El sol ya estaba a pleno sobre la ciudad con un susurro cálido, ese tipo de luz que prometía calor y cuerpos con mucha piel. Mirta ajustó el escote de su vestido, ceñido justo donde la curva de sus caderas se volvía una invitación, mientras Pedro, a su lado, pasaba los dedos por el cuello de su camisa, como si intentara aflojar la tensión que ya le apretaba el pecho. La casa de la otra pareja se alzaba frente a ellos, una construcción moderna con ventanas amplias que dejaban entrever risas ahogadas en música baja. No era su primera vez, pero el nervio del primer contacto siempre estaba ahí, como un cosquilleo eléctrico bajo la piel.
La puerta se abrió antes de que llamaran. Elena, la anfitriona, los recibió con una sonrisa que era pura promesa, sus labios pintados de un rojo oscuro que contrastaba con el rubio de su melena suelta. Llevaba un vestido de seda verde esmeralda que se pegaba a sus curvas como una segunda piel, el escote tan profundo que dejaba poco a la imaginación. Detrás de ella, Carlos, su esposo, se recostaba contra el marco de la puerta con una copa de vino en la mano, la camisa blanca desabotonada hasta el pecho, donde el vello oscuro asomaba como una sombra tentadora. Sus ojos, oscuros y brillantes, recorrieron a Mirta de arriba abajo antes de detenerse en sus labios.
—No se queden ahí parados —hablo Elena, extendiendo una mano hacia ellos—. El vino ya está respirando, y nosotros también.
Pedro no necesitó más invitación. Avanzó y tomó la mano de Elena, llevándosela a los labios para depositar un beso lento en sus nudillos, mientras sus dedos se enlazaban con los de ella como si ya se conocieran de antes. Mirta, por su parte, sintió el calor de Carlos antes de que este la tocara. Su mano se posó en la cintura de ella, firme y posesiva, mientras la otra acunaba su rostro para inclinarla hacia un beso que no fue ni tímido ni apresurado. Sus labios se encontraron con una suavidad engañosa, en un pequeño e intenso beso.
—Dios, esto va a ser interesante—murmuró Pedro contra la boca de Elena, su voz suave, mientras sus manos ya exploraban la espalda de ella, bajando hasta rozar el borde de su vestido.
Dentro de la casa, el aire olía a especias y a algo más natural: perfume caro, el musgo dulce del deseo recién despertado. La sala estaba iluminada por velas dispersas sobre mesas bajas, sus llamas danzando como lenguas ávidas. Carlos guio a Mirta hacia el sofá de cuero negro, donde un par de copas de cristal esperaban llenas de un champagne tan frio que las copas estaban escarchadas. Ella se sentó, cruzando las piernas con deliberada lentitud, sabiendo que el movimiento hacía que el vestido se abriera un poco más, dejando ver el encaje negro de su tanga. Carlos no apartó la vista de ese destello de tela mientras se acomodaba a su lado, tan cerca que Mirta podía sentir el calor de su muslo contra el suyo.
—¿Y bien? —preguntó Elena, sirviendo más champagne con una sonrisa pícara—. ¿Vamos a pretender que esto es solo un almuerzo entre amigos?
Pedro soltó una risa baja, sus dedos ya juguetearon con el dobladillo del vestido de Elena, subiendo centímetro a centímetro mientras ella no hacía nada por detenerlo.
—No hay nada de amigable en la forma en que me estás mirando, cariño—respondió él, su voz cargada de un doble sentido que no intentó disimular.
Mirta tomó un sorbo de champagne, dejando que el líquido resbalara por su garganta antes de lamerse los labios, consciente de que Carlos seguía cada movimiento. Cuando bajó la copa, sus dedos rozaron los de él, que estaban apoyados en el sofá, y en lugar de retirarse, entrelazó los suyos con los suyos, acariciando con el pulgar el dorso de su mano. Carlos giró la cabeza hacia ella, sus ojos oscuros brillando con algo que no era solo lujuria, sino también complicidad.
—Creo que deberíamos pasar a la mesa —susurró él, acercando su boca al oído de Mirta—. Antes de que decidamos saltarnos el primer plato.
La cena fue un juego de miradas y toques furtivos. El mantel blanco se convirtió en un campo de batalla donde los pies descalzos se buscaban bajo la mesa, donde los muslos se rozaban “accidentalmente” cada vez que alguien se inclinaba para alcanzar la sal. Pedro, sentado frente a Elena, no disimulaba el bulto que crecía en sus pantalones cada vez que ella se agachaba para servirle más champagne, sus pechos casi escapando del escote. Mirta, por su parte, había dejado que una de sus manos descansara sobre el muslo de Carlos, sus uñas pintadas de rosa pastel trazando círculos lentos sobre la tela de sus pantalones, acercándose peligrosamente a la entrepierna.
—¿No tienes hambre, mi amor? —preguntó Pedro, su voz un ronroneo, mientras con la punta del pie acariciaba el tobillo de Elena bajo la mesa.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados, los labios separados en una sonrisa lasciva.
—Depende de lo que me estés ofreciendo.
Carlos soltó una risotada, pero el sonido se cortó cuando Mirta, sin apartar la vista de él, deslizó su mano completamente sobre su paquete, sintiendo cómo el miembro de él respondía al contacto, endureciéndose bajo sus dedos. El aliento de Carlos se aceleró, y por un segundo, Mirta pensó que iba a empujarla contra la mesa y tomarla allí mismo. Pero en lugar de eso, él tomó su muñeca con suavidad y llevó su mano a sus labios, besando cada nudillo antes de morderle el dedo índice con una presión que hizo que un latido caliente le recorriera el vientre.
—Creo que es hora del postre —anunció—. Podemos subir arriba ahora si lo desean.
No hubo necesidad de repetirlo. Elena levantó a Pedro de la mano guiándole el camino, sus bocas ya unidas en un beso mientras subían las escaleras. Mirta se quedó un segundo más, disfrutando la forma en que Carlos la observaba con hambre, como si estuviera memorizando cada curva de su cuerpo antes de devorarla. Cuando finalmente se levantó, él la tomó de la cintura y la empujó contra la pared del pasillo, su cuerpo aprisionándola mientras sus labios caían sobre los de ella en un beso que no era una pregunta, sino una declaración. Sus lenguas chocaron, sus dientes se rozaron, y Mirta gimió cuando sintió las manos de él deslizándose bajo su vestido, agarrando sus nalgas con una fuerza que le hizo arquearse contra él.
—Mirta, estás empapada—susurro Carlos contra su boca, sus dedos encontrando el encaje de su tanga y tirando de él con impaciencia—. Quiero probarte antes de que lleguemos a la cama subamos ya.
Al llegar al primer piso Mirta no tuvo tiempo de responder. Él se arrodilló frente a ella, levantándole el vestido hasta la cintura, y antes de que pudiera procesar lo que estaba pasando, sintió su aliento caliente contra el encaje negro que cubría su vagina. Un dedo apartó la tela a un lado, y entonces su lengua la lamió de abajo hacia arriba, lenta, deliberada, como si estuviera saboreando el vino más caro. Mirta jadeó, sus manos volando hacia el pelo de él, enredándose en los mechones oscuros mientras Carlos trabajaba su clítoris con la punta de la lengua, dibujando círculos que la hacían temblar.
—¡Ah, mierda! —gimió ella, sus caderas moviéndose solas, buscando más presión, más contacto—. No pares, por favor…
Pero Carlos sí paró. Se levantó de un salto, dejándola jadeante y con las piernas temblorosas, y la tomó de la mano para arrastrarla hacia la habitación. Dentro, el espectáculo que los esperaba hizo que a Mirta se le secara la boca. Pedro estaba sentado en el borde de la cama, desnudo de cintura para abajo, su pija erguida y palpitante mientras Elena, aún vestida pero con los pechos al aire, se arrodillaba frente a él, sus labios rodeando la cabeza del miembro con una expresión de pura lujuria. El sonido húmedo de sus labios chupando llenaba la habitación, mezclado con los gemidos ahogados de Pedro, cuyas manos estaban enredadas en el pelo de ella, guiando sus movimientos.
—Nosotros también queremos jugar —anunció Carlos, mientras comenzaba a desabotonarse la camisa con movimientos bruscos y apurados.
Mirta no necesitaba más incentivo. Se quitó el vestido en un movimiento fluido, dejando al descubierto su cuerpo solo cubierto por el tanga negra y un sujetador de encaje que apenas contenía sus pechos. Los ojos de Pedro se clavaron en ella, oscureciéndose de deseo cuando vio cómo sus pezones se endurecían bajo la tela. Elena, al notar la distracción, dejo de comerle la pija a Pedro y se giró hacia Mirta, sus labios brillantes de saliva.
—Ven aquí—ordenó, extendiendo una mano hacia ella—. Quiero ver cómo te comes la verga de mi esposo mientras mi marido te llena esa conchita apretada.
El plan sonaba tan caliente, tan perfecto, que Mirta no pudo evitar sonreír. Se acercó a la cama, subiendo con gracia antes de arrodillarse frente a Carlos, quien ya estaba completamente desnudo, su pija gruesa y venosa apuntando hacia ella como un desafío. Sin dudar, Mirta la tomó en su mano, sintiendo el peso, el calor, la forma en que palpitaba bajo sus dedos. Cuando inclinó la cabeza y pasó su lengua por la punta, probando su sabor, Carlos gimio, sus manos yendo a su cabeza para guiarla.
—Así, Mirta —jadeó él—. Chúpamela como si fuera la última vez.
Mientras Mirta comenzaba a trabajar su boca sobre él, hundiéndolo hasta la garganta con un gemido de placer, sintió cómo unas manos la tomaban por las caderas. Era Pedro, que se había colocado detrás de ella, y sin previo aviso, apartó el tanga a un lado y hundió dos dedos en su vagina empapado. Mirta gimio alrededor de la pija de Carlos, el sonido vibrando contra su piel, mientras Pedro la penetraba con los dedos, curvándolos para rozar ese punto interno que la hacía ver estrellas.
—¡Dios, estás re mojada! —dijo Pedro, su aliento caliente contra su oreja—. ¿Te gusta que te vean así, putita? ¿Con la boca llena de pija mientras otro te mete los dedos?
Mirta no podía responder, no con la pija de Carlos llenándole la boca, no con los dedos de Pedro moviéndose dentro de ella con un ritmo implacable. Pero su cuerpo respondió por ella: sus caderas se movían al compás de los embistes de Pedro, su boca se cerraba más alrededor de Carlos, sus gemidos ahogados resonando en la habitación. Elena, que había estado observando con ojos brillantes, no pudo resistirse más. Se acercó a Pedro, desabrochándole los pantalones con manos temblorosas antes de terminar de liberar completamente su pija, ya dura y caliente.
—Mi turno —susurró, y antes de que Pedro pudiera reaccionar, ella se lo tragó entero, sus labios rozando la base mientras sus manos masajeaban sus bolas.
El sonido de dos bocas chupando pijas llenó la habitación, mezclado con los jadeos de los hombres y los gemidos de las mujeres. Pero Carlos no quería quedarse solo en la boca de Mirta. Con un delicado movimiento, la empujó hacia atrás, haciendo que se separara de él con un hilo de saliva conectando sus labios a la punta de su miembro. Sin decir una palabra, la giró hasta que quedó de espaldas a él, apoyada en sus manos y rodillas, su culito en alto y su vagina goteando necesidad.
—te voy a coger Mirta— y antes de que Mirta pudiera prepararse, sintió la cabeza de su pija presionando contra la entrada de su conchita.
No hubo suavidad en su embestida. Carlos la penetró de un solo movimiento, hundiéndose hasta las pelotas en su vagina apretada, haciendo que Mirta gimiera, sus uñas arañando las sábanas. El dolor inicial se fundió con el placer en un segundo, y pronto ella estaba empujando hacia atrás, buscando más, necesitando más. A su lado, Pedro había tomado a Elena por la cintura, levantándola hasta que ella envolvió sus piernas alrededor de él, la penetro contra la pared, sus cuerpos chocando con un ritmo salvaje.
—¡Más fuerte! —gritó Elena, sus uñas hundiéndose en los hombros de Pedro—. ¡Rómpeme, hijo de puta!
Mirta no podía pensar, no podía hacer nada más que sentir. Cada embestida de Carlos la empujaba hacia adelante, haciendo que sus pechos rozaran contra las sábanas, su clítoris frotándose contra la pija de Carlos en cada movimiento. Sus gemidos se mezclaban con los de Elena, con los gemidos de los hombres, con el sonido húmedo de cuerpos chocando, piel contra piel. La habitación olía a sexo, a sudor, a ese perfume dulce y ácido del deseo sin frenos.
—¡Voy a acabar! —anunció Pedro, su voz áspera, sus embistes volviéndose erráticos—. ¡Ya… acabooo… Elena!
Eso fue todo lo que Mirta necesitó. El grito de Pedro, la forma en que Elena se arqueaba contra él, el ritmo implacable de Carlos dentro de ella… Todo se combinó en una ola de placer que la arrasó. Su orgasmo la golpeó con una fuerza que la dejó sin aliento, su vagina apretándose alrededor de la pija de Carlos mientras un chorro de sus propios fluidos calientes la inundaba, empapando las sábanas bajo ella.
—¡Sí, Mirta! ¡Así, así! —rugió Carlos, y entonces ella lo sintió: el calor de su semen llenándola, marcándola, mientras sus caderas se sacudían contra ella en los últimos espasmos de su clímax.
Al otro lado, Pedro gimió, enterrándose hasta el fondo en Elena mientras su cuerpo se tensaba, Elena gimió mas fuerte, sus uñas dibujando surcos en su espalda mientras su propio orgasmo la sacudían, sus muslos temblando alrededor de la cintura de Pedro.
Durante un largo momento, solo hubo jadeos y cuerpos temblorosos. Luego, poco a poco, la tensión se disipó, reemplazada por risas cansadas y sonrisas satisfechas. Carlos se desplomó a un lado de Mirta, su mano acariciando su cadera con posesión, mientras Pedro y Elena se derrumbaban juntos, sus labios encontrándose en un beso lento y perezoso.
—Bueno —dijo Elena, finalmente, con una sonrisa que era pura maldad—. Esto fue solo el entremés. ¿Listos para el plato principal?
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