El aroma de la lluvia y el cuero

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La hacienda se encontraba perdida entre cerros verdes del valle ubicada en la Patagonia, el Sr M se estaba acostumbrado a vivir lejos de la civilización, además descubrió podría disfrutar de sus fetiches libremente, su fetiche favorito era el cuero, el olor y textura de dicho material lo fascinaba. En la casa principal, las sillas del comedor estaban tapizadas en vaqueta negra, los sofás eran de cuero curtido al cromo, y hasta las cortinas tenían ribetes de badana oscura. Pero nada lo satisfacía más que vestirse él mismo de pies a cabeza con esa segunda piel. Cada mañana, apenas el sol asomaba por los eucaliptos, el Sr M se ponía sus pantalones de cuero negro de cordero napado.

Eran ajustados pero flexibles a la vez y se amoldaban a su vientre generoso. El cierre metálico subía lento, con ese “zip” profundo que le erizaba la nuca. Luego venían los guantes, largos, hasta medio antebrazo, de cuero de cabritilla negro brillante, forrados de seda fina. Los deslizaba despacio, dedo por dedo, sintiendo cómo se adherían a su piel, cómo el calor de sus manos los hacía más suaves y vivos. Cuando cerraba el puño, el cuero crujía levemente, un sonido que le llegaba directo a su cerebro.

Entonces llegó al lado de él, la Sra J, su acompañante y mujer desde hacía varios años, era su espejo perfecto, una mujer grande, de caderas anchas y pechos pesados, tambien fetichista empedernida y había convertido el cuero en su religión, llevaba un vestido negro de cuero de oveja, tan ajustado que cada curva quedaba marcada como en un molde, se veían unos hermosos rollitos en su cintura, la redondez de sus nalgas, el canal profundo entre sus pechos.

Debajo, ropa interior de cuero del mismo tono, sus piernas metidas dentro de botas altas hasta el muslo. Sus brazos estaban envueltos en guantes que le llegaban casi al codo, del mismo cuero que los de él. Cuando caminaba, el roce de cuero contra cuero producía un susurro constante, como un secreto que solo ellos entendían.

Aquella mañana ambos estaban de un excelente humor, habían tenido un excelente sexo mañanero en el cual ambos se habían poseído mutuamente, desayunaban esa mañana en el comedor, los dos cubiertos de negro, oliendo la estancia a cuero y a café.

Al levantarse de la mesa, las manos de él, dentro de esos guantes largos, recorrían la espalda de ella, sintiendo cada costura, cada pliegue. Ella le acariciaba el pecho por encima de la camisa blanca, pero siempre terminaba metiendo los dedos bajo el cinturón de cuero grueso para apretar la carne caliente que había debajo.

Trabajaban juntos en la hacienda, él dirigía las actividades cotidianas y ella llevaba los libros, ese día habría un gran ajetreo, por cuanto se anunció por el servicio meteorológico que se aproximaba una tempestad de lluvia y viento que duraría varios dias, se ordenó a los trabajadores volvieran a sus hogares, para que se pusieran a recaudo, y ordenó cerrarían las actividades de la hacienda mientras hubiera mal tiempo, asi se despacharon los últimos envíos de la producción de la hacienda, clausurando todo las dependencias antes se hiciera inviable el transitar por los caminos, tambien alcanzo a llegar “un pedido especial”, había solicitado el señor M.

Sin perjuicio de ello a media tarde, en un momento de calma, se encontraron en la oficina de administración y se abrazaban con fuerza, cuero contra cuero, sudor contra sudor. cerró la puerta de la oficina y ella se arrodillo, abría el cierre de sus pantalones y lamio el miembro ya duro, que estaba envuelto en la suavidad del forro de cuero. Él le levantaba el vestido y la penetraba de pie, sintiendo cómo el cuero de sus guantes se hundía en las caderas anchas de la sra J quien gemía contra su cuello, al terminar el coito, trataron de disimular frente a sus empleados y hasta tarde terminaron los preparativos para la gran tormenta de lluvia se acercaba.

Al otro día llego efectivamente la tormenta, primero fue un murmullo lejano, luego un tamborileo fuerte sobre los tejados de teja, el señor M estaba solo con su pareja en las estancias, durmiendo en la casa patronal, este salió al exterior de su hogar con la intensión de ver con claridad la tormenta, su indumentaria era completa de cuero, los pantalones, los guantes largos puestos, y una chaqueta, entonces un trueno hizo se rompiera a llover.

La lluvia caía sobre el cuero negro y lo hacía brillar como obsidiana líquida. Aspiró profundo, aquel olor único, mezcla de agua limpia y cuero curtido, lo volvía loco. Era como si la lluvia despertara al animal dentro de la piel. La señora J lo siguió. Llevaba puesto un largo abrigo de cuero negro hasta los tobillos, abierto, dejando ver pantalones del mismo material debajo. La lluvia le empapó el pelo y corrió por sus guantes hasta las yemas de los dedos. Se encontraron en medio del patio, bajo el agua torrencial. Sus cuerpos pesados y calientes chocando, cuero mojado contra cuero mojado. Para ellos la situación y el olor era embriagador, cuero caliente, lluvia, tierra húmeda, deseo.

Él la llevó hasta la habitación y sobre el cubrecama empezaron a besarse, como un rito se desprendieron de cada uno de sus ropajes exceptos los guantes, con los que se masturbaron mutuamente. El abrió el cierre de sus pantalones y guion sus manos dentro de ella, ella hizo lo mismo y con sus guantes apretó fuertemente el pene del sr M . Se movieron lento, después rápido, con el ruido de la lluvia como música de fondo y el aroma del cuero mojado llenándoles los pulmones, se desnudaron y empezaron un coito salvaje, el primero sobre ella y después ella se subió, galopando como una posesa, con el ruido de la fuerte lluvia de fondo.

Cuando llegaron al orgasmo, fue al unísono, a esa altura solo quedaron con sus guantes puestos y siguieron entregándose mutuamente en un frenesí de sexo salvaje, todo bajo la orquesta del ruido de la fuerte lluvia había en el exterior

Después de terminar, se abrazaron, empapados, oliendo a cuero y a lluvia… Entonces sonó el teléfono, era el vecino de la casa mas próxima, a varios kilómetros, este estaba preocupado, indico que recién hoy había llegado al pueblo más cercano, ubicado a unos 30 kilómetros por caminos de ripio, un medicamento que era esencial para su anciana madre y no había manera de que se le hicieran llegar dado el estado de los camino, le consulto si tenia un medicamento parecido o similar.

Busco en su botiquín y no había nada, entonces volvió a llamar a su vecino y mientras hablaba con este se le ocurrió la idea y dijo iría a buscar el medicamento al pueblo… la señora J la miro extrañado, cuando corto el teléfono le explico había llegado el encargo ansiaban y pensó sería una buena oportunidad para probar el encargo, ambos se miraron y sonrieron.

El cielo se había puesto violeta-negro cuando terminaron de vestirse en el garaje de la hacienda. Ninguno de los dos habló, no hacía falta. La lluvia golpeaba con furia el tejado de zinc, un tambor constante que les aceleraba el pulso. El señor M reviso el envio especial, dos trajes completos de motocicleta, el primero se puso el mono completo de cuero negro, hecho a medida, una sola pieza de piel de cordero grueso (1,2 mm), con costuras dobles y forro de satén negro. Subió la cremallera central desde la entrepierna hasta la barbilla con un “zip” largo y definitivo que resonó como un disparo.

El cuero se pegó de inmediato a su vientre prominente, a sus muslos fuertes, a su sexo ya medio hinchado. Luego las botas que llegaban a sus rodillas y los guantes largos de cabritilla hasta medio antebrazo, pero esta vez metidos por dentro de las mangas y sellados con una cinta de cuero para que ni una gota entrara. Por último, encima la capucha del mono subida y ajustada el casco integral negro, con visor ahumado, entonces apareció detrás de él la ser J convertida en una diosa de cuero mojado, Un catsuit negro puro la envuelve por completo, tan ajustado que parece haber sido vertido sobre su piel aún caliente.

El material brilla con una luz húmeda y pecaminosa, reflejando cada suspiro de su cuerpo, los pechos altos y firmes se marcan, a cremallera frontal, cerrada hasta el cuello, recorre el centro exacto de su torso como una promesa de lo que podría abrirse. un corsé invisible creado solo por la perfección de sus proporciones y la presión implacable del cuero, que acentuaba sus caderas anchas, redondas, cada glúteo es una esfera perfecta, brillante, que invita a ser tocada… y castigada.

Sus piernas son interminables, enfundadas en ese negro líquido hasta donde comienzan las botas apretando la caña hasta medio muslo, sus manos enguantadas se elevan lentamente hasta su sien, los dedos estirados en un gesto frío y autoritario, pero el brillo del guante sobre su piel hace que parezca que acaba de acariciar algo (o a alguien) prohibido. El cabello negro, recogido en una coleta altísima. Se colocó el casco, bajó el visor, y con un gesto enguantado le indicó que ya estaba lista.

Salieron al diluvio, en sus inmensas motocicletas alemanas, que rugieron bajo ellos cuando la encendieron. Entonces salieron hacia el pueblo, al poco andar los dos estaban ya empapados: la lluvia resbalaba por el cuero en ríos brillantes, formando charcos en cada pliegue. Arrancaron. El agua golpeaba como agujas. El cuero, al mojarse, se volvía más pesado, más vivo, más pegado a la piel. Aceleraron por el camino de tierra que bajaba al valle. Cada bache y cada curva hacía crujir el cuero de ambos, un sonido húmedo y obsceno que se mezclaba con el rugido del motor y el latigazo de la lluvia.

A los diez minutos ya olían exactamente igual: cuero caliente, lluvia y un poco de gasolina. El aroma subía desde sus cuerpos, se metía por las rejillas de ventilación de los cascos y los mareaba de placer. Llegaron al pueblo momento antes de que cerrara el emporio, el dependiente se sorprendió de verlos y cuando le explico a lo que venían se alivió, ya que asi la madre del vecino tendría su medicina durante la tormenta.

Ya de camino vuelta a la Hacienda, hubo un momento que la lluvia fue muy intensa y se tuvieron que proteger bajo una arboleda, girando hacia un camino secundario, bajo los eucaliptos, en esa espera ocurrió que la sra J deslizó una mano enguantada hacia adelante, bajó la cremallera central del mono de él unos centímetros, metió los dedos y lo abrió. El pene del sr M, al contacto con su mano se puso duro como hierro, saltó dentro del forro de satén empapado. Ella lo apretó, lo acarició lento, el cuero mojado de su guante deslizándose perfecto sobre el cuero interno. La lluvia caía con más fuerza.

No hablaron y ella se puso de rodillas en el barro, el cuero de sus pantalones crujiendo y salpicando agua. Abrió del todo la cremallera de él, sacó su miembro palpitante y lo tomó en la boca a través del guante, primero lamió el cuero mojado, luego succionó fuerte, el sabor de lluvia y cuero curtido llenándole la lengua. Mas tarde el señor M la levantó, la giró, le abrió el cierre delantero de su traje, le toco el culo grande y redondo y la penetró de una sola embestida, sintiendo cómo el agua furiosa de la lluvia corría entre sus cuerpos, sintió cómo el cuero de sus guantes se hundía en las caderas de ella, cómo sus botas altas resbalaban en el lodo.

Se movieron con furia, el chaparrón azotándolos, el olor del cuero mojado tan intenso que casi podían morderlo. Cuando llegaron al clímax, fue como si la tormenta misma se corriera con ellos, un trueno retumbó justo cuando él se derramó dentro de ella y ella gritó contra el visor empañado. Se quedaron así un minuto entero, temblando, empapados, abrazados bajo la lluvia torrencial, el cuero pegado a cada centímetro de sus cuerpos y felices por las nuevas sensaciones. Después volvieron a subir a las motos, cerraron cremalleras, ajustaron guantes y cascos.

El viaje de regreso fue lento, casi ceremonial. La lluvia seguía cayendo, pero ahora era una caricia. El cuero, totalmente empapado, pesaba deliciosamente sobre sus pieles. Cada kilómetro olía más fuerte, brillaba más negro, los abrazaba más. Llegaron a la casa del vecino a media tarde, quien los invito a almorzar, la familia se alegró de verlos y no se extrañaron de sus atuendos ya que conocían sus gustos fetichistas, antes del anochecer volvieron a la hacienda, legaron cuando ya era noche cerrada.

No se quitaron nada hasta entrar al dormitorio. Allí, bajo la luz cálida de su habitación, se desvistieron lentamente, lamiendo la lluvia y el sudor del cuero del otro, sabiendo que al día siguiente si seguía la tormenta volverían a ponérselo todo otra vez. Porque para ellos no existía mejor clima que la tormenta, ni mejor perfume que el cuero mojado.

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