo constante, profundo.

—Trágatelo, y que no quede nada —dijo cuando estuvo cerca del final.

Erin lo sintió estremecerse, y en segundos la llenó otra vez. Tragó con cuidado, mostrando la lengua húmeda para que él lo comprobara.

—Buena chica. —Le acarició la mejilla sin apartar la mano del volante.

Ella sonrió, orgullosa. No había culpa, no había duda: solo la sensación de estar exactamente donde quería estar.

—Ahora ve a casa —añadió Salvador con calma, volviendo a subir el cierre de su pantalón—. Quiero que tu marido lo pruebe. Si cumples la tarea… tendrás tu recompensa.

Erin se acomodó en el asiento, relamiéndose los labios. Su pecho subía y bajaba con una mezcla de excitación y triunfo. La orden no le pesaba: al contrario, le hacía sentir especial.

Salvador detuvo el auto frente a la casa de Erin y esperó a que ella bajara. Erin lo hizo con pasos firmes, consciente de que él la observaba.

Salvador no se marchó de inmediato. Se quedó estacionado en la esquina, observando cómo Erin caminaba con calma hasta la puerta de su casa. La vio entrar, cerrar detrás de sí, y solo entonces arrancó el auto, seguro de que Erin se encargaría de cumplir su “tarea”.

Horas más tarde, ya en su departamento, el silencio fue interrumpido por la vibración del teléfono sobre la mesa. Salvador tomó el celular con calma, como quien espera un regalo.

Era un video. Lo reprodujo brevemente, lo suficiente para confirmar lo que quería ver: Zandro, arrodillado entre las piernas de Erin, lamiéndola con entrega. El rostro confundido del marido, su boca brillando húmeda, el sexo de ella palpitando… todo estaba ahí, registrado para él.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro. Tecleó despacio, disfrutando cada letra antes de enviar el mensaje:

Salvador: “Bien hecho, Erin. Te has ganado un premio.”

Se recostó en el sillón, whisky en mano, dejando que el calor del alcohol recorriera su garganta. La certeza lo invadía: ella había seguido sus órdenes, y con ello abría la puerta a algo más grande.

Porque aquello no era el final. Apenas era el principio.

El whisky se agitaba despacio en el vaso bajo, reflejando las luces tenues del departamento. Salvador bebió un sorbo largo, disfrutando el ardor en su garganta mientras en su mente repasaba la escena que acababa de ver.

Zandro, el marido engañado, arrodillado entre las piernas de su esposa, saboreando lo que él había dejado dentro de ella. No había mejor símbolo de dominio que ese: otro hombre cumpliendo, sin saberlo, la orden de su rival.

Salvador sonrió satisfecho. Erin había demostrado obediencia absoluta y, más aún, había abierto la puerta a un juego más interesante. No se conformaría con usarla como su juguete personal en baños o autos; aquello era apenas el inicio de lo que planeaba. Su mente ya imaginaba juegos más intensos, llevándolos a ambos mucho más allá de lo conocido.

La idea lo excitaba: tomar lo que era de otro, convertirlo en parte de su diversión, moldearlo hasta hacerlo cómplice de su humillación. Y sabía que Erin estaba lista para dar ese paso; de hecho, ya lo había dado con ese video.

Apoyó el vaso en la mesa y dejó que el silencio llenara la habitación.

—Esto apenas comienza… —murmuró para sí, saboreando cada palabra.

En su mente ya no se trataba solo de tener a Erin como amante. Ahora el premio sería mayor: hacer de esa pareja suya, bajo sus reglas, a su antojo.

Loading

1 COMENTARIO

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí